5.3.16

Descansar en paz

Él murió a la una y tantos de la tarde pero recogieron el cuerpo del asfalto hasta las tres cuarenta y cinco. Sus hermanos y yo estuvimos sentados sobre la banqueta ardiente esperando a que llegara la ambulancia, y cuando llegó, todavía esperamos a los peritos. Hacía mucho calor y todos estábamos sudando.

Estábamos tristes y sudando.

Vinieron fotógrafos de “La Prensa” y le tomaron fotos al cuerpo y a nosotros. No sé por qué querían fotos de nosotros, pero nos las tomaron.

Nadie salió llorando.

Cuando los peritos terminaron su trabajo se llevaron el cuerpo a la Quinta Delegación y hasta allá nos fuimos todos. Tomamos un taxi que no nos quiso cobrar pues dijimos que íbamos a recoger el cadáver de mi hijo. Cuando llegamos, el taxista nos dio el pésame.

Ese taxista fue el primero en darnos el pésame.

Yo no supe qué hacer o cómo contestarle. Sólo le dije: “Dios lo bendiga”, y con eso pareció satisfecho. Arrancó de ahí y nosotros nos metimos a la Quinta Delegación a reclamar el cadáver de mi hijo.

En la Quinta Delegación estuvimos desde las cuatro y media de la tarde hasta las seis de la mañana. Nos traían a vuelta y vuelta con que debían esperar el peritaje antes de mandar el cadáver al Semefo. A mí me dolió el estómago mientras esperábamos y vomité saliva. Pero no lloré. No sé por qué, no me salieron las lágrimas. A mis hijos sí; ellos lloraron y mentaron madres por la muerte de su hermano. También porque no nos querían entregar el cuerpo. Entonces varias mujeres, que en bola esperaban a sus muertos, nos recomendaron contratar a una funeraria para que ellos aceleraran los trámites. Primero no quisimos hacerlo pues no tenemos mucho dinero. Pero luego mis hijos platicaron y dijeron que sí, que echándole ganas sí les alcanzaba. Contratamos a la funeraria como a la una de la mañana. Y al amanecer nos entregaron el cuerpo que ya no tuvo que irse al Semefo.

Lo llevamos a la casa para velarlo. La funeraria puso el ataúd, los candelabros, las flores y se encargó de los trámites. Nosotros pusimos el patio, preparamos café, compramos y dimos bolillos a la gente que ya estaba esperando a que veláramos a mi hijo. Cuando empezaron los rezos, comencé a llorar. Me acerqué al ataúd, vi a mi hijo y le entregué mis lágrimas. Mis muchachos y unos vecinos llegaron a abrazarme. Seguí llorando mucho tiempo, no sé cuánto, pero luego tuve que calmarme pues había que preparar la partida al cementerio.

Al panteón llegamos como a las seis de la tarde. Caminamos bastante, entre el polvo que olía a salitre y muchos perros que salían de entre las tumbas. Cuando llegamos al foso que nos dio la funeraria, ya me dolían los pies. Un cura, al que nunca había visto, rezó cinco Aves Marías y luego le echó la bendición al ataúd. Bajaron la caja con el cadáver de mi hijo y yo sentí que se me rompía en dos el cuerpo. También me temblaron las piernas y tuve ganas de vomitar otra vez, pero no lo hice; a lo mejor porque no había comido nada desde el día anterior. El mayor de mis hijos habló y se despidió de su hermano. Yo lloré porque no podía creer tanta desgracia. Luego no sé qué me pasó, no sé si me desmayé o me dormí o no sé qué, pues ya no supe nada hasta que ya veníamos de regreso a casa.

Nos fuimos a descansar. O al menos esa era la intención, pero estoy segura de que nadie descansó ni durmió en toda la noche, pues entre el recuerdo de mi hijo y las cuentas que teníamos que hacer, la cabeza se nos hizo un nudo.

Al día siguiente preparamos el inicio del novenario. Mi hijo menor… bueno, el que ahora es el menor después de la muerte de su hermano, fue al Wal Mart a comprar más café, bolillos y pan dulce con el dinero que juntamos entre todos. Gracias a Dios las vecinas me ayudaron y trajeron a la casa hojaldras con mole, conchas partidas en cuatro y sándwiches que repartimos entre los que vinieron a rezarle a mi hijo.

Fuimos muchos en el primer novenario. Vinieron todos los que conocían a mi hijo, los que jugaron con él en su equipo de futbol y los otros, sus amigos de la calle. Algunos lloraron, otros estaban muy borrachos y dos hasta se pelearon. Pero luego se calmaron, chillaron y se abrazaron por su amigo. Ese día también lloré, pero no mucho pues debía atender a los invitados. Además, debía guardar el dinero que me iban dando algunos de los que vinieron y dijeron lamentar la pérdida de mi hijo.

En el segundo novenario se fue la luz y estuvimos alumbrados sólo por unas velas. Hizo mucho frío, no sé por qué si estamos en marzo. Pero sobrellevamos el mal clima con el café bien caliente y con varias botellas de ron que compramos entre todos. Ese día dimos tamales de mole que un amigo de mi hijo trajo, además de tortas de frijoles que hice con los bolillos del Wal Mart y unos frijoles que me trajo mi comadre Carmen.

Al tercer novenario vino gente que yo nunca había visto pero que dijeron ser amigos de mi hijo. No los contradije y los atendí como si los conociera. Algunos de los otros invitados vieron a esa gente con mala cara. Mis hijos quisieron correrlos a patadas pero yo les dije que por favor no hicieran escándalo, que respetaran la memoria de su hermano. Gracias a eso se calmaron. Ese día tampoco puede llorar pues estaba más nerviosa que triste.

Hoy no sé por qué no lloro.

Y no sólo no lloro, sino que me gustaría decirles a todos que estoy harta. Estoy fastidiada de rezar, de recibir condolencias, de explicar cómo murió mi hijo y por qué. Quisiera ser transparente, dejar de ser la mamá del muerto para que ya no me pregunten, para que ya no me den el pésame, para que no me arrimen su lástima ni sus pesos. Quiero dejar de ser yo por un momento para que me dejen en paz.

Quiero descansar en paz, como mi hijo.

La verdad es que ahora sólo se me antoja eso, decir eso.

Perdón. 

Espero puedan entenderlo. 

por Jaime Magdaleno


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