19.9.14

Puentes sobre caudalosos ríos: los cánones literarios


Buena tarde. Ante todo, quiero agradecer al Comité Organizador de las JALYS la oportunidad que me brinda de hablar en estas XI Jornadas Antropológicas de Literatura y Semiótica. Es para mí un placer estar entre todos ustedes. Gracias a quienes hicieron esto posible.
Quiero comenzar mi participación aclarando que he decidido dividir ésta en dos partes. En la primera de ellas, comentaré el origen del texto que estoy por presentarles; génesis que tiene que ver con la publicación de mi primera novela y una palabra (NALGAS), cuya inclusión en el título ha despertado toda clase de reacciones, desde la hilaridad jocosa hasta el desagrado despectivo. Debo confesar que, para digerir las reacciones del público hacia el título de la novela, he recurrido a un par de conceptos: al de “Horizonte de expectativas”, tal y como está definido desde la Teoría de la Recepción de Robert Hans Jauss; y al de “Canon”, pero no en la versión esteticista (reducida) de Bloom, sino desde las ampliaciones que han hecho del término teóricos como Henryk Markiewicz o Josu Landa.
En la segunda parte de mi intervención solicitaré de todos ustedes el uso de su imaginación para que convoquemos a esta sala a un par de teóricos, nostálgicos de la Era de la Distinción y las Certezas Sólidas: Zygmunt Bauman y Harold Bloom. Haremos aparecer aquí a Bauman y a Bloom para comentar con ellos sus conceptos de “cultura líquida” y “canon occidental”, con la finalidad de comprender las dinámicas que se ponen en juego al momento de establecer cánones literarios. Mi presentación tiene como título: “Puentes sobre caudalosos ríos: los cánones literarios”, pues parto de la idea de que podemos entender la literatura como un río en el cual nunca vemos pasar las mismas aguas; hay un caudal inagotable de obras y autores que fluyen frente a nuestra vista y, ante este hecho, los cánones literarios, más allá de convertirse en mecanismos de poder o en marcas de certeza acerca de lo que es la literatura, pueden convertirse en los puentes que nos permitan atisbar los cauces sobre los que corren obras y autores. 
 
Nalgas” no es una palabra literaria. ¿Y qué es una palabra literaria?

En mayo del 2012 publiqué una novela cuyo título Diatriba (para tus nalgas) en Bildungsroman, motivó toda serie de reacciones; desde la extrañeza por el significado de las palabras “Diatriba” o “Bildungsroman” hasta la risa cómplice o el gesto reprobatorio por el uso de la palabra “nalgas”. Un compañero del trabajo, profesor de filosofía y escritor él mismo, cuestionó airado, “¿quién se atreve a poner esa palabra en el título de una novela?”. Con desenfado, respondí que yo lo había hecho, y no por “atrevimiento”, sino por el simple hecho de que la palabra, según creo, está sugerida por la corporalidad y la sexualidad subyacentes en el texto mismo. Con displicencia, pontificó que “nalgas” no era una palabra que pudiera aparecer en ningún título. Ante semejante sentencia, sospeché que la resistencia hacia la palabra se debía más a los prejuicios que tiene mi compañero acerca de la literatura, que a consideraciones nacidas de la lectura de mi texto, el cual estaba rechazando de antemano. 
Precisamente, la Teoría de la Recepción nos da cuenta de la aceptación o el rechazo que hacemos de un texto a partir de nuestro “horizonte de expectativas”, concepto trabajado por Hans Georg Gadamer y retomado por Robert Hans Jauss, quien lo define como:

un sistema referencial, objetivable, de expectativas que surge para cada obra, en el momento histórico de su aparición, del conocimiento previo del género, de la forma y de la temática de la obra, conocidos con anterioridad así como del contraste entre el lenguaje poético y el lenguaje práctico (Sánchez Vázquez, 2005).

