15.11.13

No abras la puerta

Los domingos me gusta dormir. Levantarme tarde. Salir a caminar al mediodía, sentarme en una banca y mirar pasar a las muchachas. Mi rutina es simple, soy un hombre sencillo y debo admitir que las mujeres me conmueven. De cuando en cuando dejo fluir las palabras, escribo versos que bailan, que se mecen al compás de unas caderas que vienen y  van, que ponen a bailar mis pupilas.

Un domingo infausto rompí mi rutina. Cuando me disponía a salir a mi acostumbrado paseo, una serie de toquidos suaves, pero firmes, me obligaron a abrir la puerta. De pronto, frente a mí, estaba un hombre con peinado perfecto, saco, corbata, y una sonrisa desconcertante. Junto a él se encontraba una mujer enjuta, usaba una gafas anticuadas y llevaba puesto un vestido negro que la cubría del cuello a los tobillos. Antes que pudiera decir nada el hombre me preguntó: “¿ha escuchado usted la llamada del Señor?” “El final se acerca y todos debemos estar preparados”.

La mujer asentía con la cabeza y sostenía en las manos una Biblia pequeña. Yo contesté; “cómo voy a escuchar algo, estaba dormido… no sé a qué señor buscan, pero no está aquí.” Ese fue el comienzo de una serie de infortunios. De alguna manera pasaron al interior de mi apartamento y de pronto estaban sentados en mi sofá favorito. Hablaban y hablaban sobre el apocalipsis, los pecados, el paraíso en la tierra, me hacían preguntas que ellos contestaban antes de que yo pudiera decir esta boca es mía.

A ese domingo le siguieron otros. Los dos volvían semana con semana. Trataban de salvar mi alma que estaba prácticamente, según ellos, en manos del mismísimo Lucifer. Yo les aseguré que era buen muchacho: no tomo, no fumo, generalmente no le robo a nadie. Mi único vicio son las mujeres, pero me han lastimado tanto que las veo de lejos, como sirenas imposibles, como musas perfectas y lejanas, como diosas inalcanzables. Se trata de relaciones platónicas, les expliqué. Resultó que, según disertaron, Platón era un pervertido y, dado su origen griego, también un invertido y a mí me poseía el demonio de la lujuria.

Sin embargo, la salvación de mi alma torturada era posible. Debía entregarme a la oración, al ayuno, tomar baños de agua fría y desprenderme de mis bienes materiales donándolo todo a la Iglesia de los Santos Mártires de los Últimos Días, adoradores de los Clavos de Jesús Cristo.

Evitarlos se volvió una tarea imposible. Me seguían a todas partes. Dejaban mensajes siniestros bajo la puerta y solían montar guardia afuera de mi apartamento. Lo grave fue cuando acudieron a mi oficina y, al no atenderlos por tener que trabajar, me esperaron hasta la hora de la comida. Créanme, nunca el consomé fue más amargo.

No pude más. Abandoné mi apartamento, abandoné la ciudad. Me mudé a un pequeño poblado al norte del país. Y sí, aquí también hay mujeres como sirenas, parques que agonizan con la llegada del crepúsculo. Y sí, la poesía cobra vida en cualquier parte. Pero aquí también están ellos, los hombres siniestros que usan saco y corbata en domingo, las mujeres agrias que llevan una Biblia y un ejemplar del Atalaya bajo el brazo.

Nunca abro la puerta a extraños los domingos. Aprendí la lección. Cuando llaman a la puerta guardo silencio. Suelo escurrirme por la pequeña ventana del baño y no regreso a casa hasta pasada la media noche. Si veo un hombre con traje y corbata en domingo, me cruzo la acera. Si por alguna razón me alcanza, finjo ser holandés y le hablo en un lenguaje incomprensible. En casos extremos le digo que soy adorador de Satanás y que en cuanto llegue la noche voy a comerme su corazón acompañado de patatas fritas. Sólo de esta manera logré recuperar una parte de la paz perdida, sin embargo, jamás volví a ser el mismo hombre.

por Mauricio Higareda de la Fuente

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