12.3.24

Susana

sé que justamente este rato, justamente esta imagen, se ha agarrado ya en mi memoria y no desaparecerá nunca, tengo muchas imágenes como esta agarradas en mi memoria, tengo millares, y al pensar en algo, al ver algo parecido, o por ellas mismas, a veces las imágenes reaparecen, a menudo en los lugares y momentos más extraños, una imagen, una imagen inmóvil que no obstante contiene una especie de movimiento, es como si cada una de estas imágenes, cada una de las miles de imágenes que tengo en la cabeza o donde sea que las tenga, dijeran algo, dijeran algo casi inequívoco, y sin embargo resulta imposible entender exactamente qué dicen.

Jon Fosse. El otro nombre.


Mi imagen se llama Susana.

Acabo de decidir que así se llama esa imagen.

De antemano desconocía que tal era su nombre, pero al momento de comenzar a escribir, supe que el título del texto, de la imagen, era: Susana.

Tal vez se deba a que la imagen la domina ella. Una tarde con ella. Pero al urdir la trama de este texto, de la imagen que evoca, recordé que ese nombre, Susana, ya resonaba tiempo atrás, desde el momento en que lo leí en las páginas de Pedro Páramo.

Ahí hay un nudo.

Escribir este texto tiene, entre otros fines, desenredarlo.

Porque no tengo claro si me acerqué a Susana por Susana misma, o si decidí llamarla después de haber leído su nombre en Pedro Páramo.

Aunque ahora que escribo lo anterior, me parece que sí.

Así fue.

Veamos:

Estoy sentado sobre el piso del balcón de mi casa. Son aproximadamente las siete de la noche. No puedo corroborarlo en el reloj porque no tengo uno de pulso, y el reloj de péndulo del departamento está descompuesto, pero pienso que son las siete de la noche pues el crepúsculo así lo sugiere. Abajo de mí hay mucha actividad vehicular. Tráfico atorado. Y demasiada gente. Ahora considero que tal vez sean las ocho de la noche, pues me parece que entre las personas que pasan, hay estudiantes de secundaria con sus mamás. Así, puede que sean las ocho de la noche. La oscuridad ya es plena, aunque atenuada por la luz del alumbrado público, dado que uno de los postes está casi enfrente del balcón. Leo. Tengo sobre las manos un ejemplar nuevo de Pedro Páramo.


[Leo a Juan Rulfo como parte de una tarea escolar, pero también estimulado por mi recién estrenado hábito lector, que surgió por la influencia de mi amiga Erika Ulloa, quien coligió que valía la pena sumergirme en las páginas de José Agustín y para ello me ha prestado, en menos de un mes, toda su colección de libros: Luz externaLuz interna, La tumbaInventando que sueño, De perfil. Por lo tanto, aunque a mis padres o a mis hermanos, o a los amigos del barrio que pasan por abajo de mi casa, puede parecerles raro que esté sentado en el balcón con un libro entre las manos, esto para nada es ya extraño gracias a Erika Ulloa y a la iniciación de José Agustín].


Desde las primeras líneas de Pedro Páramo, una conmoción me sacude. Tal vez suena pedante, pero me parece que la conmoción se debe a que se me ha revelado una forma poética de practicar la lengua, y nunca antes había escuchado ese registro tan peculiar:


Este pueblo está lleno de ecos. Tal parece que estuvieran encerrados en el hueco de las paredes o debajo de las piedras. Cuando caminas, sientes que te van pisando los pasos. Oyes crujidos. Risas. Unas risas ya muy viejas, como cansadas de reír. Y voces ya desgastadas por el uso. Todo eso oyes. Pienso que llegará el día en que estos sonidos se apaguen.


¿Había escuchado a alguien hablar así? ¿Escribir así? Jamás. Entonces, resulta que como Juan Rulfo me habla con una voz desconocida, eso es lo que me sacude: estar en presencia de una voz que nunca antes me había hablado y ahora está ahí, para mí, me sacude.

Sigo. Paso las páginas y aunque ya me asumo como nuevo lector, no deja de asombrarme el acto de recorrer las páginas con gozo y emoción. De pronto, llego a la parte en la que encuentro su nombre: Susana. Y de inmediato su imagen llega a mi mente. Sigo leyendo y desde el primer momento la Susana de Rulfo adquiere las características de la Susana que yo conozco y que veo todos los días en la preparatoria. No quiero distraerme. Trato de evitar mirar a Susana V. en Susana San Juan pero no puedo evitarlo. Y cuando me enfrento a,


Esperé treinta años a que regresaras, Susana. Esperé a tenerlo todo. No solamente algo, sino todo lo que se pudiera conseguir de modo que no nos quedara ningún deseo, sólo el tuyo, el deseo de ti,


una urgencia por hablar con Susana V. se apodera de mí, así que cierro el libro y camino al teléfono de la casa. No obstante, regreso mis pasos y voy hacia mi mochila, esperando tener su número anotado en el cuaderno. Afortunadamente, así es. Marco. Espero poco tiempo. Ella contesta:

-¿Sí?

-¿Susana?

-¿Ajá?

-Hola, soy Jaime.

-¿Jaime? ¡Hola, Jaime! ¡Qué tal! ¡A qué debo el gusto!

-Nada, Susana. Solo llamé para saludarte.

-…

-Bueno, en realidad estaba leyendo Pedro Páramo, y como llegué a la parte en la que aparece Susana San Juan, me acordé de ti.

-¡Ah!…

-¿Ya llegaste a esa parte?

-No, apenas voy a comenzar a leer. Es que acompañé a mi mamá por unas cosas y se me fue la tarde en eso. Pero ahorita comienzo.

-Va. Y si quieres mañana comentamos la novela.

-¡Ok! Me parece bien.

-Bueno, Susana, perdona la interrupción. Sólo me dieron muchas ganas de hablar contigo, pues ya no puedo dejar de ver tu cara cuando leo tu nombre en la novela.

-No te preocupes, Jaime. No interrumpiste nada. Voy a comenzar a leer para saber con quién me estás comparando. ¡Y si es alguien horrible, mañana vas a ver, ¿eh?!

-No. Para nada es horrible, Al contrario: Pedro Páramo está perdidamente enamorado de ella. Todo el tiempo la sueña y la desea. Y no puede dejar de hablarle, aunque no esté con él.

-¡Órale! ¡Se oye muy bien! Definitivamente voy a leer ahora mismo.

