18.6.16

¿El mismo de siempre? El ensayo como ensa-yo

El ensayo y sus pre-textos.

En el otoño de 2006, Mario Vargas Llosa impartió, en Georgetown University, un curso sobre Juan Carlos Onetti, escritor al cual profesa una profunda admiración desde que descubrió su narrativa en los años sesenta del siglo pasado. Para preparar la cátedra, armado de papel y lápiz, emprendió una relectura sistemática del corpus onettiano (esto es, de principio a fin) convencido como estaba de que “de este modo el conjunto sería más rico que la suma de sus partes” pues, según el Nobel 2010, la narrativa del escritor uruguayo es, como la de Balzac, Faulkner o García Márquez, una apuesta por la “totalidad”, una obra “en la que cada novela o cuento es, a la vez, una historia autónoma y el fragmento de una historia general”. A partir de los apuntes realizados en esta relectura, enriquecidos con las ideas aportadas por su grupo de estudiantes, Vargas Llosa escribió El viaje a la ficción. El mundo de Juan Carlos Onetti, ensayo publicado en 2008: “Pero éste no es un libro de erudición sino la lectura personal de una obra que quedará como una de las más valiosas que ha producido la literatura de nuestro tiempo” (Vargas Llosa, 2008: 236).

Con ese tono confesional y reverente concluye Vargas Llosa su texto, avalando la percepción que sostuve durante la lectura del mismo. Se las comparto: El viaje a la ficción es producto, no únicamente de un saber erudito sino, sobre todo, de la pasión. Por ello, contagia el entusiasmo por la narrativa de Onetti; así, para nada es extraño que yo ahora hurgue afanosamente entre mis estantes en busca de los libros que debo tener por allí, arrinconados y empolvados ya (penoso caso). Sin embargo, no es eso lo que me interesa exponer, antes bien, necesito escribir la intuición que me despertó el libro de Vargas Llosa. Es ésta: todo ensayo debería tener como finalidad contagiar la pasión (o el horror) que experimenta quien lo escribe. De tal forma, el ensayo no se presta a la frialdad ni a la indiferencia, pues qué caso tendría escribir si no es para expresar la reacción ante una realidad que sublima o defrauda y, por ello, no ocasiona pereza. Dicho de otra manera: Vargas Llosa escribe desde el entusiasmo, yo desde la intuición provocada por Vargas Llosa, pero sin el entusiasmo ni la intuición, o sumidos en la pereza, ¿podría escribirse algo?    

El ensa-yo.

No sé ustedes, pero yo, cada que intento escribir un ensayo, experimento cierta desazón: el prurito de estar explicando algo que no necesita explicación y, si la requiriera, podría ser descifrada sin problema por alguna pluma más avezada y categórica, además de líquida e, incluso, onírica. Mas, heme aquí escribiendo un ensayo para decir que el ensayo es la expresión de un yo para nada indiferente sino activo y explícito. Ese yo se posiciona por medio de la escritura, no sólo ante sí mismo y lo que escribe, sino frente a los que escribe. Ahora bien, no pensemos en ese yo como algo acabado, permanente e inconmovible, por el contrario, el yo activo está, sí, confrontándose, pero también conformándose y complementándose gracias a aquello que confronta. Tal experiencia lo re-significa, ya sea delimitando su significación o añadiendo nuevos símbolos a su yo. Precisamente, el vehículo para expresar esta experiencia es el ensayo como ensa-yo.

De hecho, Juan José Arreola, al recordarnos en su “Prólogo” a los Ensayos Escogidos de Montaigne que la palabra ensayo no surgió como un término equivalente a “intento” o “tentativa” de explicación —como en ocasiones suele entenderse—, sino que estaría relacionada con “la palabra latina gustus, esto es, la prueba que el gentilhombre hace a la visita del rey para demostrar la inocuidad de los alimentos que van a servirse” (idea que toma Arreola, según él mismo informa, de Justo Lipsio), regresa al ensayo su cualidad de ser, principalmente, la expresión de aquello que el yo experimenta después de haber “probado” o, mejor aún, “degustado” la realidad. En consecuencia,

Los Ensayos de Montaigne no son, en sentido estricto, ni memorias, ni historia, ni filosofía, ni confesiones, ni apuntes para un libro futuro. Son sencillamente el retrato cultural de un hombre que dándose a conocer a los demás, trata de conocerse a sí mismo desde todos los ángulos posibles… (Arreola, 1995: 13).

