23.7.25

Dark Girl II

 ¿Traicioné algo? 

Si acaso, traicioné un relato que no pude decir en su momento. 

Que no tuve ganas de escribir en su momento.

O a lo mejor sí lo hice y lo he olvidado. Ahora pienso que a lo mejor sí lo dije y lo escribí, pero lo he olvidado. 

Lo que recuerdo es que le dije a Vanessa que lo haría. Y que convertiríamos ese relato en algo memorable. Ella, por supuesto, sería la protagonista de la historia. 

¿Y por qué, "por supuesto"?

Porque la historia partía de uno de mis sueños con ella. Ahora lo recuerdo. Todo comenzó en un sueño en el que ella era la protagonista y yo un acólito... 

No. 

Un instrumento... 

No. 

Un ayudante... 

Manos y brazos y piernas para mover las manos, los brazos y las piernas de alguien más. 

En la historia, ella vestía de blanco. Un conjunto largo y amplio. Muy distinto a como Vanessa lucía de ordinario, pues todo el tiempo vestía ajustado y de negro: una dark girl de los noventa, ni más ni menos. Pero en el sueño no. O tal vez también, pero la recuerdo de blanco. 

Yo, al inicio, no estoy con ella. 

¿Al inicio de qué?

Del sueño, supongo. 

De la historia. 

Porque al inicio del sueño yo estaba en mi casa. Tirado en el sillón. Durmiendo. Tengo un gorro de estambre azul, que me cubre hasta la mitad de los ojos. Probablemente hace frío, ya que tengo un blazer oscuro. Entre gris, azul marino y negro. Una tonalidad rara, pero oscura, definitivamente. Y unos pantalones de mezclilla amplios. 

Estoy tirado sobre el sillón cuando suena el teléfono. El de casa. Me asusta un poco, pero igual corro a contestar la llamada. Corro, a pesar de estar adormilado, porque sospecho que es ella. Y en efecto, lo es. 

Habla intranquila. Enojada. Pero asustada también. Dice que debo ir, ¡pero ya!, a su casa. Que me necesita.  Yo también la necesito. Así que cuelgo y de inmediato salgo a encontrarla.

Tengo un auto. No viene al caso decir qué marca ni qué color pero lo tengo, así que manejo hasta su casa. Manejo por calles sin tránsito. Nada de avenidas ni de circuitos, sólo calles. Es de noche. Ha llovido. Y sí, hace frío. 

La luz del alumbrado rebota desde el pavimento.  La noche trae el aroma del césped mojado, lo que me provoca cierta felicidad. Aunque sospecho que estoy feliz ya que por fin la veré, después de meses de no saber nada de ella.

Abre el portón de la casa. Carajo, es tan encabronadamente hermosa. Con su cabello largo: lacio y largo. Y su silueta espigada. Dura y ligera a la vez. Sus mejillas ampulosas le entrecierran la mirada, por lo que nunca he logrado saber su estado de ánimo. Aunque ahora, es evidente, está ansiosa. ¿Estará empastada, otra vez?

Sí. Lo está. Y también se ha cortado, de nuevo. Al menos, creo distinguir sangre en sus brazos. En las manos. ¿Y por qué no lleva el vestido blanco con el que la recuerdo? No lo sé. Tal vez ese sueño lo tuve en el sillón y ahora, en verdad, estoy con ella y su vestimenta oscura, de pantalones de mezclilla ajustados y su ombliguera con tirantes cubriéndole los diminutos senos. Me abraza. No me besa. Tampoco me sonríe. No me importa. Aunque sí.  

Me hace pasar. Caminamos por un sendero delimitado por arbustos que nos llegan a la cintura. Al llegar a la casa, me percato de que todas las luces están encendidas, lo cual es raro pues ella prefiere la oscuridad. Ya adentro, me toma de la mano y me hace seguirla por las escaleras. Sospecho que me llevará a su habitación y me cogerá como otras veces lo ha hecho, sin mediar palabra alguna. Pero no. Me lleva al baño y una vez dentro veo el cuerpo de un hombre boca abajo, con el torso desnudo, tirado sobre el piso.  

-¿Y éste quién es?

-Un pendejo que quiso cogerme. 

-¿Y qué hace aquí?

-¿No lo ves? ¡Está muerto, imbécil! 

-¿Lo mataste por quererte coger?

-Ajá. 

-Qué estupidez. 

-¡No es estúpido! El hijo de puta me quiso violar y...

-Pues aquí no hay muestras de forcejeo. Tú tampoco te miras golpeada. Y aunque tienes sangre en los brazos y en las manos, yo creo que es porque de nuevo te cortaste y no porque este cabrón haya intentado violarte. Así que, si lo mataste, fue por otra razón. 

Lo acepta. Dice que estuvo saliendo con él. Que fue su novio. Pero que la engañó con alguien más. 

