19.2.15

Complejo finito


Recargado sobre el anuncio comercial del parabús, él trata de ubicar una unidad de transporte público enfocando su mirada suave-indiferente. Su desapego no es hostil, antes bien, refleja un quietismo mental, anímico. Su vestimenta es holgada pues quiere sentirse libre aunque nada lo aprisiona. Los automóviles pasan y pasan porque qué otra cosa podría esperarse de ellos, es decir, ésa es su función: marchar, cooperar con la ilusión de movimiento que, él lo sabe, no es tal. Observa caras que de tan vistas da igual si existen o no por lo que la descripción sale sobrando. Además no tiene dinero en los bolsillos del pantalón y ninguna actividad urgente que cumplir, así que esta tarde él está convertido en un paria, una escoria que espera pacientemente una unidad del transporte público en un Eje Central en estado de ebullición. 
 
El parabús fue diseñado pensando en gente si no con éxito, sí económicamente activa, quizá solvente. Al menos eso explica los anuncios luminosos allí, hologramatizando un lugar que el capitalismo erige como una eremita del dios consumo. Hay asientos de metal utilizados por algunas personas. Los ojos limpios de temperamento dócil de él admiran la avenida, maravillados sin saber por qué. 
 
Levanta la vista. Allí no está el sol. Hay nubes confeccionando figuras imposibles. El viento ligero traza pinceladas invisibles producidas por un Dios similar. Es fácil adivinar que el día le tiene preparada una sorpresa: se respira, se siente y por qué no, se huele. 
 
Sus ojos trazan un ángulo buscando el cenit. No está lloviendo pero él ve lluvia. Las nubes se alejan en fuga, a toda velocidad. El cielo se abre y entonces sí, un enorme hueco, inmenso hoyo negro aparece. Giros, vértigo, un remolino allá arriba arrasa con todo, lo succiona todo y la imagen es tal que se puede pensar en un enorme excusado devorando árboles, carros, perros, a mí, a ti y a ti también, no corras, no intentes escapar porque es inútil. Mira: allí vas. 
 
O tal vez será con luz. Así, simple: será un luz intensa que en un segundo, una micro-millonésima de segundo abarcará todo y entonces sí, todo se mirará blanco, todo será blando, todo será nada. 
 
¿Y si fuera una lluvia de fuego? La raza de víboras terminaría retorciéndose entre rictus y alaridos de agonía apocalíptica. Pecadores, impíos, sacrílegos; gente hueca, gente sin alma. Carne, sólo carne tronando por la acción abrasadora de un fuego sin comparación posible, un fuego que debe ser la presencia misma de un Dios que explotó, no pudo más y dijo: 

¡¡¡A CHINGAR A SU MADRE TODOS!!!; 

grito que debió tocar, transdimensionalmente, hasta la última mota de polvo estelar. 
 
O naves espaciales como en una película del Santo. Pero, lástima, como el Enmascarado de Plata ya no está entre nosotros el final será irremediable. Las compuertas de las naves se abrirán ante la mirada atónita de miles que miraron o leyeron “La guerra de los mundos”, de H. G. Welles, y la relación es inevitable pero, bueno, eso no quiere decir que estemos preparados para los rayos infrarrojos que de una sola descarga convertirán la tierra en un páramo inhabitable.

De pronto, algunas gotas caen sobre sus ojos. La acidez del agua le produce cosquilleo, molestias, por lo que sus párpados se cierran. Con las manos fricciona ambos párpados: arriba, abajo. Con ese movimiento expulsa lágrimas de sus ojos y no, no es que esté llorando, lo que sucede es que la irritación ya es tanta que...

El impacto de tres carros es impresionante. Hay rechinidos, ruidos como de rata atrapada producidos por el metal que se arrastra por el suelo y saca chispas que muchos de los que circulan por el Eje Central ven, miran y, 

¡¡¡DIOS MÍO!!!, 

la dirección es inequívoca. 
 
El golpe arquea su cuerpo que bien pudo haber volado pero el parabús lo detuvo. Sus rodillas quedan reducidas a polvo, una pierna le cuelga de una tira de carne y él, que hace unos segundos imaginaba el fin del mundo, queda finiquitado sobre el cofre de un auto, con un río de sangre escurriendo por la boca y un remolino formando una nueva galaxia sobre el iris de su indiferente mirada. 

por Mara Maxemin  

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