TRAIGO ENTRE LAS MANOS
UN
POEMA a punto de estallar,
de
estrellar sus versoesquirlas
contra
la blandura del cuerpo,
contra
aquella cursilería, cursilada-alada para salir de las dificultades
que presente la crítica o los académicospandémicos;
esos hombres de traje que mascullan sobre el bien y el mal con aire
mesiánico pero sin estigmas.
El
calor deshidrata más en el subterráneo, es como fornicar con un
cobertor encima.
En
los andenes, las pizarras que flotan muestran propagandas
generalmente nocivas,
carteles
bobalicones jugando a confundir incautos.
Leí
uno que promociona cierta “Escuela de la vida”; quise vomitar, no
supe cómo hacerlo. Ningún papel avala que haya aprendido a vivir,
que comprenda el ritmo ternario del amor —irse-llegar-quedarse—,
el lenguaje sucio de los besos y la secuencia binaria que los labios
ejecutan en su aleteo.
No
hay documento
donde
conste
que
soy autoridad de existencia,
capaz
de mostrar
que
sólo sé equivocarme.
Sin
embargo, mi falsificado título de poeta me permite escribir lo que
siento, el frío recorriéndome las vértebras como trazando la ruta
de un accidente; este malestar de riñones estupefactos donde se
estanca el veneno que bebo y me avasalla, esperando morir despacio
como el caracol (ese gargajo con su coraza y sus antenas que buscan
la frecuencia del paraíso), que termina embarrado en la suela de
cualquier peatón distraído por la prisa, dejando a la posteridad un
camino de baba y un eructo de melancolía.
Aparte,
en otra parte, mi mujer parte las misivas que le envié, y las
reparte entre aquellos que jamás se han limpiado el ano. Quizá lo
hace por vengar a los animales muertos en diversiones humanas,
por
las corridas de toros,
por
las corridas de ballena,
por
las corridas de poeta,
ese
líquido recalcitrante, recaexitante,
que le incendia los óvulos como si ardieran en gasolina; pira de
embrujos que no expira a pesar de acumular años entre sus entrañas,
semejando un monte de llantas donde el caucho es el hedor perpetuo.
Nunca he sabido si
el amor
debo escribirlo en
verso o en prosa.
Deseo
que la “Escuela de la vida” conteste la incógnita. Que explique
por qué se debe decir ¡basta!,
aunque las piernas se sigan moviendo y el corazón busque a qué
asirse: un falso profeta, medio kilo de culo, un gramo de ceniza, una
tos incurable, un optimismo a prueba de sobornos.
Deseo
una explicación al fenómeno de mi teléfono, al silencio que desde
hace unos días se ha empecinado en llevar como estandarte; sabe que
espero sus gritos para que al levantar el auricular, la voz de la
mujer que quiero, me diga que se ha curado, que regrese, porque sabe
que he bebido, diario, ¼ (con zutana, con mengana, a veces solo) de
ron desde que nos separamos.
En
esta nueva estrofa, en este punto del poema, antes de que estalle, es
donde me dirijo abiertamente a la danzarina que amo:
Me
gusta el ron,
pero
me gusta más
tu
ronroneo.
He
sobrevivido y sobrebebido la belleza, traigo la esperanza rota y el
espíritu incompleto; voy a la deriva y no cargo más cosa que tu
nombre. Estoy decidido a que la locura me exprima desde los ojos
hasta el último tiro de semen.
Sé
que no me soportas entero, de ahí mi afán por fragmentarme.
No
digas que te duele. Eso de nada sirve; haz algo. Deja las molestias,
mátate conmigo. Bastante me conflictúan mis achaques por el éter,
el vilo y la neurosis; así que cuando el dolor te aplaste ven para
lamerte las heridas y el sexo, calmando tu ardor y disminuyendo mi
sed.
Tic-tac,
tic-toc,
tac-tec;
el poema explotará como tus caderas en mis manos, como tu voz en la
estepa de mis oídos. No estoy dispuesto a solo irme, a continuar
vagando por la ciudad sin despellejarme los nudillos y las
espinillas.
Aquí
estoy, con el poema en las manos, con la tinta y la vida y el
suicidio entre este par de sucias manos; dispuestas a inventar o
destruir, a edificar el futuro o soltarlo todo.
por Manolo Mugica
Texto tomado del poemario Hagiografía de uno que pasa, editorial TintaNueva Ediciones, 2012.
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