-Pues ya no te distraigo. Nos vemos mañana en la prepa, ¿va?.

-Sale. Nos vemos.

-Hasta mañana.

Lo que sigue se me escapa. Probablemente hayamos hablado del libro. Tal vez afuera del salón. O sentados en el jardín, en el horario de una de las clases que nos aburrían y que «matábamos» para hacer otras cosas. Como sea, esa no es la imagen que se llama «Susana». Esa imagen tiene que ver con otro momento. Y con otra lectura. Sólo que ahora me doy cuenta de que la imagen «Susana» comenzó a gestarse con la lectura de Rulfo y con aquella llamada.

Resulta que por alguna razón me encontré con Gastón Bachelard. Tal vez la profesora de Estética habló de él. Aunque me parece que mas bien encontré la referencia en alguna lectura. Es posible que en Paz, a quien leía bastante en esa época. El caso es que creo que la imagen «Susana» tiene que ver también con Gastón Bachelard. Con lo que creí entender de La intuición del instante, y que compartí con Susana V. una tarde de otoño en que decidimos vernos fuera de la prepa.

Nos citamos en Periférico.

Hago un viaje largo que incluye el metro y un microbús, en el que me dedico a mirar a las personas y el paisaje. Como llego diez minutos antes de la cita, tengo que esperar.

Ella desciende de un RTP. Su largo cabello negro le cubre la cara mientras desciende. Alcanzo a ver que calza huaraches de cintas angostas, que combina con un pantalón de mezclilla ajustado en color café, y una camisa a cuadros con manga corta.

Nos saludamos con efusividad, dado que el ciclo escolar terminó hace unas semanas y no nos vemos desde entonces.

-¿A dónde vamos? -pregunto, pues fue ella quien propuso vernos en este sitio.

-Vamos a Cuemanco.

-¿A Cuemanco?

-¿Nunca has ido? Ahí hay una zona arbolada y con vista al lago que está muy linda. Seguro te gustará.

-Vale, vamos.

Subimos a un microbús. Como no nos tocan asientos, vamos parados y apretados entre los pasajeros de las cuatro de la tarde. Susana flexiona un poco las rodillas para que su cabeza no choque con el techo del microbús. Yo no necesito flexionarme. Miro hacia el frente y ocasionalmente hacia mi lado para ver a Susana. De su cabello me llega un olor fresco y dulce. Hablamos de los exámenes, del extraordinario de Matemáticas que debemos pasar para egresar de la prepa e ir a la Universidad, de chismes sobre truenes amorosos, típicos de fin de curso, hasta que llegamos a la zona que quiere que conozca.

Subimos una pendiente que separa Periférico de Cuemanco. Al traspasarla, veo el espejo que forma el lago y un llano con el césped recortado y árboles desperdigados. Hay pinos recién plantados, pero también fresnos y ahuehuetes de troncos gruesos y frondosos. El lugar está semi desierto. Hay personas haciendo ejercicio o parejas paseando por el lugar, pero son escasas. Algunas aves planean sobre el lago. El cielo está despejado y el sol, aunque cae pleno, no quema ni deslumbra demasiado.

-Vente, vamos a sentarnos bajo este árbol -propone Susana y accedo, sacando de mis bolsillos una cajetilla de cigarros, unos cerillos y las llaves de mi casa. Ella se recarga sobre un ahuehuete. Flexiona las piernas, colocando las rodillas a la altura de su pecho. Su mirada y sus manos buscan algo con lo cual distraerse. Al final, arranca el tallo de un Diente de León. Sopla y esparce las hojas que van a parar a mi camiseta negra. Reímos. Pasamos unos segundos quitando las esporas y cuando lo logramos, tomo mi cajetilla de cigarros y trato de encender uno. Me pide que no lo haga.

-Te traje aquí para respirar aire fresco. Para quitarnos de encima el humo de la ciudad. La peste de la ciudad. Su ruido. Así que no lo arruines encendiendo un cigarro, por favor.

-Está bien, Susana. Tienes razón. Disculpa.

Hablamos. Desde luego de Rulfo y de Susana San Juan, pero también de Nellie Campobello (ella leyó Cartucho e hizo su trabajo final de Literatura Mexicana sobre esa obra) y de Paz (yo hace días terminé Libertad bajo Palabra y ahora estoy con Pasado en claro). Ella habla de meterse a practicar ballet o danza contemporánea (todavía está indecisa), y yo confieso que estoy comenzando a escribir, aunque todo me sale muy confuso y entrecortado.

Estira las piernas. Veo sus muslos, apenas contenidos por la mezclilla, muy cerca de mí. Subo la vista y se me pierde en la espesura de su cabello grueso y negro, como el mío. Desvío la mirada para reparar en la corteza reseca y resquebrajada del ahuehuete. Luego, sigo a una pareja que pasea a un San Bernardo.

-Ese perro debe estar asándose -digo, sólo por mencionar cualquier cosa.

-No creo. Ya debe estar acostumbrado. A todo terminamos por acostumbrarnos. Es la ley de la vida: maldita monotonía y costumbre.

Es ahí cuando entra Bachelard. Sólo que no recuerdo si leí algún ensayo de La intuición del instante, si la maestra de Estética habló de él o si leí alguna mención en alguna parte (tal vez en Paz). De cualquier forma, le digo a Susana que la monotonía y la costumbre no son malas en sí mismas, dado que nos proporcionan hábitos de acción.

-Los hábitos son nefastos. Convierten en autómatas a las personas, pues actúan sólo en función de ellos y no a partir de su libertad.

-Bachelard dice que los hábitos dan sentido a los actos humanos. Son su fundamento.

-¿Quién?

-Gastón Bachelard, un filósofo francés.

-Pues no me importa lo que diga Bachelard. Yo entiendo que los hábitos nos condenan a una vida repetitiva, sin autonomía y sin sorpresa. Y a mí esa vida me asusta. No me gusta. Por eso trato de hacer cosas distintas. Por ejemplo, hoy. Traerte aquí, conmigo, para platicar y mirar el atardecer. Respirar el olor del pasto y la tierra húmeda. Sentir la brisa que llega del lago. Eso rompe mi monotonía. Dejo de ser la autómata que acompaña a todos lados a su mamá. Prefiero mil veces estar aquí, contigo, que acompañando a mi mamá. ¿Me entiendes?

