21.11.13

La danza de las brujas


Bajo la magia de la tibia luz de la luna llena, bajo los efectos del juego de sombras, de los misterios de la naturaleza, se devela el mundo de la imaginación y la fantasía, de las quimeras, de los espejismos, de las ilusiones, donde la belleza del mundo de lo onírico se desencadena en la disipación y el derroche, en el desenfreno y la liviandad, en danzas y gritos de alegría que se comparten en una reconciliación con la naturaleza. 
 
Parecería que en el baile de brujas algo se presenta que resulta enigmático, contradictorio, complicado y a la vez superfluo de atender, de explicar, de aceptar, tan distante y repugnante, infamante, infausto, siniestro, ominoso, ofensivo al sano juicio de la razón y del conocimiento, por lo que es preferible excluirlo, perseguirlo, castigarlo, condenarlo y desaparecerlo para no presenciar la locura, la desmesura y el éxtasis en el que se confunden y, finalmente, se unen la vida y la muerte. Primero Belleza, posteriormente Verdad, se presentan en los misterios divinos, con todos sus elementos oníricos y fantásticos. Embrujos y encantamientos, transfiguraciones, vuelos nocturnos y danzas con sátiros: las mujeres danzantes vibran con un sentimiento de fuerza y plenitud, se estremecen y palpitan ante “la continente inclusión del cuerpo en la existencia” (Nietzsche, El origen de la tragedia).
 
En la danza, las mujeres dejan de tener un cuerpo; el cuerpo deja de ser una entidad que se vive separada, distante y ajena, ya que bajo el sentimiento de vivirse de manera corporal, éste se potencia y es llevado más allá de sí mismo. En las mujeres danzantes está el sentimiento de percibirse como un cuerpo que vive y vibra, que palpita más allá de sí mismo.

En la danza de las brujas, de esos seres que gozaban del arrojo para transformarse en aves livianas o en zafios animales, se desgarra la individuación y se transita a una comunidad; comunidad de mujeres en la que se aniquilan “todas las limitaciones de casta que la necesidad y la arbitrariedad han establecido entre los seres humanos(Nietzsche, op. cit.) La danza es el momento en el que, quizá, se juega al retorno de la unidad, pues: “cantando y bailando manifiéstase el ser humano como miembro de una comunidad superior, más ideal. Más aún se siente mágicamente transformado, en realidad se ha convertido en otra cosa. Y al igual que los animales hablan, también en él resuena algo sobrenatural. Se siente dios: todo lo que vivía sólo en su imaginación, ahora eso él lo percibe en sí” (Nietzsche, op. cit.).
 
En el baile algo tiene que ver con la fealdad, con el horror, con el error, con lo ridículo, con el absurdo y hay también un velamiento de la verdad, no de la bella apariencia. Lo sublime y lo ridículo están a un paso más allá del mundo de la bella apariencia, pues en ambos conceptos se siente una contradicción; no coinciden en modo alguno con la verdad: son un velamiento de la verdad, velamiento que es, desde luego, más transparente que la belleza, pero que no deja de ser un velamiento. 
 
Y así como el mundo de la música dionisíaca generó en Homero horror y espanto, ese espanto quizá también se produjo en el espíritu de la mentira civilizada del cristianismo ante la danza de las mujeres, quienes bajo el jubiloso influjo de aceites y ungüentos salían a bailar al campo y a rendirle tributo a la vida y a la muerte, a la bella plenitud de la naturaleza y al horror de su ineludible e instintivo destino. El éxtasis festivo de los embrujos y las transfiguraciones provocadas por el arrebato del grito jubiloso remitía a las danzas populares de quienes rendían culto a sus dioses a través de la magia, del embrujo y, de este modo, entraban en contacto con el mundo de la fantasía, de las imágenes, de las visiones, de los arrebatos y de los ensueños.

por Ruth Betancourt 

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