Sonrisa
estúpida que antecede un encuentro sexual en Tlalpan. Mujer como cualquier otra
dentro de la clase baja, con el cabello pintado de rubio para esconder el negro
que le avergüenza, maquillaje excesivo que pretende enmarcar una belleza
inexistente, prendas de licra ajustada resaltando la ropa interior comprada en
el tianguis de los jueves, a razón de cinco pesos la tanga y diez el brassiere.
Sonrisa estúpida, sí, estúpida porque sólo puede ser estúpida una sonrisa
dirigida a ese hombre como cualquier otro dentro de la misma clase que la
mujer, con una chamarra que se queda en el intento de servir de gabardina, con
el logotipo de un equipo de futbol americano denominado “Packers” de Green Bay;
ciudad cuya ubicación en específico dentro del mapa gringo desconoce el hombre
que a su vez ríe y muestra dos dientes enmarcados en aleación de plata.
Ella
goza de la plática que sostiene a pesar de estar presa dentro de un local de tres
por cuatro, ubicado a un costado de las escaleras de la estación Xola del
metro. Vende productos naturistas o, al menos, eso dice el anuncio que se mira
en la marquesina azul debajo de la cual este hombre y esta mujer platican
animadamente, entre galletas de avena y ajonjolí, frascos con Tonicol y
productos que contrarrestan la impotencia sexual o favorecen el orgasmo. Él
puede trabajar en cualquier cosa, tal vez de obrero en alguna de las fábricas
de ropa cercanas al metro, o de mecánico en un centro de verificación; aunque
es probable que sea abonero, porque una libreta de cuentas se asoma de uno de
los bolsillos traseros de ese su pantalón negro lustroso. Qué se dirán es algo
que no puede saberse, pero la plática en este tipo de encuentros es lo de menos:
lo que importa es que esa mujer se siente asediada, codiciada por este hombre
de pantalones y zapatos raspados, y tal situación le suelta una risa fácil que
el hombre agradece, a su vez, con una sonrisa franca, alegre porque siente que
es correspondido: por fin alguien le corresponde en este mundo que, por lo
general, siempre le ha negado accesos, o lo que es lo mismo: le ha cerrado las
puertas. Dónde acaban este tipo de encuentros también es fácil de saber porque
esta gente es simple, plana, no tiene matices: él continuará lisonjeándola, lo
suficiente hasta que ella diga “sí”, y esa sonrisa se traduzca en una mueca
retorcida al momento de sentir una verga dentro de su vagina, que no pretende
ni aspira a otro tipo de verga sino la de este hombre que, a su vez, no
pretende aunque sí aspira a otro tipo de coño, pero de eso ni hablar: esas
aspiraciones, como casi todas las que tiene y ha tenido, pueden irse por el
caño porque no habrá otro tipo de vagina —dulce, refinada: así es como la
quisiera— sino ésa que se adivina entre el pantalón ceñido comprado en la gran
barata mensual de “Salvaje Tentación”. Podrán hablar, hablar e incluso
dedicarse poemas y canciones y el resultado siempre será el mismo: un encuentro
furtivo en uno de los hoteles de Tlalpan, que tal vez sea el Maga porque ése es
relativamente barato ($110 pesos) y además tiene espejos en paredes y techo. Y
ya no quiero pensar en el embarque que seguirá al sexo: el hijo, literalmente
hijo de la chingada que se convertirá en el anzuelo que terminará uniendo un
par de vidas miserables, que se afanarán durante el resto de su miserable
existencia por elevar el miserable sueldo con el cual solventar miserables
deudas. No, ya no quiero hablar de eso porque se me hace tarde para llegar a mi
trabajo y con éste serían ya tres retardos y todo un día de descuento en mi
miserable sueldo que apenas me alcanza para sobrellevar mi miserable vida que
comparto con una miserable mujer que trabaja de modo miserable en un miserable
puesto dentro del metro —ella vende dulces, chocolates, caramelos y osos de
peluche— para sostener los no miserables llantos de un miserable hijo que llegó
por un hijo de su puta madre embarque que fue concebido en la habitación 223
del hotel Maga de Tlalpan, a las afueras del metro Chabacano, en los límites de
mi colonia, mi amada colonia Obrera.
por Jaime Magdaleno (2005)
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