-¿Con Teresa?

-No, con Gustavo. 

-Órale. ¿Y yo qué tengo que ver con esto?

Me pide ayuda. Dice que no tiene idea de cómo deshacerse del cuerpo. 

-¿Y yo qué? ¿Acaso crees que me dedico a desaparecer cuerpos? ¿Acaso soy un pinche sicario?

-Pues no. Pero no supe a quien más recurrir. Por favor, ayúdame.

-Órale... No te preocupes. Estuvo bien que me llamaras. 

Me siento en la taza del baño. Vanessa se va rápido. A su cuarto, creo. Yo miro el cuerpo de su novio. Es espigado, como el de Vanessa. Tiene el cabello castaño, como Vanessa. Y nalgas duras y sinuosas, como las de Vanessa. Siento la tentación de voltearlo para mirar si es igual de guapo que Vanessa, pero me contengo. Además, estoy seguro de que debe ser un hombre guapo, pues así le gustan a Vanessa. 

Regresa. Ahora sí, enfundada en el conjunto blanco con el que la recordaba. ¿O con el que la soñé? 

-¿Y ahora? ¿Por qué te cambias la ropa?

No contesta. Mira absorta el cuerpo por largos minutos. Hago lo mismo, tratando de encontrar la manera de deshacernos de él. De pronto, habla.

-¿Ya sabes cómo nos vamos a deshacer de él?

-Sí. 

Le digo que vamos a meterlo a la regadera para que al descuartizarlo la sangre se vaya por la coladera. Sonríe.

- Vamos a necesitar un hacha. Mínimo un serrucho. Y un martillo para dislocar las coyunturas. ¿Los tienes?

Dice que hacha no, pero serrucho y martillo sí, en algún lado. Va a buscarlos. Mientras, enciendo un cigarro y abro la ventana del baño. El aroma a césped húmedo me transmite calma. Seguridad. Así que cuando Vanessa regresa con la herramienta, me siento con el ánimo adecuado para comenzar a serruchar.  

-Si quieres, vete a tu recámara. En cuanto termine, te aviso. 

Dice que no es necesario. Que siempre ha querido ver un cuerpo destazado. No pongo objeción. Voy quitándome la ropa hasta quedar sólo en calzones. Vanessa no hace ningún gesto en particular. Dejo la ropa afuera del baño. Comienzo. 

Jamás sospechamos que un cuerpo tuviera tanta sangre. Y que ésta fuera tan espesa, como petróleo. Pero así es. Prácticamente desde un inicio abro la llave del agua para que el chorro ayude a llevarse la sangre. También, para enjuagarme a cada rato, pues rápidamente se forman capas viscosas sobre mi cuerpo. 

En algún momento, término. Tiemblo de frío. También de pánico. Es extraño: siento mi mente en blanco, pero también soy perfectamente consciente de lo que estoy haciendo. O sea: todo transcurre entre brumas, pero aún así veo hasta la mínima parte de lo que hago. Me siento aterrado, pero a la vez muy seguro. Muy lúcido. Pienso que así debe de sentirse un animal que está a la caza de su presa; aunque yo no me enfrenté a una presa sino a un cuerpo inerte.

Salimos del baño. Caminamos a la habitación de Vanessa. Estamos agotados. Nos acostamos en la cama. Ella me besa. Me toca el rostro. Pero no habla. Yo tampoco. Tengo una erección descomunal y la deseo y la quiero, como siempre, pero no me apetece tener sexo; así que sus besos y sus caricias me bastan. Poco antes de quedarme dormido, me pregunta qué sigue. 

-Mañana iré a tirar los primeros restos a algún lugar fuera de la ciudad. Necesitaremos maletas, unas cinco o seis. Después regresaré. Y repetiremos la operación las veces que sean necesarias. 

-¿Crees que en algún momento nos descubrirán? 

-Depende. ¿Tu novio era muy conocido? ¿Tiene familia?

Con voz tenue, musita:

-Era mi hermano. Matamos a mi hermano. 

Tiemblo. Sonrío. Mi mente se nubla aún más, pero incluso entre brumas puedo ver hasta el mínimo poro del rostro de Vanessa, quien no me mira en lo absoluto, aunque tiene sus ojos clavados en los míos. Para evitar esa mirada, cierro los párpados. Duermo. 


por Jaime Magdaleno

Dark girl I


 

Foto: Katya de Micheli

12.3.24

Susana

sé que justamente este rato, justamente esta imagen, se ha agarrado ya en mi memoria y no desaparecerá nunca, tengo muchas imágenes como esta agarradas en mi memoria, tengo millares, y al pensar en algo, al ver algo parecido, o por ellas mismas, a veces las imágenes reaparecen, a menudo en los lugares y momentos más extraños, una imagen, una imagen inmóvil que no obstante contiene una especie de movimiento, es como si cada una de estas imágenes, cada una de las miles de imágenes que tengo en la cabeza o donde sea que las tenga, dijeran algo, dijeran algo casi inequívoco, y sin embargo resulta imposible entender exactamente qué dicen.

