Me gusta mucho apelar a la
etimología cuando intento recordar a mi receptor su posición como persona y
como existente en este mundo paradójico. Y es que ahí están los otros: ¡no se
van!, y yo tampoco quiero irme. No podemos renunciar al hecho de una existencia
gratuita cuyo sentido apenas se vislumbra cuando expresamos algo así como:
“¡qué mierda soy!”, “¡qué pendejo soy!”, “¡qué estupidez he hecho!” Y entonces
nos relamemos en nuestro absurdo personal, aunque nos consuela recordar que
somos música y a ella vamos, como la música de las esferas de los románticos,
por cuya naturaleza Álbert Béguin pudo escribir líneas como las que siguen:
“persona” viene de per-sonare: resonar a través
de... para Carus, la persona es el individuo a través del cual se transparenta
la Idea y se expresa la voz de la divinidad interior. Todo nuestro
esfuerzo de progreso personal debe tender hacia esa transparencia.[1]
Eso,
sí, es muy romántico. Pero descubrir al otro, descubrirse en el otro, a partir
no sólo del sonido, sino también del gusto, implica un acto de re-velación o
de secreción, que también se puede lograr gracias al encuentro hormonal y
que cristaliza en encuentro de sudor y jugos interiores. Si tomamos en cuenta
que “sabiduría” se relaciona con el latín sapere: “tener sabor”, “saber”,
y éste a su vez del indoeuropeo sab: “jugo” (como en el inglés sap:
“savia”), no nos puede extrañar que la unión de jugos corporales (seminales y
vaginales) constituyan lo que esotéricamente puede relacionarse con la búsqueda
de la fuente de la eterna juventud: unión de Sulfurus y Mercurius
(SM=¿semen, soma?, ambrosía). Reunida en el fruto, la savia del árbol, de la
flor y del ser humano, se hace resina, miel y sangre, es decir: conocimiento.
La
mística y la teología de los pueblos civilizados resguardan celosamente los
presupuestos por los que ofrecer vísa de conocimiento supremo; sin embargo, resulta
aún sorprendente el que, en el mundo bajo, y entre la familia de los cánidos
(por aquello de los cínicos de la polis mexica), la vía de encuentro
consista en olfatear el ano del “otro”. El problema está en que, contaminado de
sabiduría occidental, el hombre ha decidido mantener en secreto su forma de acercarse
a los demás y preferido burlarse del perro. La mofa no lo quita, claro, de
ponerse una máscara canina para representar en su teatro interior y exterior un
ser ávido de la esencia de los otros: esencia interior, pero también
esencia exterior (escatológica).
¡Eso también es el infierno!:
conformarse con el hecho teatral de la mirada del voyeurista en busca
del elixir de la inmortalidad. “¡Oh, cuán amargo!”, diría un poeta de los Carmina
Burana.
por Juan Guerra
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