-Claro. Y estoy de acuerdo. A mí también me molesta lo que Bachelard llama el «tiempo horizontal», aquel en el que se instala una dialéctica que separa sujeto y objetos, ser y mundo, yo contra lo otro. Frente a eso, Bachelard propone un tiempo «vertical», en el que no existe dialéctica ni separación, sino simultaneidad y unidad.

-Mmm. Interesante. Pero, ¿y eso cómo se consigue?

-Francamente, no lo sé. O no lo entendí. Y no tengo la menor idea.

-Jajaja. No te preocupes. Ven, vamos a acostarnos sobre el pasto.

Obedezco. Tendidos en la hierba, cierro los ojos para sentir mejor el viento que roza mi cara. El sol que pega en mis costados. Lo mullido del césped bajo mi espalda. El olor del cabello y el cuerpo de Susana, cuyo rostro, al abrir los ojos, está frente a mí, sonriente. Su cabello roza mi cara, por lo que me dan ganas de estornudar. Lo evito llevándome dos dedos a la nariz. Ella los quita y se acerca para darme un beso. Sus labios humedecen los míos en un instante, mientras mi olfato se llena de su perfume. De pronto, se separa y se pone en pie. Hago lo mismo.

-Vamos a dar un paseo -invita, al tiempo que me toma la mano.

Caminamos así por el parque, platicando de asuntos que ya no recuerdo. Tal vez los temas se me escapan pues voy pensando en que quiero besarla, pero por alguna razón me reprimo. En cuanto damos dos vueltas por el lugar y el sol se pone, dice que debe irse. Andamos con dirección al montículo por el cual entramos. Después, debemos cruzar un puente para tomar un microbús que nos lleve al sitio donde nos encontramos. Ya en el micro, de nueva cuenta vamos de pie, aunque no nos molesta. Todo el trayecto lo hacemos sonriendo. Al llegar, y antes de que cada quien tome su transporte, nos damos, por fin, otro beso, aunque poco afectivo. Apresurado. ¿Monótono?

Llega primero su camión. Sube diciendo que por la noche me llamará. Asiento con la cabeza.

En efecto, esa noche me llama. Dice que llegó bien. Que le tocó lluvia pero que no quiso correr y por lo mismo está empapada.

-Me gustaría que estuvieras aquí para secarme -dice, y yo contesto que me encantaría hacerlo.

Quedamos en vernos pronto.

Las llamadas se suceden varias noches, pero nunca encontramos una fecha para reunirnos. Después, pasan días sin que hablemos. A veces marca, pero no estoy en casa. Cuando le habló, acaba de salir con su mamá. Al final deja de llamarme. Por alguna razón que no comprendo -ahí hay otra vuelta del nudo con el que empezó este escrito- tampoco le marco. Pasa el tiempo, los años, y me enamoro y desenamoro tres veces. Supongo que a Susana, a quien la costumbre le aterraba, le sucede algo similar

Y de pronto, cuando mi vida se encuentra instalada en la monotonía que Susana V., tanto temía, me enfrento al fragmento con el que inició este escrito, y la «imagen Susana» me interpela sin ninguna razón aparente, aunque sospecho que para recordarme el «tiempo vertical» que no he sabido explicar ni vivir desde aquella tarde soleada en Cuemanco.


por Jaime Magdaleno

2.3.24

"Un día en la vida", de José Agustín: una meditación sobre la muerte


Hace 55 años, como a las diez de la mañana de un martes 16 de diciembre de 1969, Parménides García Saldaña despertó tan pedo como la víspera y acometió el ron Bacardí que quedaba, así como un disco de los Rolling Stones que estuvo gritando hasta que Margarita Bermúdez le pidió que le bajara a la música, mientras José Agustín escuchaba desde su cama, antes de volver a quedarse dormido y despertar como a la una de la tarde, ya sin Margarita en el departamento y con Parménides noqueado por el guacardí y bajo los acordes del Flowers de los Stones que se repetía en la tornamesa, para después bañarse, hacer yoga sabrosamente y llamar a la editorial Joaquín Mortiz, a Bernardo Giner de los Ríos, quien le recordó el pachangón que tendría lugar esa misma noche en la Cantina La Ópera, para celebrar el cumpleaños 41 de Carlos Fuentes…


Hasta ahí todo transcurría bien y sin contratiempos en la lectura del texto «Un día en la vida», que José Agustín publicó en 1999 en la colección «Confabuladores» de la UNAM, y que yo habré leído en algún año de la segunda década del 2000. No obstante, bien mirado, algo estaba ocurriendo, dado que esa escena no había concluido el 16 de diciembre de 1969, sino que se había detenido en el tiempo y había quedado fija para que cualquiera la viera 40, 55, 60 o 100 años después de ocurrida, así que, por desvariante que pareciera, podía mirar a Parménides vivo; casi escucharlo y compadecer la tamaña cruda que lo impulsaba a exprimir la botella de Bacardí, mientras coreaba lastimosamente a los Stones con la melena revuelta, la mirada inyectada y con un aliento presumiblemente infecto. Estaba frente a una imagen suspendida en el aire o, mas bien, fijada en la página, a la espera de cualquiera que quisiera asomarse a ella para vivir una simultaneidad entre su presente y el día del cumpleaños número 41 de Carlos Fuentes. Tal maravilla cristalizaba vía la literatura, y si bien esto es algo que había leído o escuchado mentar de distintas formas y a propósito de toda clase de obras, en el inicio del relato de José Agustín aparecía perfectamente claro ante mis ojos.


Como perfectamente clara entró en mi lectura la perspectiva de la muerte, pues de los vivos que aparecen en el relato de José Agustín, la mayoría ha muerto. ¿Qué fue de tanto galán?/ ¿Qué fue de tanta invención/ como traxieron?, me pregunté, recordando los versos de Jorge Manrique, pero dándoles un peso específico ante el hecho de que fueron de los preferidos de Fuentes, quien los utilizó en toda clase de textos o intervenciones y, tal vez por ello, porque el texto de José Agustín hace la crónica de una borrachera a propósito del cumpleaños 41 de Carlos Fuentes, traje esos versos a mi lectura y los puse en una escena en la que intervienen un nutrido grupo de intelectuales, actrices, actores, profesores, editores, pintores, periodistas y fotógrafos muy vivos en las páginas de Agustín, aunque rotundamente muertos en su materialidad corpórea.


Por ejemplo:


Ahí está Carlos Fuentes, anfitroneando a sus invitados, preguntándole a José Agustín, ¿y las bellas?, dado que un día anterior, durante la presentación de William Styron en la Librería Universitaria, le había pedido que llevara dos tres actrices cuatitas para adornar la fiesta,

(y no muerto por una hemorragia masiva originada por una úlcera gástrica).


