Ella
recitó un poema dedicado a Kurt Cobain el día del aniversario de su
muerte. La muerte de Kurt, claro. Él estaba en su cuarto, intentando
entender la línea argumental de un ensayo de Norman Mailer. Bebía.
Escuchó el poema con atención, a pesar de que para él la poesía
es un género muerto, un páramo resquebrajado, reseco por la
sobreexplotación de su campo. La voz que salía de la bocina del
radio era atractiva. Esto incrementó su curiosidad. Sintió morbo,
deseo de conocer el rostro de esa mujer que hacía la apología de un
drogadicto suicida. Dio un sorbo más a su cerveza. Quiso sentir humo
de cigarro en su garganta fresca: dio una fumada o dos. Esparció el
humo por la habitación. Una delgada bruma se desvaneció sobre las
caderas de Jeniffer López, quien rotulada en un póster sepia, se
miraba cándida, juguetona, traviesa entre el pelaje de unos osos de
peluche en éxtasis. Ella acabó de leer. Cuando el locutor del programa de medianoche le preguntó
cualquier estupidez, contestó en el mismo tenor. Y también dijo:
“quiero dar al aire mi mail y mi número telefónico”.
Él buscó desesperado una hoja y una pluma, pues siempre se jactó de no ser uno de esos timoratos que requieren leer con marcatextos y post it. Revolvió papeles, libros, incluso tiró el teléfono, hasta que encontró un lápiz al lado de una tarjeta de débito, la misma que el fin de semana utilizó para cortar cocaína. Guardó silencio. Esperó el momento en el que ella dijera sus datos.
Pero fue inútil. Al
menos, el mail se le había escapado. Maldijo. Aunque después pensó
que el correo electrónico no le servía de nada, ya que pertenecía
al 70% de mexicanos sin computadora. Escuchó, rumiando su mala
suerte. Aguzó el oído al percibir un número: 57 09 11 03. ¿El
nombre? Sandra. Sonrió. Tenía en sus manos el número de teléfono
de una poeta con la cual podía comunicarse. Una poeta: siempre quiso
relacionarse sentimentalmente con una. Pensó en lo que diría en
cuanto hablara con ella. Sólo se le ocurrió insultarla…
–Ah.
–Sí.
–Eso lo explica todo: no eres más que un pinche borracho calenturiento que se la chaquetea con la voz de mujeres en la radio. ¿Sabes qué? Chinga tu madre, pendejo.
Claro que esta conversación sólo la imaginó, pues a pesar de que estuvo tratando de comunicarse durante una hora, el teléfono jamás dejó de estar ocupado: seguramente había toda una jauría ansiosa por devorar la voz, el cuello, todo el cuerpo de esa poeta enamorada de Kurt. Dejó el teléfono en paz. Pospuso la lectura para otro día. Y, no obstante que odiaba hacerlo, aprovechó que tenía a la mano un lápiz y subrayó una línea del ensayo de Mailer: “La mayor parte de nuestras vidas se gastan en prepararse para momentos dramáticos que no tienen lugar”. Vaya idea. Y qué pertinente ahora que, estaba seguro, jamás conocería a su poeta. Maldiciendo, dio un trago largo para terminar con su tercera cerveza, y justo después de lograrlo, se quedó dormido olvidando apagar la luz.
por Jaime Magdaleno
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