Esto es: el lector de una obra es alguien que pone en juego toda una serie de consideraciones, prejuicios u horizontes al momento de aceptar o rechazar esa obra. Estas consideraciones, prejuicios u horizontes se encuentran modelados, a su vez, por las relaciones que el lector ha tenido previamente con otros textos. De lo anterior podemos desprender que en ocasiones existe una recursividad entre el horizonte de expectativas de los lectores y la creación de obras. Es decir: el horizonte de expectativas de los lectores puede motivar a un escritor a crear obras cuyas características formales y temáticas se apeguen a ese horizonte. A su vez, es la obra concreta, divulgada entre el gran público y revestida de prestigio a partir de una recepción positiva, la que modela el horizonte de expectativas de los lectores. Por lo tanto, considerar que una palabra como “nalgas” es “apta” o no para aparecer en un título tiene que ver con los prejuicios de los lectores, construidos a partir de su horizonte de expectativas, el cual puede estar determinado por las prácticas literarias canónicas de una sociedad determinada.
Ahora bien: como se sabe, lo canónico generalmente está relacionado con intenciones normativas o con prácticas de selección de elementos entre un grupo heterogéneo. Henryk Markiewicz en su ensayo “Sobre los cánones de la literatura” nos recuerda que: 

La palabra “canon” (de procedencia hebrea) significaba inicialmente junco o vara y, más tarde, entre otras cosas, mira; después, en sentido traslicio, regla, norma, pero también modelo o conjuntos de tales reglas, normas o modelos (Markiewicz, 2010).

Me parece interesante rescatar esta definición de la palabra canon, pues apela a la normativa que observa todo canon. Normativa que, dentro de la crítica literaria, suele referirse a la selección de un grupo de obras a partir de ciertos criterios, algunos de los cuales expondré a continuación.
 
Las palabras son puentes: construcción de cánones literarios 
 
Zygmunt Bauman, te convocamos a esta sala
Harold Bloom, te convocamos a esta sala.
Zygmunt Bauman y Harold Bloom, los convocamos a esta sala.
Sí, poco a poco logramos verlos. Gradualmente están apareciendo un par de ancianos con cabellos blancos y mirada acuosa. Hologramáticamente ya están aquí, aunque ambos nos observan desde la seguridad de sus cátedras en Leeds y Yale. Los gestos fruncidos que les asoman, implacables, despiertan pavor en todos nosotros, por sus juicios categóricos, rutilantes.
Los escuchamos. Si no fuera porque nos hablan desde sus cómodos sillones forrados en tweed, juraríamos que se trata de un par de bravucones de cantina. Pero no, ellos son un par de “connoisseurs d’art” dictando cátedra informal, enfática, entre breves sorbos al té. Sus voces llegan hasta nosotros con un dejo de nostalgia por los tiempos idos, en los que el disfrute del arte y la literatura eran actividades (y los libros: objetos) que aportaban clase, distinción, y proveían de signos y símbolos reconocibles a los cuales asirse.
Los invito a que los miren y los escuchen. Pues aquí en las JALYS tenemos, señoras y señores, nada más y nada menos que a Zygmunt Bauman y Harold Bloom.
Imaginamos que Bauman nos quiere hablar, por enésima vez, de su concepto de “lo líquido”, aunque en esta ocasión para referirse al arte. A grandes rasgos podemos entender que eleva una queja, pues en los tiempos de la “modernidad líquida” ya no existen referentes “trascendentes” ni “sublimes”, vamos, ni siquiera de “utilidad social” que nos lleven a entender qué es arte o qué no. Ahora los criterios se imponen a partir de la lógica del mercado. Lamenta Bauman: 

La cultura se asemeja hoy a una sección más de la gigantesca tienda de departamentos en que se ha transformado el mundo, con productos que se ofrecen a personas que han sido convertidas en clientes […] La élite cultural está vivita y coleando […] pero está tan ocupada siguiendo hits y otros eventos culturales célebres que no tiene tiempo de formular cánones de fe o convertir a otros (Bauman, 2013)