Ahí está Fernando Benítez, quien le pide a José Agustín algo para el suplemento de Siempre, pero como éste se niega dado que ni lo publican, Benítez responde ah, cómo no, es un honor, por lo que J. A., concede con un Ya vas,

(y no muerto por un paro respiratorio).


Ahí está Alberto Gironella, provocando altercados tanto con un buey con el que no se da porque la policía lo contiene, como con Parménides García Saldaña, al que le reclama lo que éste dijo de Salvador Elizondo: Lo que usted dijo de Elizondo es indigno, se quejó. Usted y Elizondo se pueden ir mucho a la chingada, le dijo Parménides, y Gironella saltó para madrear con su bastón al chaparrito de la Narvarte,

(y no muerto víctima de cáncer)


Ahí está la «China» Mendoza, quien pedalísima y acompañada de Edmundo Domínguez Aragonés, dictamina que los únicos con talento en México eran Fuentes, Pacheco, Zaid y yo, o sea, José Agustín,

(y no muerta por un paro respiratorio).


Ahí se menciona a Gustavo Sáinz, quien está en el International Writing Program de Iowa,

(y no muerto por severos problemas de salud).


Y, por supuesto, están Parménides García Saldaña, chupe y chupe. Cómo no: los alcoholes están de lo mejor; y José Agustín, con una chava actriz bastante buenona cuyo nombre no logro recordar. Era escorpión, y lo demostraba: en menos que se dice cuas ya se me estaba untando de lo más rico. Me ponía las manos en las piernas y me abrazaba, me incrustaba las teturias, que tenía duritas. Incluso hubo un momento en que estuvimos en una intensa refriega,

(y no muertos por un pasón -o neumonía- en un cuarto de Polanco, y por el avanzado deterioro de salud provocado por una pinche caída en un auditorio en Puebla).


Maldita sea.


Y aunque el texto «Un día en la vida» le sirve a Agustín para hacer el corte de caja con otro mundo, otra época, otro lenguaje, y para marcar distancias entre ese mundo y el suyo propio,


En realidad Fuentes, Vargas Llosa, García Márquez, el so-called boom, eran el fin chingón de toda una época, que a fin de cuentas había estado a toda madre porque siempre predominó una suerte de inconsciencia protectora, la atmósfera de un sueño que había funcionado hasta entonces y que con fiestas como ésa se manifestaba en grande por última vez. Yo pertenecía ya a los que habíamos amanecido entre terribles ventarrones, en un paisaje mucho más sombrío y desolador, en una realidad desnuda que había que enfrentar a como diera lugar, tirándose a matar, por ejemplo, como Parménides; él de plano no se medía y eso lo convertía en un auténtico explosivo, dueño de una libertad increíble pero casi a la deriva. En mi generación ya habíamos muchos que veníamos a ser como pararrayos, campos minados; teníamos los pies en un tiempo, y el espíritu en otro,


lo que en realidad me sugirió «Un día en la vida» fue un réquiem: una composición desatada y disparatada sobre unos seres que estuvieron en la tierra y entregaron un puñado de obras memorables, pero que sobre todo gozaron y rieron de lo lindo, porque eso quiere denotar la crónica de José Agustín: cómo estos seres fluyen entre ríos de alcohol, desbordándose a veces en peleas o risotadas, cobijados en los pliegues de cuerpos vibrantes y calientes, polemizando sobre si es fácil cogerse a Carlos Fuentes o no, o sobre si Parménides es más que Elizondo o Gironella. Por supuesto, José Agustín no introduce el tema de la muerte, pues al momento de narrar todos están encendidamente vivos; empero, 55 años después, esta crónica hace el corte de caja con otro mundo cuyos protagonistas han muerto.


Como réquiem, había pensado leer «Un día en la vida» en cuanto ocurriera el lamentable fallecimiento de José Agustín; como homenaje, como despedida, como ejercicio catártico ante una pérdida que, sabía, me dolería, pues J. A., me enseñó a leer literatura. Lo tenía todo planeado: pondría como música de fondo A day in the life (por supuesto), me tomaría un vino o una chela o lo que fuera pero que apendejara, me prendería un churro y leería ese texto para que salieran las lágrimas sin cortapisas ni ningún rubor. Pero no. O no sólo eso. Es decir: sí lloré, si leí, sí me despedí, sí escuché la canción, pero además se me impuso este escrito, que no comencé en mi ritual de despedida -porque en ese ritual lo importante era llorar-, pero que ahora acometo con una pregunta rondándome: ¿qué es lo que este texto quiere que descubra? ¿A razón de qué conocimiento, experiencia o intuición quiere advenir a mi mundo?


Tuve y tengo la impresión de que lo que está detrás de este escrito es la muerte. Pensar o decir algo sobre la muerte. Sólo que, como de entrada no tenía algo qué decir, opté por acercarme a quien pudiera orientar la reflexión del escrito. Y pensé en Heidegger. Luego pensé en los mexicas: en la muerte entre los mexicas. A su vez, supuse que si ya había citado a Jorge Manrique, podía seguir en esa tónica. Pero luego consideré que este texto surgió desde y por José Agustín, por lo que debía volver a ese magma pensamental-existencial. Y recordé a Carl Gustav Jung, de quien José Agustín fue fiel lector; así que, sin pensarlo más, fui a hurgar entre mis libros y encontré mi viejo ejemplar de Recuerdos, sueños, pensamientos. Y, en efecto, ahí encontré un apartado que se titula «Acerca de la vida después de la muerte», en donde podemos leer:


Cuando posteriormente escribí los «Septem Sermones ad Mortuos» fueron nuevamente los muertos los que me plantearon preguntas decisivas. Regresaban -así se dice- de Jerusalén, porque allí no hallaron lo que buscaban. Esto me extrañó mucho entonces; pues, según opinión tradicional, son precisamente los muertos los que tienen mayor saber. Se cree que saben mucho más que nosotros, porque el dogma cristiano admite que «en la gloria» miraremos la verdad «cara a cara». Sin embargo, posiblemente las almas de los muertos no «saben» sino lo que sabían en el momento de su muerte y nada más. De ahí sus esfuerzos por penetrar en la vida para participar en el saber de los hombres. Frecuentemente tengo la sensación de que nos rodean y esperan saber la respuesta que les daremos de los vivientes, es decir, de aquellos que les sobreviven y viven en un mundo continuamente cambiante y recibir respuestas a sus preguntas. Los muertos preguntan como si no dispusieran de la sabiduría total o de la conciencia absoluta, como si tan sólo pudieran penetrar en el alma corporal de los vivientes.