Jon Fosse. El otro nombre.


Mi imagen se llama Susana.

Acabo de decidir que así se llama esa imagen.

De antemano desconocía que tal era su nombre, pero al momento de comenzar a escribir, supe que el título del texto, de la imagen, era: Susana.

Tal vez se deba a que la imagen la domina ella. Una tarde con ella. Pero al urdir la trama de este texto, de la imagen que evoca, recordé que ese nombre, Susana, ya resonaba tiempo atrás, desde el momento en que lo leí en las páginas de Pedro Páramo.

Ahí hay un nudo.

Escribir este texto tiene, entre otros fines, desenredarlo.

Porque no tengo claro si me acerqué a Susana por Susana misma, o si decidí llamarla después de haber leído su nombre en Pedro Páramo.

Aunque ahora que escribo lo anterior, me parece que sí.

Así fue.

Veamos:

Estoy sentado sobre el piso del balcón de mi casa. Son aproximadamente las siete de la noche. No puedo corroborarlo en el reloj porque no tengo uno de pulso, y el reloj de péndulo del departamento está descompuesto, pero pienso que son las siete de la noche pues el crepúsculo así lo sugiere. Abajo de mí hay mucha actividad vehicular. Tráfico atorado. Y demasiada gente. Ahora considero que tal vez sean las ocho de la noche, pues me parece que entre las personas que pasan, hay estudiantes de secundaria con sus mamás. Así, puede que sean las ocho de la noche. La oscuridad ya es plena, aunque atenuada por la luz del alumbrado público, dado que uno de los postes está casi enfrente del balcón. Leo. Tengo sobre las manos un ejemplar nuevo de Pedro Páramo.


[Leo a Juan Rulfo como parte de una tarea escolar, pero también estimulado por mi recién estrenado hábito lector, que surgió por la influencia de mi amiga Erika Ulloa, quien coligió que valía la pena sumergirme en las páginas de José Agustín y para ello me ha prestado, en menos de un mes, toda su colección de libros: Luz externaLuz interna, La tumbaInventando que sueño, De perfil. Por lo tanto, aunque a mis padres o a mis hermanos, o a los amigos del barrio que pasan por abajo de mi casa, puede parecerles raro que esté sentado en el balcón con un libro entre las manos, esto para nada es ya extraño gracias a Erika Ulloa y a la iniciación de José Agustín].


Desde las primeras líneas de Pedro Páramo, una conmoción me sacude. Tal vez suena pedante, pero me parece que la conmoción se debe a que se me ha revelado una forma poética de practicar la lengua, y nunca antes había escuchado ese registro tan peculiar:


Este pueblo está lleno de ecos. Tal parece que estuvieran encerrados en el hueco de las paredes o debajo de las piedras. Cuando caminas, sientes que te van pisando los pasos. Oyes crujidos. Risas. Unas risas ya muy viejas, como cansadas de reír. Y voces ya desgastadas por el uso. Todo eso oyes. Pienso que llegará el día en que estos sonidos se apaguen.


¿Había escuchado a alguien hablar así? ¿Escribir así? Jamás. Entonces, resulta que como Juan Rulfo me habla con una voz desconocida, eso es lo que me sacude: estar en presencia de una voz que nunca antes me había hablado y ahora está ahí, para mí, me sacude.

Sigo. Paso las páginas y aunque ya me asumo como nuevo lector, no deja de asombrarme el acto de recorrer las páginas con gozo y emoción. De pronto, llego a la parte en la que encuentro su nombre: Susana. Y de inmediato su imagen llega a mi mente. Sigo leyendo y desde el primer momento la Susana de Rulfo adquiere las características de la Susana que yo conozco y que veo todos los días en la preparatoria. No quiero distraerme. Trato de evitar mirar a Susana V. en Susana San Juan pero no puedo evitarlo. Y cuando me enfrento a,


Esperé treinta años a que regresaras, Susana. Esperé a tenerlo todo. No solamente algo, sino todo lo que se pudiera conseguir de modo que no nos quedara ningún deseo, sólo el tuyo, el deseo de ti,


una urgencia por hablar con Susana V. se apodera de mí, así que cierro el libro y camino al teléfono de la casa. No obstante, regreso mis pasos y voy hacia mi mochila, esperando tener su número anotado en el cuaderno. Afortunadamente, así es. Marco. Espero poco tiempo. Ella contesta:

-¿Sí?

-¿Susana?

-¿Ajá?

-Hola, soy Jaime.

