En 1944, en Los hombres del
alba, se consolida en inmejorable alianza la ciudad, la
conciencia política y el lenguaje descarnado que hace de cada verso
una verdad dicha sin “encubrimientos poéticos”, que contrasta
con la poesía malabarista e innocua que en esos mismos días firmara
Octavio Paz en Condición de Nube o El girasol [...]
Donde reside la mayor fuerza de
[Efraín Huerta] es en su acercamiento a la ciudad. Su vocación
urbana se abre paso en todos los suburbios y habitantes, y como con
una amante, su amor es odio, rencor, furia, ternura, aceptación. El
tema lo trata por vez primera en 1944, en Los hombres del alba.
En este libro, las palabras por vez primera son cotidianas y
concretas; sus imágenes no son malabarismos, juegos intelectuales o
alardes poéticos; son imágenes recogidas del mundo, de las calles,
de los bares, de la realidad. Ese cuerpo de concreto colma los versos.
El encuentro brutal con la ciudad hace descender los días, las
cosas, la mirada, las palabras, a la realidad en que vive. Los poemas
no son omnipotentes, sino, en el tumulto salvaje de la ciudad:
...nido blanco en que somos
como palabra ardiente desoída
dice en Declaración de odio,
donde los poetas descastados
por sus lamentos al crepúsculo y
a la soledad
interminable
lo hacen odiarla, amarla,
combatirla. La comprensión de la ciudad es un grito de lucha, un
grito de protesta y de dolor, de vergüenza y de odio. Amar la ciudad
es convertirse en participante de un combate. Por ello, en
Declaración de amor cabe la ternura y la muerte, la
posibilidad de sentir que un hombre caminando en las calles es todos
los hombres, que la muerte o la basura es nuestra hambre y nuestra
miseria.
mírame con tus ojos
de tezontle o granito,
caminar por tus calles
como sombra o neblina.
Como la lluvia, la neblina o la
sombra, los hombres la habitan, y cada uno es hacedor y partícipe
de los otros. Es lo que los hombres son y lo que sienten; por ello el poema
es lucha entre hombres, conciencia social, muerte, protesta. Pero es
también el amor, que hace femenina a la ciudad, para decirle:
Bajo tu sombra, el viento del
invierno
es una lluvia triste, y los
hombres, amor,
son cuerpos gemidores, olas
quebrándose a los pies de las
mujeres
en un largo momento de abandono
—como nardos pudriéndose.
El poema Los hombres del alba
parte de la escoria, de la basura de las calles como del detritus
de los hombres: el alba es el combate puro, el infierno del que se
elevan las ciudades y sus días. Su capacidad de entender la ciudad
como un encuentro y triste algarabía de humanos, le da una dimensión
mayor: puede cantar no sólo México, también Manhattan, Santiago,
La Habana o una ciudad destruida: El Tajín. La fiesta de los
hombres, la música de los hombres, lo es también de la ciudad; por
ello, en el magnífico Harlem negro, acaso el mejor poema de
sus Greyhound Poems, dice:
Gran noche para el cielo de
Harlem.
Gran noche, ¿por qué no?, para
todo Manhattan.
En los siguientes libros, Karlovy
Vary y Estrella en alto, se abre un amplio paréntesis. Su
vocación urbana se hace a un lado para dejar paso a la profesión de
fe política, no al encuentro con ciudades, calles, hombres,
realidades. En poemas como Palomas sobre Varsovia, La
sílaba dorada y El río y la paloma, no hay ciudad, no
hay la compenetración intensa con que es capaz de ver las ciudades
que siente, no en que cree. Esa retórica, entonada más
en honor del socialismo que de las ciudades reales, más en función
de ideas que de la realidad sensorial de ellas, contrasta con dos
admirables poemas de Estrella en alto: Buenos días a Diana
Cazadora y Avenida Juárez. En el primero, el amor a la
ciudad de México, la figura femenina, las cosas, el alba, se unen:
serena, rodilla al aire y senos
hacia siempre, como
pétalos
que se hubiesen caído,
mansamente, de la espléndida
rosa de toda adolescencia.
El otro, Avenida Juárez, es un
canto elegíaco de nuestra corrupción y vasallaje, la conciencia
dolida de nuestra postrada y falsa libertad ante el imperio rubio:
¿Qué país, qué territorio
vive uno?
Esta pregunta es un recuento y un
abandono: la lucha de todos los poemas anteriores pareciera terminar
en esta ciudad saqueada, incendiada, bárbara.
