Construimos una casa a partir de
unos planos que no revisamos a menos que los muros se agrieten.
Confiamos en la efectividad de su sistema de drenaje a no ser que un
día broten aguas negras de la coladera y, entonces, desazolvamos la
tubería o abrimos el piso en busca del desperfecto. Por las noches,
nos sentimos seguros al amparo de la iluminación aunque, si perdemos
la luz por un desajuste en el sistema eléctrico, inmediatamente
buscamos una lámpara y revisamos los fusibles. En fin: habitamos
cómodamente la casa que construimos a menos que cruja desde sus
cimientos o, por lo menos, hasta que manifieste los vicios ocultos en
los que no reparamos al edificarla.
Desde fines del siglo XV, la
humanidad occidental se abocó a la construcción de una casa a la
que llamó “MODERNIDAD”. El nombre entrañaba un rechazo a las
formas antiguas de vivir, identificadas con la “sumisión de la
humanidad a fuerzas mágicas sobrehumanas que encantan el mundo
mientras consagran la infelicidad”1.
El hombre europeo afirmó su deseo de conseguir la felicidad
construyendo un mundo que pudiera comprender, intervenir, controlar y
modificar de acuerdo con sus necesidades y a partir de su razón. Para
ello, se dispuso a desterrar el orden medieval y su concepción
teocéntrica del mundo.
En El pensamiento moderno,
Luis Villoro nos recuerda que a fines de la Edad Media (s. XV d. C.)
el hombre se apresta a deponer la idea de “centro” desde el punto
de vista cósmico, metafísico y ontológico. La tierra deja de ser
el centro del Universo. Pierde fuerza la concepción de la creación
divina como origen de todo lo que existe. El hombre deja de ser una
criatura más y se asume como un individuo que puede ir en busca de
su destino. Se abandona, entonces, una inmovilidad cósmica y un
determinismo metafísico y ontológico para dar paso a una lógica
del movimiento, la expansión, la libertad y la posibilidad.
La libertad del hombre le abre
posibilidades de elegir para sí lo que más le convenga a su
realización, misma que ya no persigue en la comunión con la
divinidad sino mediante la búsqueda de su perfección personal. La
dignidad humana, de la que habló Pico della Mirandola, se encuentra
en desplegar las capacidades que el hombre posee de por sí y no en
seguir los dictados de ninguna autoridad divina ni ley natural. “El
individuo debe llegar a ser él mismo, insustituible, obra de sus
propias manos. Desde entonces el individualismo será un rasgo de la
modernidad”2,
escribe Villoro.
Este nuevo individualismo se
expresa, las más de las veces, en un afán de conocer el mundo
“ancho y ajeno” que siempre ha estado allí pero del cual se sabe
muy poco. La era de los descubrimientos puede entenderse, así, como
una arriesgada aventura de hombres que salen a buscar su destino en
otras tierras, cuyo dominio y explotación les garanticen la
movilidad social (y la acumulación de riquezas) que estaban tan
restringidas por el sistema feudal durante la Edad Media.
Además de la razón, dos son los
“instrumentos” de los que se vale el hombre para convertirse en
el artífice de su destino. De acuerdo con Villoro, el “ojo”
permite registrar los objetos que el sujeto convertirá en materia de
conocimiento, mientras que la “mano” hace posible la
transformación de lo real por medio del arte y la técnica. Para el
hombre moderno, la naturaleza es algo que puede verse, conocerse,
utilizarse y transformarse. Ojo, mano e intelecto se combinan para
dotar a la humanidad de la razón instrumental que ordena el mundo de
acuerdo a sus necesidades.
Ahora bien, el individuo de la
razón instrumental no está solo. Junto con él conviven otros
individuos que tienen el derecho a buscar la misma realización. La
dignidad humana no es atributo de una clase, una casta o una persona:
pertenece a todos y, por lo mismo, es indispensable crear las
condiciones necesarias para que se manifieste. En su devenir
histórico, el hombre moderno buscará crear sociedades que puedan
garantizarle su derecho a realizarse como ser libre. Según Villoro, éste es el origen de
Las revoluciones
políticas de los siglos XVII al XX [que] suponen la posibilidad de
trastocar el estado social existente y de reconstruir la sociedad
sobre la base de las voluntades concertadas; presuponen, por lo
tanto, una creencia básica anunciada ya en el Renacimiento: el mundo
en que el hombre puede realizarse es el que él mismo produce con su
práctica 3.
La “casa de la modernidad”
supone, en suma, un hombre que se coloca en el centro del Universo
sustituyendo a la divinidad y otorgándose cualidades que, hasta el
momento, estaban vedadas para él: libre acción, libre pensamiento,
individualismo, posibilidad de alcanzar la felicidad por su propio
esfuerzo, razón teórica para entender el mundo, razón instrumental
para modificarlo mediante la técnica, racionalización de opciones
políticas que ordenen la vida social. En esa casa habitamos. Esa es
la casa que ha comenzado a resquebrajarse, a inundarse, a permanecer en
penumbra. ¿Por qué?
Bolívar Echeverría plantea una
hipótesis: “la razón con la que se pretende vencer sobre el mito
[arcaico] es ella misma un mito”4.
Haber vivido ese mito a fondo, a plenitud, con todas sus aristas y
hasta las últimas consecuencias, nos ha traído problemas al
“paraíso del hombre en la tierra”.
Quizá la más desideologizada
de las consecuencias de los excesos de la modernidad tenga que ver
con la destrucción de la biosfera. Para nadie es ya un secreto que
la acción del hombre sobre el entorno ha provocado una enorme
desestabilización de los ciclos naturales de la vida. La razón
instrumental, aquélla que se puso como meta el dominio de la
naturaleza para usufructo y disfrute del hombre, ha desencadenado con
su acción una serie de fenómenos adversos para la vida humana,
animal y vegetal.
El individualismo extremo del
hombre moderno hace posible el desentendimiento de las repercusiones
que la razón instrumental provoca sobre el ambiente, pues este
hombre vive para la satisfacción de sus necesidades inmediatas, sin
reparar en lo que sucede en su entorno. Y no sólo eso, las
relaciones sociales y la vida política de los hombres se difuminan
por la pérdida de interés en los asuntos de la colectividad. Es
posible que este desapego y desinterés hacia la política explique
la escasa respuesta de la sociedad ante el desmantelamiento del
Estado de bienestar.
En
este contexto, se piensa que debe existir un proyecto de historia
“alternativo”, que pase por la crítica de la modernidad y
procure borrar sus excesos y fortalecer sus logros. Al no poder
cambiar de domicilio, parece ser que la opción más viable consiste
en reparar la casa que habitamos todos. El pensamiento crítico,
producto de la modernidad, debe cuestionar el mito de la propia
modernidad para dotar al ojo de una nueva mirada y a la mano de
nuevas funciones prácticas, a partir de las cuales se pueda
construir un hábitat distinto, atendiendo al cuidado de la biosfera,
fortaleciendo el sentido de colectividad en el individuo y
concibiendo un sistema socio-cultural-político incluyente.
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