I.
Arte
como significación
A
estas alturas del post apocalipsis, todos sabemos que el sapiens es un animal
simbólico: alguien que a través de diferentes prácticas otorga sentido a su
experiencia. Lo mismo con el lenguaje que a través rituales religiosos o
prácticas artísticas, el hombre utiliza símbolos que pueden (y solicitan) ser
interpretados; a su vez, esos símbolos son portadores de sentido: significantes
en busca de convertirse en significados.
En
ese sentido, el arte puede ser visto como un cúmulo de significantes que se
vuelven significado en el momento en que un espectador otorga sentido a la
obra. Toda obra de arte requiere la participación de espectadores que
complementen la obra, otorgando el significado que el significante, llamado
“obra de arte”, porta.
Ahora
bien, una de las posibilidades que tienen los espectadores para llevar a cabo
la función de otorgar significado a la obra es compartir con el “artista”, y
con el objeto por él producido, cierto código común. Todo artefacto que se
presente como “obra de arte” es un objeto que se convierte en “pieza artística”
cuando alguien le otorga esa cualidad, ya que porta un significado reconocido
por la comunidad de espectadores. “Objetos o actos corrientes adquieren un
significado simbólico a través de su incorporación a un sistema común de
creencias”, escribe Cynthia Freeland, y ello nos lleva a pensar que la “obra”
no es un objeto artístico “en sí”, sino que se convierte en tal cuando un
conjunto de espectadores le otorga la cualidad de “obra de arte”, siempre y
cuando logre incorporarse al “sistema común de creencias”.
Así
las cosas, el arte es un signo convertido en significante por la acción de los
espectadores. Son ellos los que convierten a la pieza en objeto artístico,
razón por la cual hay una relación estrecha entre artista-objeto-espectador;
relación que fluye dinámicamente cuando la significación se da sin
dificultades, y que se entorpece cuando alguno de los elementos no cumple con
las expectativas del otro. Es decir: si el artista se aleja radicalmente del
sistema de signos que comparte con el espectador, y crea una pieza que no es
reconocible como signo por el espectador, éste duda acerca de la posibilidad de
clasificar como obra de arte al objeto o pieza que se le presenta. Para que el
espectador considere “algo” como arte, es necesario que ese “algo” sea
susceptible de ser convertido en “signo artístico” dentro del sistema común.
Precisamente, los problemas que enfrenta el arte contemporáneo radican en el
hecho de que, muchas veces, las piezas se alejan radicalmente de lo que los
espectadores pensamos o intuimos que es el arte. Dice Freeland (2003): “Casi
todo el arte moderno, en el ámbito del teatro, la galería o la sala de
conciertos, carece del refuerzo previo de una creencia general de la comunidad
que proporcione un significado en términos de catarsis, sacrificio o
iniciación”. Y si bien Freeland se refiere, en la cita anteriormente anotada, a
la relación del arte ritual con la comunidad, esta idea, considero, puede
aplicarse al alejamiento del espectador hacia el arte contemporáneo.
En
suma: el código o sistema común por medio del cual identificamos lo que el arte
“es”, nos permite recibir “algo” como arte, aceptándolo o rechazándolo. Y ese
código no es estático: ha variado a partir de criterios socialmente aceptados
en distintos espacios y tiempos. Identificarás algunos de esos criterios si no
pierdes la paciencia y continúas leyendo este panfleto.
II.
Algunos
criterios para decidir qué es arte
Todo
espectador de arte contemporáneo que se sienta incómodo al no saber comprender
el significado de una obra, debería experimentar cierto alivio al recordar que
la determinación final acerca de lo que el arte “es” recae, no sólo en la
intencionalidad del artista o en el mensaje que la obra porta, sino también en
la significación que le da la comunidad. En ese sentido, lo que hoy llamamos
“arte medieval” traducía necesidades espirituales de una sociedad religiosa,
por lo que la pieza era valorada por la comunidad si acaso lograba transmitir
esos valores. El renacimiento desplazó gradualmente al arte religioso, pues una
nueva clase, la burguesía, requirió y patrocinó nuevos paradigmas artísticos.
Así pues, la manera en que las sociedades han recibido y otorgado significado a
las “obras de arte”, ha influido en los criterios a partir de los cuales decidimos
qué es arte y qué no lo es.
En
su ensayo “Sangre y belleza”, Cynthia Freeland recuerda dos momentos en la
historia de la estética en los cuales se definieron criterios diferentes a
partir de los cuales se podía entender lo que una obra de arte “es”. Esos
momentos están representados por un par de pensadores: David Hume e Immanuel
Kant.
Según
Freeland, Hume consideraba que el arte se basaba en “juicios de gusto”, juicios
que son “intersubjetivos”, pues son compartidos por una clase social particular:
los “hombres de gusto”: aquéllos seres con capacidades refinadas que
propugnaban por un arte que divulgara “los valores ilustrados del progreso y el
perfeccionamiento moral”. La creación artística, para ser valorada
positivamente, debía apegarse a esos valores, por lo que se imponía la
necesidad de una pedagógica acerca de los criterios que debía seguir el artista
y a los cuales se debía apegar la obra. De la misma manera, el espectador debía
recibir la obra, valorándola a partir de su apego o su alejamiento a tales
valores y criterios.