Por alguna razón, este texto alberga una pregunta decisiva con relación al tema de la muerte; no obstante -que quede claro-, no estoy suponiendo que Agustín, Fuentes o Benítez esperan la respuesta que pueda darles con relación a la muerte. Pensar eso sería sumamente absurdo. Lo que me estoy planteando en este momento es que «Un día en la vida», que consideré un réquiem, me está interpelando: sus personajes me están abriendo las puertas para pensar algo, por lo que posiblemente la función de lo que estoy redactando sea reparar en la muerte. Meditar sobre la muerte.


Hay una profundidad oral en mí que quiere hablar sobre un par de temas, pero no creo que sea el momento para ello, dado que son historias que tienen que ver con mi hermano muerto por COVID en 2021, y con una amiga fallecida por intoxicación en 2010 quien, estoy persuadido, anda de nuevo rondando por aquí, en una forma muy pero muy cercana a mí. De cualquier forma, lo que sí puedo comentar es que mi hermano ocasionalmente se posa en mi cama o en una silla de mi casa esperando de mí algo que estoy intentando hacer. En cuanto a mi amiga, me parece que adoptó una forma que le permitiría (eso espero) continuar su ciclo vital, interrumpido por una fuga de gas nocturna. Si Jung tuviera razón, ambos se esfuerzan por penetrar en la vida para participar en el saber de los hombres, o para prolongar su ciclo vital, interrumpido por el advenimiento de la muerte. Desconozco cuáles puedan ser los requerimientos que José Agustín solicite de los suyos al momento de penetrar en la vida para participar en el saber de los hombres. Como sea, me doy cuenta de que estos dos últimos párrafos eran los que querían advenir cuando se me impuso este texto en mi ceremonia de despedida: el presentimiento de ambas presencias quería materializar en un escrito, tal vez para que no olvide lo que, según mi hermano, debo hacer, o para relacionarme con la corporeización de mi amiga  de una forma tal que, a pesar de ver el rostro en el cual encarnó, no olvide que ella está detrás, o dentro, del mismo. Es extraño cómo se imponen ciertos asuntos que, al parecer, tienen poco o nada que ver con lo que iniciamos al echar andar la emoción y el pensamiento. No obstante, bien mirado, algo estaba y está ocurriendo, muy profundamente, desde el momento mismo de comenzar con la lectura de un texto que posteriormente se convirtió en réquiem para después mutar en una reflexión (o una constatación) sobre un presentimiento de Jung acerca de nuestras relaciones, permanentes y fluidas, con la muerte.


 por Jaime Magdaleno


REFERENCIAS


Agustín, José. Un día en la vida”, en Cómo se llama la obra. México, UNAM, 1999. Col. Confabuladores”. 


Jung, Carl Gustav. Acerca de la vida después de la muerte”, en Recuerdos, sueños, pensamientos. México, Seix-Barral, 1989. 


 

Fotografía: Katya de Micheli

19.2.24

José Agustín ante la crítica fuera de onda


 Jaime Magdaleno



Las metáforas de la crítica, de Evodio Escalante, debió de ser uno de los libros preferidos de José Agustín, no sólo porque en él se realiza una revaloración positiva y entusiasta de la obra de Agustín y de sus “compañeros de ruta”, sino porque Escalante logra precisar el origen de una de las recepciones más adversas y hostiles al movimiento de la Onda, surgida de la ideología marxista que profesó Carlos Monsiváis. 


En el ensayo titulado “La revolución literaria de José Agustín”, Escalante hace un llamado a reconocer que “Todos le debemos algo a la literatura de la Onda” (Escalante, 1998: 97), dado que fue capaz de cambiar radicalmente nuestros “hábitos de lectura e incluso la idea misma de lo que es literatura” (Escalante, 1998: 91), por lo que no duda en calificarla como “el aporte más significativo dentro del último tercio del siglo XX” (Escalante, 1998: 91), cuya “revolución estética” sólo es comparable con “la que suscitó Mariano Azuela con la publicación de Los de abajo” (Escalante, 1998: 91). 


A decir de Escalante, son tres los aportes fundamentales de José Agustín que subyacen bajo esta revolución: “Una nueva política del lenguaje”, que se basó en la “transposición” del lenguaje juvenil, sin ningún prestigio social y mucho menos libresco, al ámbito cultural y literario; lenguaje que, además, era el único posible para comunicar la visión de mundo de los jóvenes; “Una sintonía con el arte de nuestro tiempo”, que se refleja en una nueva “transposición”, ahora del rock como vehículo de expresión de insatisfacciones y protestas contra el sistema; y, “Una nueva velocidad narrativa”, surgida a partir del vehículo de comunicación del rock como potencia y energía, como ritmo en ocasiones frenético que alcanza la narración agustiniana. En el transcurso de su argumentación, Escalante encuentra un cuarto aporte: el lenguaje de José Agustín tiene como sustrato el habla popular: “el habla acá, un habla vernácula y des-escolarizada, des-afanada, el habla del aliviane de un grueso sector de la población” (Escalante, 1998: 95), que muestra sus giros y sus marcas por medio del albur: dialéctica hípersexualizada cuya disputa enlaza a sus protagonistas.


Tal vez esta referencia a lo popular fue lo que llevó a Juan Villoro a considerar, en el «Prólogo» que escribió para la antología personal de Agustín publicada por la UNAM, que el “aliado natural de José Agustín para abrir un diálogo entre su obra renovadora y la ‘alta cultura’ parecía Carlos Monsiváis. Sin embargo, el mayor intérprete de nuestra cultura popular pasó por alto las novelas de Agustín y escribió un severo dictamen de la contracultura juvenil y sus ingenuas intenciones de cambiar el mundo a través del rock y el LSD: ‘La muerte de la Onda’” (Villoro, 1999: 9). ¿A qué se debió este desencuentro? 