-¿Jaime? ¡Hola, Jaime! ¡Qué tal! ¡A qué debo el gusto!

-Nada, Susana. Solo llamé para saludarte.

-…

-Bueno, en realidad estaba leyendo Pedro Páramo, y como llegué a la parte en la que aparece Susana San Juan, me acordé de ti.

-¡Ah!…

-¿Ya llegaste a esa parte?

-No, apenas voy a comenzar a leer. Es que acompañé a mi mamá por unas cosas y se me fue la tarde en eso. Pero ahorita comienzo.

-Va. Y si quieres mañana comentamos la novela.

-¡Ok! Me parece bien.

-Bueno, Susana, perdona la interrupción. Sólo me dieron muchas ganas de hablar contigo, pues ya no puedo dejar de ver tu cara cuando leo tu nombre en la novela.

-No te preocupes, Jaime. No interrumpiste nada. Voy a comenzar a leer para saber con quién me estás comparando. ¡Y si es alguien horrible, mañana vas a ver, ¿eh?!

-No. Para nada es horrible, Al contrario: Pedro Páramo está perdidamente enamorado de ella. Todo el tiempo la sueña y la desea. Y no puede dejar de hablarle, aunque no esté con él.

-¡Órale! ¡Se oye muy bien! Definitivamente voy a leer ahora mismo.

-Pues ya no te distraigo. Nos vemos mañana en la prepa, ¿va?.

-Sale. Nos vemos.

-Hasta mañana.

Lo que sigue se me escapa. Probablemente hayamos hablado del libro. Tal vez afuera del salón. O sentados en el jardín, en el horario de una de las clases que nos aburrían y que «matábamos» para hacer otras cosas. Como sea, esa no es la imagen que se llama «Susana». Esa imagen tiene que ver con otro momento. Y con otra lectura. Sólo que ahora me doy cuenta de que la imagen «Susana» comenzó a gestarse con la lectura de Rulfo y con aquella llamada.

Resulta que por alguna razón me encontré con Gastón Bachelard. Tal vez la profesora de Estética habló de él. Aunque me parece que mas bien encontré la referencia en alguna lectura. Es posible que en Paz, a quien leía bastante en esa época. El caso es que creo que la imagen «Susana» tiene que ver también con Gastón Bachelard. Con lo que creí entender de La intuición del instante, y que compartí con Susana V. una tarde de otoño en que decidimos vernos fuera de la prepa.

Nos citamos en Periférico.

Hago un viaje largo que incluye el metro y un microbús, en el que me dedico a mirar a las personas y el paisaje. Como llego diez minutos antes de la cita, tengo que esperar.

Ella desciende de un RTP. Su largo cabello negro le cubre la cara mientras desciende. Alcanzo a ver que calza huaraches de cintas angostas, que combina con un pantalón de mezclilla ajustado en color café, y una camisa a cuadros con manga corta.

Nos saludamos con efusividad, dado que el ciclo escolar terminó hace unas semanas y no nos vemos desde entonces.

-¿A dónde vamos? -pregunto, pues fue ella quien propuso vernos en este sitio.

-Vamos a Cuemanco.

-¿A Cuemanco?

-¿Nunca has ido? Ahí hay una zona arbolada y con vista al lago que está muy linda. Seguro te gustará.

-Vale, vamos.

Subimos a un microbús. Como no nos tocan asientos, vamos parados y apretados entre los pasajeros de las cuatro de la tarde. Susana flexiona un poco las rodillas para que su cabeza no choque con el techo del microbús. Yo no necesito flexionarme. Miro hacia el frente y ocasionalmente hacia mi lado para ver a Susana. De su cabello me llega un olor fresco y dulce. Hablamos de los exámenes, del extraordinario de Matemáticas que debemos pasar para egresar de la prepa e ir a la Universidad, de chismes sobre truenes amorosos, típicos de fin de curso, hasta que llegamos a la zona que quiere que conozca.

Subimos una pendiente que separa Periférico de Cuemanco. Al traspasarla, veo el espejo que forma el lago y un llano con el césped recortado y árboles desperdigados. Hay pinos recién plantados, pero también fresnos y ahuehuetes de troncos gruesos y frondosos. El lugar está semi desierto. Hay personas haciendo ejercicio o parejas paseando por el lugar, pero son escasas. Algunas aves planean sobre el lago. El cielo está despejado y el sol, aunque cae pleno, no quema ni deslumbra demasiado.

-Vente, vamos a sentarnos bajo este árbol -propone Susana y accedo, sacando de mis bolsillos una cajetilla de cigarros, unos cerillos y las llaves de mi casa. Ella se recarga sobre un ahuehuete. Flexiona las piernas, colocando las rodillas a la altura de su pecho. Su mirada y sus manos buscan algo con lo cual distraerse. Al final, arranca el tallo de un Diente de León. Sopla y esparce las hojas que van a parar a mi camiseta negra. Reímos. Pasamos unos segundos quitando las esporas y cuando lo logramos, tomo mi cajetilla de cigarros y trato de encender uno. Me pide que no lo haga.

