Al echar un vistazo al
rótulo “Papi, ya ven, te extraño mucho”, impreso sobre la caseta del teléfono
público “Maxcom”, Raúl recordó que su hijo había cumplido años unos días antes
y quiso hablarle. Sin embargo, no tenía cambio. Sus últimas monedas y billetes
se habían esfumado desde el amanecer, al pagar el importe exacto para cuatro papeles con coca. Piedra de mediana calidad, que lo había puesto tenso durante
todo el día y que ahora, cuando ya había oscurecido, lo tenía desesperado: con
ganas de explotar y arrasar con algo: con su cabeza, con su persona o con la
cara pálida y desencajada de David, su cuate, su carnal, quien no le iba a
negar tres pesos para marcarle a Raulín, su chavo.
—Afloja tres varos,
puto, pa’ hablarle a mi chavo.
—Tsss, cero, mi carnal.
—No mames, güey, ¿no
dijiste que ibas a aflojar la otra?
—Simón, pero si te doy,
luego me la hace de a pedo el “Negro” por llegar desacompletado y no nos va a
dar la stone. Luego le hablas a tu
chamaco. Al cabo nunca lo ves. Ni te importa, güey.
Pinche perro. No sólo
le estaba negando tres miserables varos, sino que incluso ponía en duda el amor
que sentía por Raulín; a quien, cierto, no veía en meses (¿dos, tres, acaso
cuatro?), pero si se había alejado de él era porque ella, la putona, ya le
había dado las nalgas a su ex carnal, el “Tavo”. Pinche puta de la Olga. Pinche
perro del “Tavo”. Puto del David. A chingar a su madre todos.
Envió el putazo en
corto. El golpe cayó seco sobre la mandíbula de David, trompicándolo. Fulminante,
Raúl se abalanzó sobre su carnal, dispuesto a madrearlo. Aventó el cuerpo con
furia, con la desesperación inducida por la cruda de coca.
El comandante Tinajero
utilizó el teléfono público ensangrentado para marcar al número del contacto
que decía “Hijo Raulín”, guardado en la memoria del celular de Raúl (sin saldo).
En casa de Raulín sonó
el teléfono. Olga, desde la recámara, le gritó al niño: ¡contesta, cabrón!, y
siguió discutiendo con el “Tavo”. Raulín levantó al auricular.
—¿Bueno? —expresó el
comandante.
Raulín sintió alegría
al escuchar una voz masculina.
—¡¿Papá?! —preguntó
entusiasmado
—No. ¿Es allí la casa
de Raúl Herrera? —cuestionó el comandante.
Triste.
Decepcionado.
Encabronado, Raulín
contestó.
—No, aquí no vive. Deje
de estar chingando, viejo cabrón.
Y colgó.
por Jaime Magdaleno
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