Ella
toma tu mano. Caminas por calles que desconoces. Te detienes para
acercarla hacia tus labios, sedientos por saborear su labial de
fresa, que se disuelve entre tu aliento a vino y cigarrillo. Olivia
promete que falta poco para llegar a su casa. Sientes el sudor de su
mano. Notas aquella sonrisa despreocupada. Piensas: “Quizá ésta
es la oportunidad de dos almas desdichadas, que hoy buscan un poco de
compresión”.
Aquí
es donde vivo, te advierte. Impresionado, observas de arriba abajo su
hogar. Rápidamente memorizas el camino desde tu casa hasta aquí,
hasta la colonia Clavería, mientras prestas atención a los dos
grandes ventanales y la puerta café. Cierto miedo se apodera de ti.
Lo traduces en algunas preguntas –“¿Quiénes estarán en su
casa? ¿Conoceré a mis suegros? ¿Realmente el gato murió por
curiosidad?”- y una certidumbre: “Acaso es el deseo, la tentación
la que nos hace exaltar, de múltiples formas disfrutar la vida y,
aún más, hacer pendejadas por la mayor de las pasiones que es el
amor, pues sólo esta pasión es capaz de manipular, a su antojo, la
imaginación y la voluntad”-.
Cruzas
el umbral: un patio se extiende. Un perro percibe tu presencia
ignota. Sus ladridos te ponen en alerta y Olivia corre a sujetar al
pastor alemán que intimidaría a cualquiera. Notas el frescor de las
plantas que adornan el pasillo. Después entras a la sala. Te hundes
en el sillón y los nervios desaparecen, pues sólo el perro sabe de
tu presencia. La realidad exterior ahora no te importa, pues las
paredes aíslan y los encierran. El tiempo se consume. Olivia te
advierte, después de ofrecerte un vaso con agua de jamaica, que sus
padres volverán a las siete, cuando el sol se haya ido.
Sobre
el sillón, finalmente los dos cuerpos quedan expuestos en busca del
disfrute carnal. Mientras ella te empalaga con caricias, la miras
como si en ese lapso lo comprendieras todo. Ella detiene tus manos,
que resbalan hasta llegar a su pubis. Se levanta del sillón y te
lleva a su alcoba, a sus aposentos. Te impresionas al ver los
montones de pinceles, brochas y óleos. El olor de la pintura
acrílica te hace suspirar. Pronto te enamoras de sus bocetos a
carboncillo, donde el cuerpo humano es representado. Ella, sobre el
lecho, fija en tus ojos las siguientes órdenes: “Ven, acuéstate a
mi lado”. Obedeces. Sabes que este día quedarás marcado. Te
preguntas si volverás a ser el mismo después de estos impulsos que
emergen hasta el éxtasis. Te acuestas a su lado, enseguida tu sangre
se imbuirá de un placer insaciable. Tus sentidos se ponen a prueba.
No dejas de frotar el vello púbico entre sus piernas. No dejas de
succionar su lengua, morder sus labios y lamer el sudor de su cuerpo.
No dejas de oler su esencia fémina que te impregna. Y no dejas de
ver cómo la parafernalia te lleva de un solo golpe hasta sus
entrañas mediante tu verga, dura, que se refugia en la humedad
vaginal. Olivia gime y eso te enciende más. Con gratitud e
integridad, la vulva viscosa recibe tu falo, una simbiosis de cuerpos
flagrantes y fluidos que escurren amor.
Observas
el reloj: las siete con diez minutos. Olivia: “¡Te tienes que ir
ya!”. Apresurado, te vistes. El pastor alemán anuncia la llegada
de los padres, con ladridos, Olivia sale de su cuarto y la única
opción que se viene a tu cabeza es saltar por la ventana. La abres y
calculas los metros hasta el suelo. Olivia te dice que jamás ha
saltado, pero que sí lo ha pensado. “Es el momento de descubrir la
distancia entre la ventana y el piso”. Olivia te da un beso y
después sale de su alcoba para encarar a sus padres y distraerlos.
La altura te provoca adrenalina y… ¡ZAZ! Te arrojas y caes sobre
un arbusto, el dolor de pies es leve. Te levantas y desapareces en la
larga calle. Una vez más piensas que el amor te hace hacer cosas
estúpidas.
por
Francisco Limas, “Frank”
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