-Te traje aquí para respirar aire fresco. Para quitarnos de encima el humo de la ciudad. La peste de la ciudad. Su ruido. Así que no lo arruines encendiendo un cigarro, por favor.

-Está bien, Susana. Tienes razón. Disculpa.

Hablamos. Desde luego de Rulfo y de Susana San Juan, pero también de Nellie Campobello (ella leyó Cartucho e hizo su trabajo final de Literatura Mexicana sobre esa obra) y de Paz (yo hace días terminé Libertad bajo Palabra y ahora estoy con Pasado en claro). Ella habla de meterse a practicar ballet o danza contemporánea (todavía está indecisa), y yo confieso que estoy comenzando a escribir, aunque todo me sale muy confuso y entrecortado.

Estira las piernas. Veo sus muslos, apenas contenidos por la mezclilla, muy cerca de mí. Subo la vista y se me pierde en la espesura de su cabello grueso y negro, como el mío. Desvío la mirada para reparar en la corteza reseca y resquebrajada del ahuehuete. Luego, sigo a una pareja que pasea a un San Bernardo.

-Ese perro debe estar asándose -digo, sólo por mencionar cualquier cosa.

-No creo. Ya debe estar acostumbrado. A todo terminamos por acostumbrarnos. Es la ley de la vida: maldita monotonía y costumbre.

Es ahí cuando entra Bachelard. Sólo que no recuerdo si leí algún ensayo de La intuición del instante, si la maestra de Estética habló de él o si leí alguna mención en alguna parte (tal vez en Paz). De cualquier forma, le digo a Susana que la monotonía y la costumbre no son malas en sí mismas, dado que nos proporcionan hábitos de acción.

-Los hábitos son nefastos. Convierten en autómatas a las personas, pues actúan sólo en función de ellos y no a partir de su libertad.

-Bachelard dice que los hábitos dan sentido a los actos humanos. Son su fundamento.

-¿Quién?

-Gastón Bachelard, un filósofo francés.

-Pues no me importa lo que diga Bachelard. Yo entiendo que los hábitos nos condenan a una vida repetitiva, sin autonomía y sin sorpresa. Y a mí esa vida me asusta. No me gusta. Por eso trato de hacer cosas distintas. Por ejemplo, hoy. Traerte aquí, conmigo, para platicar y mirar el atardecer. Respirar el olor del pasto y la tierra húmeda. Sentir la brisa que llega del lago. Eso rompe mi monotonía. Dejo de ser la autómata que acompaña a todos lados a su mamá. Prefiero mil veces estar aquí, contigo, que acompañando a mi mamá. ¿Me entiendes?

-Claro. Y estoy de acuerdo. A mí también me molesta lo que Bachelard llama el «tiempo horizontal», aquel en el que se instala una dialéctica que separa sujeto y objetos, ser y mundo, yo contra lo otro. Frente a eso, Bachelard propone un tiempo «vertical», en el que no existe dialéctica ni separación, sino simultaneidad y unidad.

-Mmm. Interesante. Pero, ¿y eso cómo se consigue?

-Francamente, no lo sé. O no lo entendí. Y no tengo la menor idea.

-Jajaja. No te preocupes. Ven, vamos a acostarnos sobre el pasto.

Obedezco. Tendidos en la hierba, cierro los ojos para sentir mejor el viento que roza mi cara. El sol que pega en mis costados. Lo mullido del césped bajo mi espalda. El olor del cabello y el cuerpo de Susana, cuyo rostro, al abrir los ojos, está frente a mí, sonriente. Su cabello roza mi cara, por lo que me dan ganas de estornudar. Lo evito llevándome dos dedos a la nariz. Ella los quita y se acerca para darme un beso. Sus labios humedecen los míos en un instante, mientras mi olfato se llena de su perfume. De pronto, se separa y se pone en pie. Hago lo mismo.

-Vamos a dar un paseo -invita, al tiempo que me toma la mano.

Caminamos así por el parque, platicando de asuntos que ya no recuerdo. Tal vez los temas se me escapan pues voy pensando en que quiero besarla, pero por alguna razón me reprimo. En cuanto damos dos vueltas por el lugar y el sol se pone, dice que debe irse. Andamos con dirección al montículo por el cual entramos. Después, debemos cruzar un puente para tomar un microbús que nos lleve al sitio donde nos encontramos. Ya en el micro, de nueva cuenta vamos de pie, aunque no nos molesta. Todo el trayecto lo hacemos sonriendo. Al llegar, y antes de que cada quien tome su transporte, nos damos, por fin, otro beso, aunque poco afectivo. Apresurado. ¿Monótono?