En “La disimulación y lo posnacional en Carlos Monsiváis”, Evodio Escalante ofrece como respuesta la filiación marxista del Carlos Monsiváis de los años sesenta y setenta: “Creo que este desencuentro se debió, paradójicamente, a que Monsiváis había asumido una vanguardia superior, la marxista, frente a la cual las actitudes de los jipis y los onderos tenían que sonar a típico producto enajenado del imperialismo” (Escalante, 1998: 77). Desde esa trinchera ideológica, Monsiváis se convirtió en el “denostador sistemático del movimiento de la Onda” (Escalante, 1998: 77), como puede observarse en las transcripciones que realiza Escalante de algunos de los disensos/excesos de Carlos Monsiváis en «La naturaleza de la Onda»: “La Onda se desprende de la nunca adquirida formación cartesiana para hallar en la irracionalidad la sistematización del universo” (Citado por Escalante, 1998: 80) O “[…] la contracultura como posibilidad o incluso como membrete será para la Onda un descubrimiento póstumo” (Citado por Escalante, 1998: 81). Al negarles la capacidad de raciocinio y la posibilidad de reivindicarse desde su adscripción a un movimiento contracultural, Monsiváis ubica a los integrantes de la Onda en los ámbitos de lo irreflexivo y el vil remedo.


Así pues, la animadversión de la “alta cultura” contra el movimiento de la Onda puede rastrearse hasta estos disensos-extremos de Carlos Monsiváis. ¿Acaso la hostilidad de Monsiváis se tradujo en algo más que disensos textuales? Evodio Escalante advierte cómo la saña de Monsiváis, en Amor Perdido, «adquiere los tintes de una auténtica cruzada en contra del movimiento de la onda» (Escalante, 1998: 80) ¿Es posible que esta «cruzada» se convirtiera, no sólo en una crítica adversa, sino que se tradujera en cercos, muros o vetos dentro del circuito literario?


Rogelio Villarreal advirtió en «El lado oscuro del buen Monsi», texto de 1999, sobre «ciertas formas de manipulación y de censura» practicadas por Carlos Monsiváis, ofreciendo como ejemplo y respaldo a sus afirmaciones diversas anécdotas del medio cultural mexicano, así como los dichos de personajes como Manuel Aceves, ex director de la mítica revista Piedra Rodante, para quien «las opiniones de Monsiváis en torno al rock y la contracultura de los años sesenta orientaron de alguna manera el criterio represor que asumiría la Procuraduría General de la República bajo el gobierno del infausto Gustavo Díaz Ordaz» (Villarreal, 1999: web). Villarreal también cuenta cómo él mismo padeció, junto con Guillermo Fadanelli, los sinsabores de no ser santo de la devoción de Monsiváis, quien los excluyó de uno de los Festivales del Centro Histórico pues, ungido como «Comité de Selección», se apropió del derecho de poner «palomitas y taches a la extensa lista de sugerencias» (Villarreal, 1999: web). En este orden penosamente dictatorial, no es descabellado pensar que la «cruzada» monsivaíta «tachara» (ninguneando, vetando, marginando) la obra y la figura de los «onderos». Y si bien en la antología Lo fugitivo permanece. 21 cuentos mexicanos, José Agustín se salva del veto, pues Monsiváis recoge su cuento “Luto”, y lo presenta junto con obras de la relevancia de “El prodigioso miligramo”, de Juan José Arreola; “La culpa es de los tlaxcaltecas”, de Elena Garro; “La muerte tiene permiso”, de Edmundo Valadés” o “Dios en la tierra”, de José Revueltas, no deja de padecer el ninguneo como escritor, dado que es presentado por Monsiváis como un “narrador instintivo” (o sea, que sigue sus instintos antes que el manejo reflexivo de sus recursos narrativos) y “virulento” (que, según el DRAE, significa: “Ponzoñoso, maligno, ocasionado por un virus, o que participa de la naturaleza de este”. Por lo tanto, si Agustín es un autor “virulento”, significa que padece o está invadido por un “virus” que lo impulsa a actuar -escribir- de una forma impulsiva, con lo que de nueva cuenta se le niega el dominio de sus recursos como escritor). 


Si Monsiváis había iniciado su crítica acerba en contra de la Onda en Días de guardar, de 1970, Margo Glantz retoma la embestida en 1971, e inspirada en Gombrowickz, en Octavio Paz y su ensayo «El pachuco y otros extremos», así como en el propio Carlos Monsiváis, acuña el término «literatura de la Onda» para caracterizar a José Agustín, Gustavo Sáinz, Parménides García Saldaña, et. al., bajo los parámetros de una literatura que no es creación ni estilo ni «escritura», sino «el advenimiento de un nuevo tipo de realismo en el que el lenguaje popular de la ciudad de México, ese lenguaje soez del albur tantas veces mencionado, al que los jóvenes tienen acceso en las escuelas, a través sketches cómicos de carpas, y hasta de la televisión, ingresa en la literatura directamente» (Glantz, 1994: 227). Según Margo Glantz, aunque Carlos Fuentes también hace uso del albur, su empleo parte de la intención de «integrar un mosaico de expresiones diferentes dentro de novelas como La región más transparente o Cambio de piel« (Glantz, 1994, 224); además de que le permite «definir una cultura, crear un mito, reinventarlo o explicarlo» (Glantz, 1994: 224). En cambio, en la «literatura de la onda» el empleo del albur se regodea en sí mismo; no existe la intención de crear una polifonía a partir de él ni de reflexionar sobre una visión de mundo, sino que: «se pasa a integrar el mundo desde el centro mismo de ese albur vuelto lenguaje narrativo; y no hay planos distintos de narración en donde las expresiones particulares de cada clase o las del escritor intervengan para situarnos, porque la Onda se determina por la dinámica y gritona y sin respiro que origina y envuelve el lenguaje de los jóvenes, desarrollando un nuevo tipo de realismo que apela a los sentidos antes que a la razón» (Glantz, 1994: 224).


Irracionales, gritones sentimentales, soeces, albureros sin sentido ni educación: así ve Margo Glantz a José Agustín y compañía. De ello hablamos cuando reproducimos el rótulo «literatura de la onda», razón por la cual Agustín lo rechazó tajantemente desde siempre y refutó, cada que pudo, la caracterización hecha por Glantz. Al respecto, Marco Antonio Campos comparte esta anécdota: «Recuerdo también un viaje a Bélgica en noviembre de 1993, que hicimos un grupo de escritores al encuentro de Europalia […] Íbamos, si mal no recuerdo, Juan José Arreola, Eraclio Zepeda, Margo Glantz, Sergio Pitol, Carlos Monsiváis, Ulalume González de León, Homero Aridjis, Alberto Ruy Sánchez, Juan Villoro, José Agustín y yo. Llegaron por su lado Carlos Fuentes y Octavio Paz […] Recuerdo que una noche, en una cena que nos brindaron los organizadores donde nadie estaba del todo sobrio, quise encender con doble filo el fuego de una discusión entre Margo Glantz y José Agustín sobre el término de la Onda, pero Margo se negó a hablar, y Agustín, sonriente, expuso sus diferencias» (Campos, 2010: web). Como sea, el término corrió con suerte y hasta la fecha, tanto detractores como entusiastas emplean la etiqueta «literatura de la onda» para referirse al trabajo de José Agustín, Sáinz, García Saldaña, et., al.


