Faustina
es una novela que relata la historia de quien recibe la visita de un padre,
durante una semana, sólo para perderlo, para siempre, después de reconfigurar
una historia personal y de clan.
Faustina
es, pues, un lamento fúnebre que quiere llorar la ausencia de padres profusos
en la eyaculación pero poco dispuestos a la monogamia y la sedentarización.
Faustina
es el suspiro eterno y agonizante de las madres estoicas que aguantan años de
abandono e indiferencia aunque, a cambio, solicitan la vida y la desdicha de
los hijos.
Faustina
hace ver la suerte de los hijos no reconocidos o reconocidos, da igual, pues al
fin y al cabo todos permanecen regados, abandonados o castigados por sus
padres, quienes desquitan en sus cuerpos la perra vida y destino en que
tuvieron la desdicha de nacer.
Faustina
es un canto vital, lastimeramente gozoso o sensualmente lacrimoso, en donde se
baila tristemente al son de una cumbia “barulera” o se sufre deliciosamente
entre las piernas del macho que, después de un tiempo, invariablemente, pondrá
el cuerno y/o se largará.
Faustina
es el soliloquio enredado de quien hace memoria y se da cuenta de que su
familia es un cúmulo de personas ajenas, apenas conocidas: linaje que se
extiende hasta los patriarcas que trabajaban con la obsidiana en sitios en
donde se repetían conjuros contra Coatlicue-Guadalupe.
Faustina es el monólogo delirante de quien se
asume chichimeca y recrea historias de tlaloques, chalchihuites y prácticas
canibalescas o sacrificiales ocurridas en el borde de Xochiaca, en Ecatepec, en
Azcapotzalco, en México-Tenochtitlan, en Otumba o en el desierto.
Faustina
es una lengua enrevesada que clama sangre y exterminio bajo la pregunta: “Y ¿cuándo se va a acabar la guerra? […].
Nunca, para eso haría falta terminar de matarnos a todos. Aquí había empezado,
en este ombligo que en lugar de nutrirnos un día va a succionarnos”.
Sí, haría falta terminar de
matarnos a todos, porque
en el México de Faustina:
Los
padres se ausentan por años y las madres son Xochipillis en permanente estado
de gravidez.
Los
hijos tienen más semejanzas físicas con los compadres, los tíos o los vecinos
antes que con los propios padres.
Las
tías son alcahuetas que viven y mueren en el argüende, tratando de recomponer
el tejido familiar lastimado por cientos de chismes y malos entendidos
originados, no pocas veces, en medio de borracheras interminables.
La
calle es una extensión de la casa o, antes bien, el “cuarto de juegos” de los
niños que prefieren evadirse en un partido de futbol antes que enfrentar los
tribulaciones familiares.
En
México el pasado remoto y el cercano, el linaje tribal y el familiar, la lengua
líquida del náhuatl y la cerrada del español es un chorizo mal enredado y en
estado putrefacto que permanece estancado entre las aguas negras de la ciudad.
En fin:
El
México de Mario González Suárez no dista mucho del de Octavio Paz, en el
sentido de afirmar que habitamos un “pasado enterrado, pero vivo”; aunque lo
que distingue a González Suárez es su empeño en demostrar que las aguas de
México permanecen estancadas y, por eso:
“la ciudad será destruida, se
inundará de aguas negras y quienes no mueran verán cómo llueve fuego del Popo
hasta que todo quede bajo un petate de cenizas. De un furioso terremoto
desaparecerá la tierra el día de las madres”.
Mario González Suárez.
Faustina. México, Ediciones Era, 2013. 114 págs.
por Jaime Magdaleno
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