Después de Declaración de odio
y Avenida Juárez, sólo acaso su bella Sonata tristemente larga por
La Habana Vieja y el exacto Arde Santiago, fueron los poemas que
recogieron su pasión por otras ciudades. Pasión que nos advirtió
para siempre que la vocación realista, la vocación de la poesía
por mirarnos y descubrirnos, es su profunda fuerza, no los
malabarismos con imágenes, conceptos o pasatiempos.
por Carlos Montemayor
AVENIDA JUÁREZ
Uno
pierde los días, la fuerza y el amor a la patria,
el cálido amor a la mujer cálidamente amada, la voluntad de vivir, el sueño y el derecho a la ternura; uno va por ahí, antorcha, paz, luminoso deseo, deseos ocultos, lleno de locura y descubrimientos, y uno no sabe nada, porque está dicho que uno no debe saber nada, como si las palabras fuesen los pasos muertos del hambre o el golpear en el oído de la espesa ola del vicio o el brillo funeral de los fríos mármoles o la desnudez angustiosa del árbol o la inquietud sedosa del agua... Hay en el aire un río de cristales y llamas, un mar de voces huecas, un gemir de barbarie, cosas y pensamientos que hieren; hay el breve rumor del alba y el grito de agonía de una noche, otra noche, todas las noches del mundo en el crispante vaho de las bocas amargas. Se camina como entre cipreses, bajo la larga sombra del miedo, siempre al pie de la muerte. Y uno no sabe nada, porque está dicho que uno debe callar y no saber nada, porque todo lo que se dice parecen órdenes, ruegos, perdones, súplicas, consignas. Uno debe ignorar la mirada de compasión, caminar por esa selva con el paso del hombre dueño apenas del cielo que lo ampara, hablando el español con un temor de siglos, triste bajo la ráfaga azul de los ojos ajenos, enano ante las tribus espigadas, vencido por el pavor del día y la miseria de la noche, la hipocresía de todas las almas y, si acaso, salvado por el ángel perverso del poema y sus alas. Marchar hacia la condenación y el martirio, atravesado por las espinas de la patria perdida, ahogado por el sordo rumor de los hoteles donde todo se pudre entre mares de whisky y de ginebra. Marchar hacia ninguna parte, olvidado del mundo, ciego al mármol de Juárez y su laurel escarnecido por los pequeños y los grandes canallas; perseguido por las tibias azaleas de Alabama, las calientes magnolias de Mississippi, las rosas salvajes de las praderas y los políticos pelícanos de Louisiana, las castas violetas de Illinois, las bluebonnets de Texas... y los millones de Biblias como millones de palomas muertas. Uno mira los árboles y la luz, y sueña con la pureza de las cosas amadas y la intocable bondad de las calles antiguas, con las risas antiguas y el relámpago dorado de la piel amorosamente dorada por un sol amoroso. Saluda a los amigos, y los amigos parecen la sombra de los amigos, la sombra de la rosa y el geranio, la desangrada sombra del laurel enlutado. ¿Qué país, qué territorio vive uno? ¿Dónde la magia del silencio, el llanto del silencio en que todo se ama? (¿Tantos millones de hombres hablaremos inglés?) Uno se lo pregunta y uno mismo se aleja de la misma pregunta como de un clavo ardiendo. Porque todo parece que arde y todo es un montón de frías cenizas, un hervidero de perfumados gusanos en el andar sin danza de las jóvenes, un sollozar por su destino en el rostro apagado de los jóvenes, y un juego con la tumba en los ojos manchados del anciano. Todo parece arder, como una fortaleza tomada a sangre y fuego. Huele el corazón del paisaje, el aire huele a pensamientos muertos, los poetas tienen el seco olor de las estatuas —y todo arde lentamente como en un ancho cementerio. Todo parece morir, agonizar, todo parece polvo mil veces pisado. La patria es polvo y carne viva, la patria debe ser, y no es, la patria se la arrancan a uno del corazón y el corazón se lo pisan sin ninguna piedad. Entonces uno tiene que huir ante el acoso de los búfalos que todo lo derrumban, ante la furia imperial del becerro de oro que todo lo ha comprado —la pequeña república, el pequeño tirano, los ríos, la energía eléctrica y los bancos—, y es inútil invocar el nombre de Lincoln y es por demás volver los ojos a Juárez, porque a los dos los ha decapitado el hacha y no hay respeto para ninguna paz, para ningún amor. No se tiene respeto ni para el aire que se respira ni para la mujer que se ama tan dulcemente, ni siquiera para el poema que se escribe. Pues no hay piedad para la patria, que es polvo de oro y carne enriquecida por la sangre sagrada del martirio. Pues todo parece perdido, hermanos, mientras amargamente, triunfalmente, por la Avenida Juárez de la ciudad de México —perdón, Mexico City— las tribus espigadas, la barbarie en persona, los turistas adoradores de "Lo que el viento se llevó", las millonarias neuróticas cien veces divorciadas, los gangsters y Miss Texas, pisotean la belleza, envilecen el arte, se tragan la Oración de Gettysburg y los poemas de Walt Whitman, el pasaporte de Paul Robeson y las películas de Charles Chaplin, y lo dejan a uno tirado a media calle con los oídos despedazados y una arrugada postal de Chapultepec entre los dedos. Efraín Huerta Textos tomados de: Grandes Maestros Mexicanos. Efraín Huerta, por Carlos Montemayor. México, Consejo Nacional de Recursos para la Atención de la Juventud (Crea)-Editorial Terra Nova, 1985. 126 págs. |
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