Los
domingos me gusta dormir. Levantarme tarde. Salir a caminar al
mediodía, sentarme en una banca y mirar pasar a las muchachas. Mi rutina
es simple, soy un hombre sencillo y debo admitir que las mujeres me conmueven.
De cuando en cuando dejo fluir las palabras, escribo versos que bailan, que se
mecen al compás de unas caderas que vienen y van, que ponen a bailar mis
pupilas.
Un domingo
infausto rompí mi rutina. Cuando me disponía a salir a mi acostumbrado paseo,
una serie de toquidos suaves, pero firmes, me obligaron a abrir la puerta. De
pronto, frente a mí, estaba un hombre con peinado perfecto, saco, corbata, y
una sonrisa desconcertante. Junto a él se encontraba una mujer enjuta, usaba
una gafas anticuadas y llevaba puesto un vestido negro que la cubría del cuello
a los tobillos. Antes que pudiera decir nada el hombre me preguntó: “¿ha
escuchado usted la llamada del Señor?” “El final se acerca y todos debemos
estar preparados”.
La mujer
asentía con la cabeza y sostenía en las manos una Biblia pequeña. Yo contesté;
“cómo voy a escuchar algo, estaba dormido… no sé a qué señor buscan, pero no
está aquí.” Ese fue el comienzo de una serie de infortunios. De alguna manera
pasaron al interior de mi apartamento y de pronto estaban sentados en mi sofá
favorito. Hablaban y hablaban sobre el apocalipsis, los pecados, el paraíso en
la tierra, me hacían preguntas que ellos contestaban antes de que yo pudiera
decir esta boca es mía.
A ese
domingo le siguieron otros. Los dos volvían semana con semana. Trataban de
salvar mi alma que estaba prácticamente, según ellos, en manos del mismísimo
Lucifer. Yo les aseguré que era buen muchacho: no tomo, no fumo, generalmente
no le robo a nadie. Mi único vicio son las mujeres, pero me han lastimado
tanto que las veo de lejos, como sirenas imposibles, como musas perfectas y
lejanas, como diosas inalcanzables. Se trata de relaciones platónicas, les
expliqué. Resultó que, según disertaron, Platón era un pervertido y, dado su origen griego,
también un invertido y a mí me poseía el demonio de la lujuria.
Sin
embargo, la salvación de mi alma torturada era posible. Debía entregarme a la
oración, al ayuno, tomar baños de agua fría y desprenderme de mis bienes
materiales donándolo todo a la Iglesia de los Santos Mártires de los Últimos Días, adoradores de los Clavos de Jesús Cristo.
Evitarlos
se volvió una tarea imposible. Me seguían a todas partes. Dejaban mensajes
siniestros bajo la puerta y solían montar guardia afuera de mi apartamento. Lo
grave fue cuando acudieron a mi oficina y, al no atenderlos por tener que
trabajar, me esperaron hasta la hora de la comida. Créanme, nunca el consomé fue
más amargo.
No pude
más. Abandoné mi apartamento, abandoné la ciudad. Me mudé a un pequeño poblado
al norte del país. Y sí, aquí también hay mujeres como sirenas, parques
que agonizan con la llegada del crepúsculo. Y sí, la poesía cobra vida en
cualquier parte. Pero aquí también están ellos, los hombres siniestros que usan
saco y corbata en domingo, las mujeres agrias que llevan una Biblia y un
ejemplar del Atalaya bajo el brazo.
por Mauricio Higareda de la Fuente
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