Cortedad de miras de Bauman: ante la posibilidad de ampliar las nociones de lo artístico gracias a la pluralidad de propuestas, él prefiere ver una saturada oferta de productos culturales. Ante la posibilidad de dar cabida a distintas miradas, diferentes voces, plumas diversas, incluso antagónicas, que nos puedan brindar una mirada más profunda de la inabarcable experiencia humana, Bauman opta por concentrarse en las frivolidades del mercado. No extraña esta actitud en alguien que mira lo “líquido” con desconfianza, con el recelo de quien señala la pérdida de estructuras “sólidas” que aporten algo de certeza. ¿Acaso ha olvidado Bauman que ¾ partes de la “Tierra” son Agua? Que alguno de sus estudiantes en Leeds le recuerde, por favor, que la crítica a la modernidad trajo el fin de los universales, de los juicios categóricos, de las marcas de certeza. ¿O será que sus estudiantes forman parte de esa élite cultural “tan ocupada siguiendo hits y otros eventos culturales que no tiene tiempo de formular cánones de fe o convertir a otros”?
Pues entonces que hable con Harold Bloom: todos sabemos que el incisivo, inteligente, rústico… perdón, lúcido Harold Bloom postula la necesidad de un canon literario, de un “Arte de la Memoria” por cuyo ingreso las obras literarias y los autores se enfrentan unos contra otros. Destilando un aroma a darwinismo cultural, Bloom afirma que las obras literarias luchan por sobrevivir, lo cual logran sólo aquéllas que irrumpen en el canon: “por fuerza estética, que se compone primordialmente de la siguiente amalgama: dominio de lenguaje metafórico, originalidad, poder cognitivo, sabiduría y exuberancia en la dicción” (Bloom, 2013). Bloom argumenta que los criterios que utiliza para instalar a obras y autores dentro de su “Canon Occidental” son puramente estéticos y no obedecen a las consideraciones sociológicas o de reivindicación de las minorías que proponen los multiculturalistas, esos seres que conforman la “Escuela del Resentimiento” y que quieren ampliar el canon, para que en él exista algo más que autores “Varones Europeos Blancos y Muertos”.
Sin duda, es de admirarse el valor que muestra Bloom al seguir enarbolando ideales estéticos en un tiempo que ha borrado juicios categóricos de todo tipo. No obstante, con su apuesta no está inventando una manera de hacer crítica literaria, pues la tentación de comparar, separar, escoger, seleccionar, clasificar, canonizar es tan antigua como la propia literatura (diría: como la propia cultura). Parece ser que la cultura occidental desde siempre ha tenido una tendencia a la canonización, entendida ésta como la acción de señalar y promover la “excelencia” de unos autores sobre otros.
Por ello, Josu Landa “reprocha” a quienes impugnan a Bloom, ya que los detractores: “también comparten y activan, a su modo, ese impulso; también ponen en marcha iniciativas de canonización, de signo diferente” (Landa, 2010). Esto es, los multiculturalistas, al tratar de ampliar el canon con nuevas listas de obras y autores No Varones, No Europeos, No Blancos y No Muertos, observan la misma dinámica de comparación, selección, clasificación y canonización que sigue Bloom. Es decir: en las listas que “amplían” el canon, alguien podría ver el mismo gesto de “discriminación” y “exclusión” o, por lo menos, podría argumentar la “limitación” del anti-canon.
Por lo anterior, importan más las prácticas canonizadoras y no las listas canónicas. Interesa el impulso que lleva a los críticos a canonizar a unos autores sobre otros, siguiendo múltiples criterios. Haciendo a un lado la nostalgia por las marcas de certeza “sólidas” a las cuales uno puede asirse, parto del hecho de que el proceso de resquebrajamiento de los universales no tiene vuelta. Es preciso habituarse a mirar las aguas que cruzan una y otra vez frente a nuestros ojos, sin nunca repetirse. Aunque, temerosos como somos los humanos de lo indeterminado, de lo vago, de lo líquido que no tiene orillas, propongo entender una de las maneras por medio de las cuales, dentro de la crítica literaria, tratamos de establecer puentes entre lo que fluye. La tesis que defiende este trabajo es que todos tenemos una “tendencia” canonizadora, esto es: tratamos de comparar, seleccionar, catalogar y canonizar por medios diferentes y siguiendo distintos criterios. Los cánones literarios serían esos puentes que nos permitirían mirar el curso del río sin sentir que nos perdemos dentro de su cauce. Aunque, ojo: es indispensable que no perdamos de vista que los cánones son puentes, esto es: construcciones que para su ejecución requirieron de un tipo de material y fueron diseñados siguiendo una estructura que puede variar dependiendo de las necesidades, gustos, intereses, profundidad o corteza de miras, filias, fobias, deseo de pertenencia o distinción de quien los ejecuta. Así pues, echemos un vistazo a algunos de los recursos que utilizan esos “arquitectos de lo canónico” al momento de erigir los “puentes” con los que pretenden mantenerse a salvo del caudaloso río literario.