El corte hecho por Margo Glantz (y antes, por Monsiváis) caló hondo y por ello, Heriberto Yépez señala en su texto «Sobre la crítica a José Agustín»: «Desde que Margo Glantz acuñó el mote «literatura de la Onda», que ha servido para encasillar con un término simplista y pintoresco a una escritura compleja, la obra de José Agustín ha recibido toda clase de críticas mamilas. Con pocos escritores se han ensañado más que con José Agustín, una de las escrituras paradigmáticas de la literatura mexicana» (Yépez, 2001: 155). Esta saña se observa, de acuerdo con Yépez, en críticos «frecuentemente confiables como el ya ofendido Adolfo Castañón o Margo Glantz (o Rambo Glantz, como le dice de cariño J. A.)» (Yépez, 2001: 157), por lo que, continúa Yépez, «tengo la impresión de que muchas de las críticas que le han banderilleado a su obra tienen más que ver con las intrigas del medio cultural mexicano que con verdaderos criterios de gusto o inteligencia» (Yépez, 2001, 158). En concreto, Yépez le reclama a Castañón sentencias como esta: «Un contacto que José Agustín logra, pero nunca sabremos si valió la pena que lograra: el admirable aparato técnico y estilístico sólo sirve al narrador para poner al lector en relación con drop-outs y seres yertos que se insultan continuamente, se regañan y hacen disquisiciones antes de perderse en la locura o de alcanzar la revelación» (Citado por Yépez, 2001: 156). De acuerdo con Yépez, si siguiéramos el dictum de Castañón: «tendríamos que descalificar sumariamente a Henry Miller o Sartre, por ejemplo, cuya obra hospeda a tipejos, degenerados, nihilistas y demás seres yertos. La sentencia de Adolfo Hitler Castañón recuerda a la de uno de los dictaminadores de Viking Press que rechazó On the Road de Kerouac debido a que contactaba al lector con seres despreciables y viciosos» (Yépez, 2001, 157). Más recientemente, en el texto titulado “José Agustín: un secreto a voces entre generaciones”, de 2021, publicado en el sitio web de Literal. Latin American Voices, Castañón ubica la literatura agustiniana como parte de una leyenda de/para mariguanos (“Agustín, para resumir, es un autor que se encuentra, por así decir, sepultado en los equívocos didácticos de una leyenda que en su momento causó cierto escándalo por la inclinación de sus personajes al consumo de la canabis sativa. ¿Sería abusivo decir que Agustín dejó de ser un autor de culto a partir del inicio de la lucha por la legalización de la marihuana?”), así como de un método al que podían recurrir atribulados padres de familia que quisieran “espiar” a sus adolescentes malhablados (“Gracias a las letras de José Agustín los adultos pudieron asomarse a los antros lingüísticos habitados por sus hijos y nietos. La literatura de la Onda no sólo funcionaba como un mecanismo de expresión, sino también, podría decirse, como un recurso de espionaje intergeneracional”). 


Otro crítico «banderilleado» por Yépez es Christopher Domínguez Michael, quien «quiso descalificar el primer volumen de Tragicomedia mexicana, pretextando una supuesta banalidad del tono, poco polemismo y autocrítica y mera nostalgia sesentaiochera. En su ya célebre reseña Domínguez exuda aristocracia y su lectura poco intrépida del primer tomo de esta trilogía que, leída varios años después, es un registro hecho de bromas pero también de denuncias. ‘Obra que cuenta sin polemizar’, dice Domínguez, que seguramente estaba leyendo otro libro, pues pocas obras hay más polémicas que Tragicomedia mexicana, que, al contrario de Rocky y Terminator, mejora con cada secuela y está escrita, como revela el propio Agustín, ‘desde un punto de vista contracultural’» (Yépez, 2001, 162). A pesar del severo juicio de Yépez, encontramos en Domínguez Michael una recepción crítica ambivalente de la obra de José Agustín, pues si bien reconoce en Se está haciendo tarde (final en laguna), una “gran novela” y una “obra maestra” con la que José Agustín “clausura” brillantemente todo un “ciclo de fabulación del tiempo”, no deja de advertir que: “Esa oportuna clausura también fue, lamentablemente, la del propio narrador como autor original y vigoroso” (Domínguez Michael, 1996: 76).  En ese orden, Domínguez Michael comparte un juicio de Evodio Escalante, expuesto en La intervención literaria, de 1988: “El problema es que José Agustín insiste en ser el adolescente simpático e irreverente de otra época. Se ha quedado estancado [...] Mucho me temo que la década de los ochenta es una década extraña e incomprensible para José Agustín. Ya no sabe -o no puede leer- comprender estos tiempos” (Citado por Domínguez Michael, 1996: 76).


De cualquier forma, el ajuste de cuentas realizado por Yépez tiene como finalidad demostrar que, tanto la calidad de la obra de José Agustín, como la «cruzada» montada en su contra, son: «un caso único en la literatura mexicana. Los ataques y avioncitos que se le improvisan a su obra son producto del elitismo de nuestras sectas de eructos aristócratas, son reflejo del gran menosprecio hacia todas las manifestaciones de la contracultura, del habla callejera, de la vida heterodoxa y del intelectual antiacadémico. Lo que no le perdonan a José Agustín es que sus libros sean populares, accesibles para las «masas» que esas sectas desprecian, que se vendan sin que el autor tenga que venderse, que sean divertidos y que finalmente estén bien escritos. No le perdonan que sea un buen cuentista, un comentarista incisivo de la realidad y que su obra se abra hacia distintos géneros y etapas, convirtiéndolo en un autor difícil de encasillar y aun de medir en su totalidad, es decir, en su pluralidad» (Yépez, 2001: 162).