Llega primero su camión. Sube diciendo que por la noche me llamará. Asiento con la cabeza.

En efecto, esa noche me llama. Dice que llegó bien. Que le tocó lluvia pero que no quiso correr y por lo mismo está empapada.

-Me gustaría que estuvieras aquí para secarme -dice, y yo contesto que me encantaría hacerlo.

Quedamos en vernos pronto.

Las llamadas se suceden varias noches, pero nunca encontramos una fecha para reunirnos. Después, pasan días sin que hablemos. A veces marca, pero no estoy en casa. Cuando le habló, acaba de salir con su mamá. Al final deja de llamarme. Por alguna razón que no comprendo -ahí hay otra vuelta del nudo con el que empezó este escrito- tampoco le marco. Pasa el tiempo, los años, y me enamoro y desenamoro tres veces. Supongo que a Susana, a quien la costumbre le aterraba, le sucede algo similar

Y de pronto, cuando mi vida se encuentra instalada en la monotonía que Susana V., tanto temía, me enfrento al fragmento con el que inició este escrito, y la «imagen Susana» me interpela sin ninguna razón aparente, aunque sospecho que para recordarme el «tiempo vertical» que no he sabido explicar ni vivir desde aquella tarde soleada en Cuemanco.


por Jaime Magdaleno

2.3.24

"Un día en la vida", de José Agustín: una meditación sobre la muerte


Hace 55 años, como a las diez de la mañana de un martes 16 de diciembre de 1969, Parménides García Saldaña despertó tan pedo como la víspera y acometió el ron Bacardí que quedaba, así como un disco de los Rolling Stones que estuvo gritando hasta que Margarita Bermúdez le pidió que le bajara a la música, mientras José Agustín escuchaba desde su cama, antes de volver a quedarse dormido y despertar como a la una de la tarde, ya sin Margarita en el departamento y con Parménides noqueado por el guacardí y bajo los acordes del Flowers de los Stones que se repetía en la tornamesa, para después bañarse, hacer yoga sabrosamente y llamar a la editorial Joaquín Mortiz, a Bernardo Giner de los Ríos, quien le recordó el pachangón que tendría lugar esa misma noche en la Cantina La Ópera, para celebrar el cumpleaños 41 de Carlos Fuentes…


Hasta ahí todo transcurría bien y sin contratiempos en la lectura del texto «Un día en la vida», que José Agustín publicó en 1999 en la colección «Confabuladores» de la UNAM, y que yo habré leído en algún año de la segunda década del 2000. No obstante, bien mirado, algo estaba ocurriendo, dado que esa escena no había concluido el 16 de diciembre de 1969, sino que se había detenido en el tiempo y había quedado fija para que cualquiera la viera 40, 55, 60 o 100 años después de ocurrida, así que, por desvariante que pareciera, podía mirar a Parménides vivo; casi escucharlo y compadecer la tamaña cruda que lo impulsaba a exprimir la botella de Bacardí, mientras coreaba lastimosamente a los Stones con la melena revuelta, la mirada inyectada y con un aliento presumiblemente infecto. Estaba frente a una imagen suspendida en el aire o, mas bien, fijada en la página, a la espera de cualquiera que quisiera asomarse a ella para vivir una simultaneidad entre su presente y el día del cumpleaños número 41 de Carlos Fuentes. Tal maravilla cristalizaba vía la literatura, y si bien esto es algo que había leído o escuchado mentar de distintas formas y a propósito de toda clase de obras, en el inicio del relato de José Agustín aparecía perfectamente claro ante mis ojos.


Como perfectamente clara entró en mi lectura la perspectiva de la muerte, pues de los vivos que aparecen en el relato de José Agustín, la mayoría ha muerto. ¿Qué fue de tanto galán?/ ¿Qué fue de tanta invención/ como traxieron?, me pregunté, recordando los versos de Jorge Manrique, pero dándoles un peso específico ante el hecho de que fueron de los preferidos de Fuentes, quien los utilizó en toda clase de textos o intervenciones y, tal vez por ello, porque el texto de José Agustín hace la crónica de una borrachera a propósito del cumpleaños 41 de Carlos Fuentes, traje esos versos a mi lectura y los puse en una escena en la que intervienen un nutrido grupo de intelectuales, actrices, actores, profesores, editores, pintores, periodistas y fotógrafos muy vivos en las páginas de Agustín, aunque rotundamente muertos en su materialidad corpórea.


Por ejemplo:


Ahí está Carlos Fuentes, anfitroneando a sus invitados, preguntándole a José Agustín, ¿y las bellas?, dado que un día anterior, durante la presentación de William Styron en la Librería Universitaria, le había pedido que llevara dos tres actrices cuatitas para adornar la fiesta,

(y no muerto por una hemorragia masiva originada por una úlcera gástrica).


