Bajo la magia de la tibia luz de la luna
llena, bajo los efectos del juego de sombras, de los misterios de la
naturaleza, se devela el mundo de la imaginación y la fantasía, de
las quimeras, de los espejismos, de las ilusiones, donde la belleza
del mundo de lo onírico se desencadena en la disipación y el
derroche, en el desenfreno y la liviandad, en danzas y gritos de
alegría que se comparten en una reconciliación con la naturaleza.
Parecería que en el baile de brujas algo
se presenta que resulta enigmático, contradictorio, complicado y a
la vez superfluo de atender, de explicar, de aceptar, tan distante y
repugnante, infamante, infausto, siniestro, ominoso, ofensivo al sano
juicio de la razón y del conocimiento, por
lo que es preferible excluirlo,
perseguirlo, castigarlo, condenarlo y desaparecerlo para no
presenciar la locura, la desmesura y
el éxtasis en el que se confunden
y, finalmente, se unen la vida y la muerte. Primero Belleza,
posteriormente Verdad, se presentan
en
los misterios divinos, con todos sus elementos oníricos y
fantásticos. Embrujos
y encantamientos, transfiguraciones, vuelos nocturnos y danzas con
sátiros: las mujeres danzantes vibran con un sentimiento de fuerza y
plenitud, se estremecen y palpitan ante “la continente inclusión
del cuerpo en la existencia” (Nietzsche,
El origen de la tragedia).
En la danza, las mujeres dejan de tener un
cuerpo; el cuerpo deja de ser una entidad que se vive separada,
distante y ajena, ya que bajo el sentimiento de vivirse de manera
corporal, éste se potencia y es llevado más allá de sí mismo. En
las mujeres danzantes está el sentimiento de percibirse como un
cuerpo
que vive y vibra, que palpita más allá de sí mismo.
En la danza de las brujas, de esos seres
que gozaban del arrojo para transformarse en aves livianas o en
zafios animales, se desgarra la individuación y se transita a una
comunidad; comunidad de mujeres en la que se aniquilan “todas las
limitaciones de casta que la necesidad y la arbitrariedad han
establecido entre los seres humanos”
(Nietzsche, op. cit.) La
danza es el momento en el que,
quizá, se juega al retorno de la unidad, pues: “cantando y
bailando manifiéstase el ser humano como miembro de una comunidad
superior, más ideal. Más aún se siente mágicamente transformado,
en realidad se ha convertido en otra cosa. Y al igual que los
animales hablan, también en él resuena algo sobrenatural. Se siente
dios: todo lo que vivía sólo en su imaginación, ahora eso él lo
percibe en sí” (Nietzsche, op.
cit.).
En el baile algo
tiene que ver con la fealdad, con el horror, con el error, con lo
ridículo, con el absurdo y hay
también un velamiento de la verdad, no de la bella apariencia. Lo
sublime y lo ridículo están a un paso más allá del mundo de la
bella apariencia, pues en ambos conceptos se siente una
contradicción; no coinciden en modo alguno con la verdad: son un
velamiento de la verdad, velamiento que es, desde luego, más
transparente que la belleza, pero que no deja de ser un velamiento.
Y así como el mundo de la música
dionisíaca generó en Homero horror y espanto, ese espanto quizá
también se produjo en el espíritu de la mentira civilizada del
cristianismo ante la danza de las mujeres, quienes
bajo el jubiloso influjo de aceites y ungüentos salían a bailar al
campo y a rendirle tributo a la vida y a la muerte, a la bella
plenitud de la naturaleza y al horror de su ineludible e instintivo
destino. El éxtasis festivo de los
embrujos y las
transfiguraciones provocadas por el
arrebato del grito jubiloso remitía a las danzas populares de
quienes rendían culto a sus dioses a través de la magia, del
embrujo y, de este modo, entraban en
contacto con el mundo de la
fantasía, de las
imágenes, de las
visiones, de los arrebatos
y de
los ensueños.
por Ruth Betancourt
Me encantó el texto!
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