En
cuanto a Kant, Freeland nos dice que:
para Kant la estética
se experimenta cuando un objeto sensorial estimula nuestras emociones,
intelecto o imaginación. Estas facultades son activadas en un “libre juego” y
no de una manera más centrada y deliberada. El objeto bello atrae a nuestros
sentidos, pero de una manera fría y distanciada. La forma y el diseño de un objeto bello son la clave del
importantísimo rasgo de la ‘intencionalidad sin intención’ (2003).
Como
puede verse, la postura de Kant se aleja considerablemente de la idea clásica
de catarsis, pues Kant no considera que el arte deba propiciar una emoción
desbordada, sino que debe propiciar que el espectador se fije sólo en la forma. Con Kant, la forma de
la obra de arte se vuelve autónoma, independiente de sus posibilidades
catárticas o de sus planteamientos ideológicos. Así, gran parte del arte
moderno se convertirá en una reflexión sobre la materialidad en que se presenta la obra, y la forma que adopta la
misma. En su ensayo “El problema de la definición general de arte”, Umberto Eco
(2001) lo expresa así:
El irse articulando
el arte contemporáneo cada vez más como reflexión de su mismo problema (poesía
del hacer poesía, arte sobre arte, obra de arte como poética de sí misma)
obliga a registrar el hecho de que, en muchos de los actuales productos
artísticos, el proyecto operativo que en ellos se expresa, la idea de un modo
de formar que realizan en concreto, resulta siempre más importante que el
objeto formado […].
De
esta forma, Kant relega al olvido consideraciones románticas sobre la condición
catártica o ideológica del arte para proponer una reflexión sobre la forma del objeto artístico y el modo en
que éste se construye.
III.
El
arte como práctica situada
Ahora
bien, continuemos con Eco: en el ensayo arriba citado, el semiótico italiano
reflexiona sobre la naturaleza dialéctica de la práctica del arte. En
concordancia con Dino Formaggio, Eco asegura que la expresión “muerte del arte”
debe entenderse dentro de una lógica dialéctica y no en el sentido del fin de
una práctica humana. Escribe Eco:
Formaggio [utiliza]
la lección del filósofo alemán [Hegel] para extraer de ella una metodología
dialéctica capaz de justificar una transmutación de las distintas ideas del
arte en diferentes contextos culturales, donde la palabra “muerte” asume esa
connotación positiva que tiene siempre que en el pensamiento dialéctico se
piense en el movimiento triádico de la “negación” como etapa de un proceso que,
a través de la “negación de la negación”, abre el camino a una nueva vida y
sienta las bases de una oposición posterior (2001).
Es
decir, por medio de la lógica dialéctica pueden explicarse los diferentes
estados, criterios, ideas que se han postulado con relación al arte; criterios que en
algunos momentos chocan y se niegan, para posteriormente afirmar una nueva
posibilidad de arte. No obstante, Eco hace la crítica a la lógica dialéctica
dentro del arte, afirmando que ésta en realidad no explica las causas de los
cambios, y sí se conforma con afirmar una metafísica que anima al arte. O sea: la dialéctica en el arte puede darnos cuenta de la dinámica de los
cambios, pero no explica las causas de los mismos. Por ello, en este texto
quiero decir que se vuelve necesario comprender que el arte es una práctica situada,
que más allá de seguir una “lógica dialéctica” (una especie de “determinación
metafísica” de los cambios), sigue determinaciones complejas en su dinámica. Así, pienso que no es un “espíritu
dialéctico” el que propicia el surgimiento de rupturas, cambios,
modificaciones, transmutaciones en la forma de hacer arte, sino que son las
dinámicas sociales-lingüísticas-económicas-políticas-culturales-psicológicas-ecológicas-biológicas-estéticas-filosóficas
las que posibilitan los cambios. En ese sentido, pienso que la tarea de quien
realiza arte —y de quien lo recibe—
radica en considerar de qué manera algunos de los aspectos contenidos en el
macro-concepto anterior, tal y como se dan en un espacio-tiempo concreto, han
animado y animan una obra. El atribulado espectador de arte contemporáneo
tiene, de esta manera, un criterio (complejo) a partir del cual entender,
aceptar, rechazar, admirar, vituperar y, en suma: valorar una “obra de arte”.
por Jaime Magdaleno
FUENTES
Eco,
Umberto. La definición del arte.
Trad. de R. de la Iglesia. Ediciones Destino, Barcelona, 2001. p. p. 129-157.
Freeland,
Cynthia. Pero ¿esto es arte? Trad. de
María Condor, Cuadernos Arte Cátedra, Madrid, 2003. p.p. 17-43.
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