La operación es simple, a mi entender: un hombre (el yo) “prueba” la realidad, y por medio del ensayo enuncia la experiencia de esa “degustación”, manifestando su deleite o aversión (jamás sopor) por eso que lo confronta, pero también lo conforma y complementa, definiéndolo mejor o re-significándolo por medio de esta experiencia. Por ello, el ensayo no es un compendio de información ni un cúmulo de ideas inconexas, al contrario, es un diálogo interior en busca de la afirmación o re-significación personal por vía del conocimiento de uno mismo y/o lo otro: es ensa-yo (quizá por ello Adolfo Castañón llama a Montaigne el “Confucio de occidente”).

Por cierto, y a propósito de Montaigne…

Creo que lo escrito hasta aquí da una importancia fundamental a la acción afirmativa, a una postura que, si bien puede estar en construcción, siempre se expresa positivamente. Y ello no es necesariamente cierto. Eso lo he recordado gracias a Adolfo Castañón, quien en el epílogo a los Ensayos Escogidos de Montaigne afirma: “[En España, América y México] El Quijote y Sancho han tenido más herederos que Cervantes” (Castañón, 1995: 465). Esto es: la búsqueda quijotesca del ideal, y la necesidad de habitarlo, sin importar lo desmesurado que sea, nos caracteriza (¿caricaturiza?) más que el humor de un Cervantes o la suspicacia de un Montaigne. Porque sí: Montaigne descree de la verdad en términos de totalidad. A lo más que puede aspirar el hombre es a exponer lo que alcanza (y a veces ni eso) a comprender:

Bien sé que con frecuencia me acontece tratar de cosas que están mejor dichas y con mayor fundamento y verdad en los maestros que escribieron de los asuntos que hablo. Lo que yo escribo es puramente un ensayo de mis facultades naturales, y en manera alguna del de las que con el estudio se adquieren; y quien encontrare en mí ignorancia no hará descubrimiento mayor, pues ni yo mismo respondo de mis aserciones ni estoy tampoco satisfecho de mis discursos. Quien pretenda buscar aquí ciencia, no se encuentra para ello en el mejor camino, pues en manera alguna hago yo profesión científica. Contiénense en estos ensayos mis fantasías y con ellas no trato de explicar las cosas, sino sólo darme a conocer a mí mismo… (Montaigne, 1995: 172).
Luego entonces, no debe entenderse la expresión del yo que propone el ensa-yo con una postura categórica, férrea, convencida y/o dogmática ante lo otro, pues ello llevaría a la desmesura ideológica o, en el mejor de los casos, a la hipertrofia del yo. La inclusión de la negación, la duda e incluso la aceptación de los argumentos contrarios es válida en el ensayo. Es sintomático que para conjurar toda ortodoxia, Montaigne mandara esculpir en los muros de su biblioteca sentencias como éstas: “A cualquier razonamiento se le puede oponer un razonamiento de igual fuerza” o “Nada es de esta forma ni de la otra, ni de ninguna de las dos”, ambas de Sexto Empírico

Guillermo Fadanelli, o de cómo la serpiente se muerde la cola

Utilizo el símbolo de la serpiente enroscada hacia su propia cola para permitirme regresar al año 2008, fecha en la cual Vargas Llosa publicó El viaje a la ficción, —punto de partida de esta disertación—, y yo realicé la lectura de Elogio de la vagancia, de Guillermo Fadanelli, sin mayores repercusiones en su momento, aunque plenamente significativa en este otro.  Me explico: en ese delgado volumen de ensayos, Fadanelli propone un “pensar vagabundo”, por medio del cual “cada quien tiene la posibilidad de obtener sus propias conclusiones en vez de seguir a ciegas las ideas de otros” (Fadanelli, 2008: 16). De tal forma, para tener una idea de las cosas, sólo basta “ponerse en camino” para descubrir nuestras conclusiones “en el escondite de nuestro pensamiento”. De allí que Fadanelli reflexione en los siguientes términos,
el conocer es un vagar pero no de la mente sino de todo un consciente que desde un cuerpo se pone en movimiento para cumplir un recorrido que en buena parte es impredecible (Fadanelli, 2008, 28).
Seré franco: si bien me pareció, en un primer momento, que el “pensar vagabundo” propuesto por Fadanelli sólo era una puesta al día de sus intentos por darle en la madre al pensar académico (metódico, enciclopédico, racional, objetivo), hoy me parece claro que no hay otra forma de escribir ensayos, pues, ¿qué es un ensayo sino un conocer a través de la vagancia por uno mismo en busca de las claves que permitan la apropiación de “lo otro”, poniendo en juego todos los recursos de los cuales pueda valerse el yo? Así, las frases que he ido construyendo (im)pacientemente para expresar mi idea sobre el ensayo no son producto de una “invención” o de un “alumbramiento” súbito, sino del “descubrimiento” de nociones leídas (anterior o recientemente), pero también vividas, o pensadas, o escuchadas, o aprendidas, o soñadas, o imaginadas, o intuidas, a las que sólo había que reencontrar gozosamente, como se regresa a los brazos de una antigua amante a la que se le extraña infinitamente, o sobre las que había que volver, como la serpiente vuelve a su cola. De tal suerte, en el ensayo, el yo que nos habla lo hace desde un conocimiento que no es solamente enciclopédico, sino multidireccional y polifacético.