Canon y geografía 
 
Josu Landa, en el trabajo ya citado, entiende la “ciudad del canon” como un espacio dentro del cual, protegidos por amplias y altas murallas, conviven y habitan esos seres empeñados en exprimir la palabra llamados escritores. Ahora bien, dentro de ella, los palacios y sus salones amplios, retocados con gusto exquisito, estarían reservados para “los mejores” entre ellos, aquéllos que la crítica de todos los tiempos ha elegido y encumbrado como los “espíritus de altos vuelos”. Las catacumbas estarían reservadas para los eternos aspirantes a sucederlos, quienes mirarían con recelo las fiestas pomposas que se celebran en los salones de “la excelencia expresiva”, buscando afanosamente un resquicio por el cual colarse. Por las calles de esta “ciudad del canon” deambularían millares de seres grises, casi anónimos, los olvidados de la fortaleza principal al no ser portadores de la “majestuosidad” de la palabra. Y afuera de la ciudad, urdiendo planes para asaltarla en la mejor ocasión, estarían los millones de resentidos, los marginados, los excluidos de la palabra “bella”, aquellos que Bloom identifica como la “Escuela del Resentimiento”. La “ciudad canónica” se ofrece como un espacio festivo y agreste, bucólico y yermo, paradisíaco e infernal, cuyo cancerbero o San Pedro es el crítico literario: ese ser temido por el escritor, que daría vueltas a su larga cola para señalar el círculo del infierno que le corresponde padecer al que jamás vistió el símbolo distintivo de la “belleza” u otorga la llave celestial al elegido, al portador de la palabra “sacra”, para que pueda acceder a la corte de los bienaventurados, aquéllos que hicieron de la “excelencia expresiva” su santo y seña.

El crítico literario se erige, así, en la máxima autoridad y en el centro del mundo literario. Es aquél que decreta quien puede habitar el centro de la ciudad o condena a una vida en la periferia. Así, centro y periferia literarios estarían controlados por la aduana del crítico, quien supervisa que todo aquello que intente ingresar a la ciudad esté perfectamente procesado de acuerdo a sus gustos, a sus valores, a sus criterios supuestamente categóricos, universales, ideales, únicos. Ante un dictamen negativo de este supervisor de la palabra, nada puede hacer el escritor. O quizá sí: en términos de Bloom, puede ir a reunirse con otros excluidos para, desde su “resentimiento”, tratar de ingresar al canon por la vía de la argumentación sociológicamente demagógica. 