Ahí está Fernando Benítez, quien le pide a José Agustín algo para el suplemento de Siempre, pero como éste se niega dado que ni lo publican, Benítez responde ah, cómo no, es un honor, por lo que J. A., concede con un Ya vas,

(y no muerto por un paro respiratorio).


Ahí está Alberto Gironella, provocando altercados tanto con un buey con el que no se da porque la policía lo contiene, como con Parménides García Saldaña, al que le reclama lo que éste dijo de Salvador Elizondo: Lo que usted dijo de Elizondo es indigno, se quejó. Usted y Elizondo se pueden ir mucho a la chingada, le dijo Parménides, y Gironella saltó para madrear con su bastón al chaparrito de la Narvarte,

(y no muerto víctima de cáncer)


Ahí está la «China» Mendoza, quien pedalísima y acompañada de Edmundo Domínguez Aragonés, dictamina que los únicos con talento en México eran Fuentes, Pacheco, Zaid y yo, o sea, José Agustín,

(y no muerta por un paro respiratorio).


Ahí se menciona a Gustavo Sáinz, quien está en el International Writing Program de Iowa,

(y no muerto por severos problemas de salud).


Y, por supuesto, están Parménides García Saldaña, chupe y chupe. Cómo no: los alcoholes están de lo mejor; y José Agustín, con una chava actriz bastante buenona cuyo nombre no logro recordar. Era escorpión, y lo demostraba: en menos que se dice cuas ya se me estaba untando de lo más rico. Me ponía las manos en las piernas y me abrazaba, me incrustaba las teturias, que tenía duritas. Incluso hubo un momento en que estuvimos en una intensa refriega,

(y no muertos por un pasón -o neumonía- en un cuarto de Polanco, y por el avanzado deterioro de salud provocado por una pinche caída en un auditorio en Puebla).


Maldita sea.


Y aunque el texto «Un día en la vida» le sirve a Agustín para hacer el corte de caja con otro mundo, otra época, otro lenguaje, y para marcar distancias entre ese mundo y el suyo propio,


En realidad Fuentes, Vargas Llosa, García Márquez, el so-called boom, eran el fin chingón de toda una época, que a fin de cuentas había estado a toda madre porque siempre predominó una suerte de inconsciencia protectora, la atmósfera de un sueño que había funcionado hasta entonces y que con fiestas como ésa se manifestaba en grande por última vez. Yo pertenecía ya a los que habíamos amanecido entre terribles ventarrones, en un paisaje mucho más sombrío y desolador, en una realidad desnuda que había que enfrentar a como diera lugar, tirándose a matar, por ejemplo, como Parménides; él de plano no se medía y eso lo convertía en un auténtico explosivo, dueño de una libertad increíble pero casi a la deriva. En mi generación ya habíamos muchos que veníamos a ser como pararrayos, campos minados; teníamos los pies en un tiempo, y el espíritu en otro,


lo que en realidad me sugirió «Un día en la vida» fue un réquiem: una composición desatada y disparatada sobre unos seres que estuvieron en la tierra y entregaron un puñado de obras memorables, pero que sobre todo gozaron y rieron de lo lindo, porque eso quiere denotar la crónica de José Agustín: cómo estos seres fluyen entre ríos de alcohol, desbordándose a veces en peleas o risotadas, cobijados en los pliegues de cuerpos vibrantes y calientes, polemizando sobre si es fácil cogerse a Carlos Fuentes o no, o sobre si Parménides es más que Elizondo o Gironella. Por supuesto, José Agustín no introduce el tema de la muerte, pues al momento de narrar todos están encendidamente vivos; empero, 55 años después, esta crónica hace el corte de caja con otro mundo cuyos protagonistas han muerto.


Como réquiem, había pensado leer «Un día en la vida» en cuanto ocurriera el lamentable fallecimiento de José Agustín; como homenaje, como despedida, como ejercicio catártico ante una pérdida que, sabía, me dolería, pues J. A., me enseñó a leer literatura. Lo tenía todo planeado: pondría como música de fondo A day in the life (por supuesto), me tomaría un vino o una chela o lo que fuera pero que apendejara, me prendería un churro y leería ese texto para que salieran las lágrimas sin cortapisas ni ningún rubor. Pero no. O no sólo eso. Es decir: sí lloré, si leí, sí me despedí, sí escuché la canción, pero además se me impuso este escrito, que no comencé en mi ritual de despedida -porque en ese ritual lo importante era llorar-, pero que ahora acometo con una pregunta rondándome: ¿qué es lo que este texto quiere que descubra? ¿A razón de qué conocimiento, experiencia o intuición quiere advenir a mi mundo?


