24.1.13

Petate naked


Ella toma tu mano. Caminas por calles que desconoces. Te detienes para acercarla hacia tus labios, sedientos por saborear su labial de fresa, que se disuelve entre tu aliento a vino y cigarrillo. Olivia promete que falta poco para llegar a su casa. Sientes el sudor de su mano. Notas aquella sonrisa despreocupada. Piensas: “Quizá ésta es la oportunidad de dos almas desdichadas, que hoy buscan un poco de compresión”.

Aquí es donde vivo, te advierte. Impresionado, observas de arriba abajo su hogar. Rápidamente memorizas el camino desde tu casa hasta aquí, hasta la colonia Clavería, mientras prestas atención a los dos grandes ventanales y la puerta café. Cierto miedo se apodera de ti. Lo traduces en algunas preguntas –“¿Quiénes estarán en su casa? ¿Conoceré a mis suegros? ¿Realmente el gato murió por curiosidad?”- y una certidumbre: “Acaso es el deseo, la tentación la que nos hace exaltar, de múltiples formas disfrutar la vida y, aún más, hacer pendejadas por la mayor de las pasiones que es el amor, pues sólo esta pasión es capaz de manipular, a su antojo, la imaginación y la voluntad”-.

Cruzas el umbral: un patio se extiende. Un perro percibe tu presencia ignota. Sus ladridos te ponen en alerta y Olivia corre a sujetar al pastor alemán que intimidaría a cualquiera. Notas el frescor de las plantas que adornan el pasillo. Después entras a la sala. Te hundes en el sillón y los nervios desaparecen, pues sólo el perro sabe de tu presencia. La realidad exterior ahora no te importa, pues las paredes aíslan y los encierran. El tiempo se consume. Olivia te advierte, después de ofrecerte un vaso con agua de jamaica, que sus padres volverán a las siete, cuando el sol se haya ido. 
 
Sobre el sillón, finalmente los dos cuerpos quedan expuestos en busca del disfrute carnal. Mientras ella te empalaga con caricias, la miras como si en ese lapso lo comprendieras todo. Ella detiene tus manos, que resbalan hasta llegar a su pubis. Se levanta del sillón y te lleva a su alcoba, a sus aposentos. Te impresionas al ver los montones de pinceles, brochas y óleos. El olor de la pintura acrílica te hace suspirar. Pronto te enamoras de sus bocetos a carboncillo, donde el cuerpo humano es representado. Ella, sobre el lecho, fija en tus ojos las siguientes órdenes: “Ven, acuéstate a mi lado”. Obedeces. Sabes que este día quedarás marcado. Te preguntas si volverás a ser el mismo después de estos impulsos que emergen hasta el éxtasis. Te acuestas a su lado, enseguida tu sangre se imbuirá de un placer insaciable. Tus sentidos se ponen a prueba. No dejas de frotar el vello púbico entre sus piernas. No dejas de succionar su lengua, morder sus labios y lamer el sudor de su cuerpo. No dejas de oler su esencia fémina que te impregna. Y no dejas de ver cómo la parafernalia te lleva de un solo golpe hasta sus entrañas mediante tu verga, dura, que se refugia en la humedad vaginal. Olivia gime y eso te enciende más. Con gratitud e integridad, la vulva viscosa recibe tu falo, una simbiosis de cuerpos flagrantes y fluidos que escurren amor.

Observas el reloj: las siete con diez minutos. Olivia: “¡Te tienes que ir ya!”. Apresurado, te vistes. El pastor alemán anuncia la llegada de los padres, con ladridos, Olivia sale de su cuarto y la única opción que se viene a tu cabeza es saltar por la ventana. La abres y calculas los metros hasta el suelo. Olivia te dice que jamás ha saltado, pero que sí lo ha pensado. “Es el momento de descubrir la distancia entre la ventana y el piso”. Olivia te da un beso y después sale de su alcoba para encarar a sus padres y distraerlos. La altura te provoca adrenalina y… ¡ZAZ! Te arrojas y caes sobre un arbusto, el dolor de pies es leve. Te levantas y desapareces en la larga calle. Una vez más piensas que el amor te hace hacer cosas estúpidas. 
 
por Francisco Limas, “Frank”

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