Juan Villoro, en el «Prólogo» ya mencionado, ahonda en la «estrategia del ninguneo» a la obra de José Agustín en los siguientes términos: «Estos prejuicios también influyen en la recepción de la obra. La lectura entusiasta de José Agustín suele ser descartada como un asunto de militancia. En el rutinario ajedrez de nuestra cultura, no se concibe que se le admire sin comulgar con su estética. Así, la estrategia del ninguneo abarca tanto al texto como a sus comentaristas elogiosos (etiquetados como feligreses o epígonos «joseagustinescos»)» (Villoro, 1999: 10).


Feligreses, epígonos o «emotivos cómplices», según el siguiente veredicto de Adolfo Castañón: «José Agustín es un guía pobre y un escritor [al que] Se le lee por razones francamente emotivas […] La complicidad, el deseo de vernos reconocidos en cierto lenguaje y de compartir ciertas confusiones fundamentales con sus personajes nos apuran a leerlo. José Agustín es algo más y algo menos que un escritor: el ágil, afectuoso taquígrafo de nuestra lengua doméstica» (Castañón, 2002: 48). Sin mencionar a Castañón, Villoro ridiculiza la pretensión de ver en José Agustín a un «afectuoso taquígrafo»: «Pensar que su rico tapiz lingüístico no es sino una diestra taquigrafía, equivale a suponer que Rulfo se limitó a grabar las voces en los Altos de Jalisco» (Villoro, 1999: 13). En la misma línea, Yépez deconstruye la puntada del «afectuoso taquígrafo»: «[Castañón] olvida que el lenguaje de un texto como «Cuál es la onda» no es tanto una taquigrafía como una quitagrafía, pues uno de sus atributos es ser -para utilizar un término de Cortázar- una desescritura, donde incluso se pretende desescribir a Cortázar» (Yépez, 2001: 157); adicionalmente, presentar la escritura de Agustín como «taquigrafía»: «es un pecado de ingenuidad: Castañón cree que alguna vez existieron individuos que hablaban exactamente como los personajes de José Agustín (esta candidez recuerda a la del periodista gringo que vino a México a buscar a los inditos a los que Rulfo les había transcrito su forma tan padre de hablar). Ni taquigrafía ni estilo: corriente. La narrativa de José Agustín está redactada con corrientes de lenguaje» (Yépez, 2001: 157). Nótese cómo los argumentos van y vienen, a veces interpelándose directamente -Yépez vs Castañón-; otras, «hablándole a Juan para que escuche Pedro» -Villoro vs Castañón-; a veces empleando los mismos ejemplos -Rulfo- y/o apelando a la misma anécdota -la búsqueda de las «voces» (Villoro), o de los «inditos» (Yépez), de los Altos de Jalisco, a los que «transcribió» Rulfo-.


Villoro-Yépez: a decir de Evodio Escalante, «las inteligencias literarias más poderosas con las que cuenta actualmente el país» (Citado por Díaz Alanís, 2019: 186), reivindicando a José Agustín, no como feligreses o epígonos o emotivos cómplices, sino como críticos literarios que refutan los juicios construidos por otros críticos en torno a la obra de Agustín, y al hacerlo, ofrecen una descripción de sus exploraciones narrativas, sus hallazgos literarios, los alcances de su prosa, la relevancia de su obra. Leer los textos de Yépez y de Villoro me impulsó, en 2016, a realizar un apunte reivindicativo del mismo Agustín, el cual me parecía urgente para contribuir en la revaloración de la obra agustiniana, pues consideraba que no ocupaba el lugar que merece como «una de las escrituras paradigmáticas de la literatura mexicana», en palabras de Yépez. No obstante (y felizmente), de entonces a la fecha no han dejado de multiplicarse los juicios, las críticas, las opiniones, los anecdotarios, las semblanzas, los comentarios, las entrevistas, los artículos, los programas de televisión, los videos, los coloquios, las mesas redondas, las revistas y los libros, en México y en el extranjero, reivindicando la figura de José Agustín, permitiendo con ello que el Rey se acerque, por fin, a su templo. Este proceso canónico se ha profundizado a la muerte de José Agustín, por lo que cabe esperar que su colocación como figura fundamental de la literatura mexicana del siglo XX continúe acentuándose. Tal canonización le servirá menos a José Agustín que a una parte de la crítica literaria, que con ello podrá lavarse la cara, pues de lectores José Agustín ha gozado, desde siempre y de sobra; algunos de los cuales han sido y son figuras relevantes de la literatura mexicana, como los ya mencionados Villoro o Yépez, pero también Elena Poniatowska, Guillermo Fadanelli, Enrique Serna, Hernán Lara Zavala, Elsa Cross, Fernanda Melchor, Julián Herbert, J. M. Servín, et., al; et., al; et., al.




REFERENCIAS


Campos, Marco Antonio (2010). “José Agustín”, en: Archipielago. Revista Cultural De Nuestra América, 14(51). Recuperado a partir de https://www.revistas.unam.mx/index.php/archipielago/article/view/20290

Castañón, Adolfo (2021). “José Agustín: un secreto a voces entre generaciones”, en: Literal. Latin American Voices. Recuperado a partir de: https://literalmagazine.com/jose-agustin-un-secreto-a-voces-entre-generaciones/

Castañón, Adolfo (2003). Arbitrario de literatura mexicana. Paseos I. México, Lectorum.

Díaz Alanís, Isabel (2019). “Evangelistas, burócratas y escritores: Heriberto Yépez, Juan Villoro y la construcción de una retórica intelectual”, en Literaturas de México (1990-2018). Poéticas e intervenciones. México, UNAM. 

Domínguez Michael, Christopher (1996). Antología de la narrativa mexicana del siglo XX. México, F. C. E.

Escalante, Evodio (1998). Las metáforas de la crítica. México, Editorial Joaquín Mortiz. 

Glantz, Margo (1994). Esguince de cintura. México, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes. 

Monsiváis, Carlos (1984). Lo fugitivo permanece. 21 cuentos mexicanos. México, Aeroméxico. 

Villarreal, Rogelio (1999). “El lado oscuro del buen Monsi. Retrato en blanco y negro”, en: Replicante. Periodismo digital/Cultura crítica. Recuperado a partir de: https://revistareplicante.com/el-lado-oscuro-del-buen-monsi/

Villoro, Juan (1999). “Prólogo”, en Cómo se llama la obra, de José Agustín. México, UNAM. 

Yépez, Heriberto (2001). Ensayos para un desconcierto y alguna crítica ficción. México, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes/Instituto de Cultura de Baja California.