Un último devaneo, por favor: Hacia una forma del discurso del ensayo.

¿Conocimiento multidireccional?
¿Qué demonios significa eso?
La multidireccionalidad del conocimiento insinúa diversas maneras de aprehensión de la realidad.
Porque el saber se construye no sólo en términos de erudición enciclopédica.
Un humano, cualquier hombre y mujer, conoce con la razón pero también con la imaginación.
Con la intuición.
Con la alegoría.
Y la metáfora.
No sólo con la lógica causal
Sino también con la analogía polisemántica.
Y, las más de las veces, impulsado por motivaciones vitales-existenciales.
Con todo lo anterior, un hombre o una mujer crean lo que Heriberto Yépez llama un “flujo polifacético de la actividad pensamental” (Yépez, 2002: 146).
Ahora bien: si es evidente que el saber dista de ser puramente enciclopédico, también debe serlo la forma de enunciarlo, la cual no debe adoptar sólo un discurso lineal o acumulativo-secuencial, pues, si como opina Yépez, “La mente no piensa rectilíneamente”, ¿por qué empeñarnos en darle una direccionalidad unívoca? Y, volviendo a nuestro tema: ¿por qué empeñarnos en darle una forma lógica-progresiva-acumulativa-secuencial al ensayo?
Lo que la prosa hizo por mucho tiempo fue presentar, de manera artificiosa, el desarrollo del pensamiento como una sucesiva adición de discursos (enunciados, párrafos, capítulos) que tendían a una solución intelectual única... [Pero] Es mentira que la mente solamente pueda seguir un camino; es mentira que los pasos de la mente tengan que llegar a un único destino (Yépez, 2002: 146) .

Para darle al ensayo características más acordes con el acto de pensar, Heriberto Yépez propone un ensayo fragmentario (o “fichero”) debido a que éste ofrece al pensamiento posibilidades de expansión digresiva, asociativa, anecdótica o elucubrativa, pues “deja que las ideas surjan y se extiendan hasta donde naturalmente desenlacen, sin obligarlas a conectarse o subordinarse a la vida de las otras”.

Guillermo Fadanelli identifica esta expansión del pensamiento con la dinámica sostenida en una “charla mundana”, en la cual podemos recurrir a “digresiones, reiteraciones, exabruptos, contradicciones, lagunas y relatos personales”. Precisamente, este texto ha pretendido ser esa charla mundana con el tema del ensayo, a la cual se han convocado voces presentes en el imaginario de quien escribe para darle salida a ciertas nociones que, de otra forma, quedarían apagadas y relegadas al olvido, asesinando así formas posibles de pensamiento y, en última instancia, de vida.     

por Jaime Magdaleno

Fuentes
Fadanelli, Guillermo. Elogio de la vagancia. De Bolsillo, México, 2008. 124 págs.
Montaigne, Michel De. Ensayos escogidos. Prólogo de Juan José Arreola. Epílogo de Adolfo Castañon. UNAM, México, 1995. 532 págs.
Vargas Llosa, Mario. El viaje a la ficción. El mundo de Juan Carlos Onetti. Alfaguara. México, 2008. 243 págs.
Yépez, Heriberto. Todo es otro. A la caza del lenguaje en tiempos light. Fondo Editorial Tierra Adentro, México, 2002. 214 págs.
 


No hay comentarios:

Publicar un comentario