5.9.12

Crónica Franciscana


Caminando con Raúl por la calle “23 Este”, en Manhattan,  vimos un letrero en Español en color amarillo en la ventanilla de un restaurante que parecía ser de comida china, que decía lo siguiente: “Se solisita labatrastes”. Raúl, motivado por su urgencia de que ya trabajara para poder pagarle el alquiler con dos meses de atraso, me dijo que fuéramos de inmediato, decidido a que me quedara con la vacante.
El trabajo era sencillo. Tenía que llenar con trastes sucios unas rejas de metal, que después debía meter en un corredor en donde ya por último tendría que bajar una palanca, la cual disparaba chorros de agua a presión, lavando, así, los trastes.  Al final tenía que acomodar los trastes mojados y limpios en unas rendijas de metal. Cuando terminó de explicarme  Jorge, mi jefe, me invitó una cerveza. Se me ocurrió preguntarle qué más era lo que haría, pues el trabajo era muy simple. Empezó a reír, era una risa brutal y enloquecida. Todavía cuando me despidió en la puerta e hicimos los últimos convenios para la hora de entrada del día siguiente, seguía riéndose.
Al otro día llegué temprano, quería dar la impresión de que me interesaba el empleo y que daría lo mejor de mí. A los cinco minutos de haber entrado empecé con rejas llenas de trastes en intervalos de tres a dos minutos. Después de una hora llegaban al doble. Me mantuve firme, y lo hacía bastante bien. Tenía esa agilidad forjada por trabajos mal pagados anteriores en el D. F. Sin embargo, después de una hora, no podía mantener el paso, me sentía agotado. Vi el reloj y eran apenas las 11 a.m., y no se veía gente en el restaurante. Me dije ¡qué pedo! ¿De dónde salen? Cuando empezó a llegar la gente al restaurante, los trastes llegaban tres veces más rápido. Era una locura. Sólo deseaba que avanzaran las manecillas del reloj, para salir de esa pesadilla. Se llevaban parte de mi alma en cada reja con trastes sucios lavada. Era un suicidio, era trata de blancas, era esclavitud. La conquista seguía, nunca acabaría. Los mestizos e indios estamos condenados a ofrecerles tributo a los europeos y ahora asiáticos por el resto de nuestros días. Sahagún tenía razón, algo malo hay en estas tierras, el clima o las constelaciones.
No pude más y decidí salirme del restaurante. Cuando iba cruzando la calle, decidido a nunca volver, escuché a Jorge suplicar que no me fuera. Volteé a verlo, miré el restaurante, me di cuenta que era un Restaurante de comida Tailandesa.

por Jaime Martínez


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