Tuve y tengo la impresión de que lo que está detrás de este escrito es la muerte. Pensar o decir algo sobre la muerte. Sólo que, como de entrada no tenía algo qué decir, opté por acercarme a quien pudiera orientar la reflexión del escrito. Y pensé en Heidegger. Luego pensé en los mexicas: en la muerte entre los mexicas. A su vez, supuse que si ya había citado a Jorge Manrique, podía seguir en esa tónica. Pero luego consideré que este texto surgió desde y por José Agustín, por lo que debía volver a ese magma pensamental-existencial. Y recordé a Carl Gustav Jung, de quien José Agustín fue fiel lector; así que, sin pensarlo más, fui a hurgar entre mis libros y encontré mi viejo ejemplar de Recuerdos, sueños, pensamientos. Y, en efecto, ahí encontré un apartado que se titula «Acerca de la vida después de la muerte», en donde podemos leer:


Cuando posteriormente escribí los «Septem Sermones ad Mortuos» fueron nuevamente los muertos los que me plantearon preguntas decisivas. Regresaban -así se dice- de Jerusalén, porque allí no hallaron lo que buscaban. Esto me extrañó mucho entonces; pues, según opinión tradicional, son precisamente los muertos los que tienen mayor saber. Se cree que saben mucho más que nosotros, porque el dogma cristiano admite que «en la gloria» miraremos la verdad «cara a cara». Sin embargo, posiblemente las almas de los muertos no «saben» sino lo que sabían en el momento de su muerte y nada más. De ahí sus esfuerzos por penetrar en la vida para participar en el saber de los hombres. Frecuentemente tengo la sensación de que nos rodean y esperan saber la respuesta que les daremos de los vivientes, es decir, de aquellos que les sobreviven y viven en un mundo continuamente cambiante y recibir respuestas a sus preguntas. Los muertos preguntan como si no dispusieran de la sabiduría total o de la conciencia absoluta, como si tan sólo pudieran penetrar en el alma corporal de los vivientes.


Por alguna razón, este texto alberga una pregunta decisiva con relación al tema de la muerte; no obstante -que quede claro-, no estoy suponiendo que Agustín, Fuentes o Benítez esperan la respuesta que pueda darles con relación a la muerte. Pensar eso sería sumamente absurdo. Lo que me estoy planteando en este momento es que «Un día en la vida», que consideré un réquiem, me está interpelando: sus personajes me están abriendo las puertas para pensar algo, por lo que posiblemente la función de lo que estoy redactando sea reparar en la muerte. Meditar sobre la muerte.


Hay una profundidad oral en mí que quiere hablar sobre un par de temas, pero no creo que sea el momento para ello, dado que son historias que tienen que ver con mi hermano muerto por COVID en 2021, y con una amiga fallecida por intoxicación en 2010 quien, estoy persuadido, anda de nuevo rondando por aquí, en una forma muy pero muy cercana a mí. De cualquier forma, lo que sí puedo comentar es que mi hermano ocasionalmente se posa en mi cama o en una silla de mi casa esperando de mí algo que estoy intentando hacer. En cuanto a mi amiga, me parece que adoptó una forma que le permitiría (eso espero) continuar su ciclo vital, interrumpido por una fuga de gas nocturna. Si Jung tuviera razón, ambos se esfuerzan por penetrar en la vida para participar en el saber de los hombres, o para prolongar su ciclo vital, interrumpido por el advenimiento de la muerte. Desconozco cuáles puedan ser los requerimientos que José Agustín solicite de los suyos al momento de penetrar en la vida para participar en el saber de los hombres. Como sea, me doy cuenta de que estos dos últimos párrafos eran los que querían advenir cuando se me impuso este texto en mi ceremonia de despedida: el presentimiento de ambas presencias quería materializar en un escrito, tal vez para que no olvide lo que, según mi hermano, debo hacer, o para relacionarme con la corporeización de mi amiga  de una forma tal que, a pesar de ver el rostro en el cual encarnó, no olvide que ella está detrás, o dentro, del mismo. Es extraño cómo se imponen ciertos asuntos que, al parecer, tienen poco o nada que ver con lo que iniciamos al echar andar la emoción y el pensamiento. No obstante, bien mirado, algo estaba y está ocurriendo, muy profundamente, desde el momento mismo de comenzar con la lectura de un texto que posteriormente se convirtió en réquiem para después mutar en una reflexión (o una constatación) sobre un presentimiento de Jung acerca de nuestras relaciones, permanentes y fluidas, con la muerte.


 por Jaime Magdaleno


REFERENCIAS


Agustín, José. Un día en la vida”, en Cómo se llama la obra. México, UNAM, 1999. Col. Confabuladores”. 


Jung, Carl Gustav. Acerca de la vida después de la muerte”, en Recuerdos, sueños, pensamientos. México, Seix-Barral, 1989.