Canon y tiempo

La literatura es amplia, la vida breve: he allí otro de los criterios que siguen los que justifican la necesidad del canon. En palabras de Joseph Brodsky 

ya que todos somos moribundos y el leer consume tiempo, debemos desarrollar un sistema que nos proporcione una especie de economía […] en otras palabras, la necesidad de un atajo […] la necesidad de algún tipo de brújula que nos guíe en el océano de la literatura existente (Brodsky, 1992)

Sin mencionar al canon por su nombre, ese atajo del que habla Brodsky no es otro sino una lista de autores que permita “formarse un sólido discernimiento literario”. La tentación canónica en Brodsky estaría atizada por el miedo al tiempo, que todo lo vence, lo corree, lo carcome, lo pudre, lo aniquila. Antes de morir, debemos leer una lista más o menos considerable, pero sublime, de autores y obras que “lleven el predicamento humano, en toda su diversidad, a su máxima esencialidad posible” (Brodsky, 1992). Mostrando una filiación intelectual y un temperamento parecidos a los de Bauman y Bloom, Brodsky piensa en términos de esencialidad, totalidad y universales, que serían los valores a partir de los cuales se nutre lo canónico.
Estos universales aseguran la existencia de “obras imperecederas”, aquéllos “clásicos” (en términos de Ítalo Calvino) que llegan a serlo pues sus lecturas se “actualizan” desde el instante mismo de realizarlas. Canon y tiempo tendría así otra vertiente: la que supone la selección de obras por su validez universal.

Canon y excelencia

Si las obras responden a “valores universales” y estos valores son los que aseguran que una obra sea “imperecedera”, entonces la excelencia estaría dada por la expresión que una obra realiza o no de esos universales. La calidad, la “excelencia” de una obra estaría determinada por la capacidad que tiene para expresar (crear) esos valores que desde una cultura determinada se consideran universales. Se dice que Dante o Shakespeare tienen la excelencia literaria en Occidente porque con sus obras nutrieron el imaginario de toda una civilización, dotándola a su vez de valores imperecederos. De allí que ambos sean seleccionados una y otra vez para formar parte de los múltiples cánones que han existido (Bloom, incluso, llega al extremo de decir que Shakespeare es el centro del canon de Occidente).
Ahora bien, la excelencia literaria también radica en la pericia con la cual los autores crean y/o manejan los recursos literarios. En ese sentido, el arte literario de un autor consistiría en la capacidad que tiene para crear, recrear o manejar los recursos estilísticos con los cuales cuenta o dota a una literatura. Así pues, el autor que quiera ser canonizado por su “excelencia” literaria tendría que empeñarse en expresar valores universales y por manejar con pericia los recursos lingüísticos con los cuales cuenta su tradición literaria. 

Canon y géneros literarios

Un tanto relacionada con el aspecto anterior, el asunto del canon también pasa por los géneros literarios. Esto es: existen críticos que fundamentan la excelencia de una obra, no sólo por los valores que expresa o la pericia del autor en el manejo de sus recursos, sino por el género literario desde el cual se expresa. Desde esta perspectiva, diversos autores han postulado la primacía de la poesía por sobre otros géneros, que consideran “inferiores” al no expresar, con toda complejidad y polisemia, la “esencia” humana. Recurramos otra vez a Joseph Brodsky:

siendo la forma suprema de locución humana, la poesía no es sólo la forma más concisa y condensada de trasladar la experiencia humana; ofrece, además, las mayores posibilidades para realizar cualquier operación lingüística, especialmente sobre el papel. Cuanta más poesía se lee, menos tolerante se vuelve uno ante la verborrea de cualquier clase […] (Brodsky, 1992)

De esta manera, para Brodsky la poesía es la más alta expresión del espíritu, mientras que la prosa es la “plebeya” de la literatura: aquél registro por medio del cual la “verborrea” triunfa y nubla las formas “concisas y condensadas” de “trasladar la experiencia humana”. Aquél canónico que siga al pie de la letra las ideas de Brodsky, tenderá a seleccionar a los poetas por sobre los narradores.


Canon y Resentidos

El criterio del canon por la primacía del género, ¿podría generar una “Escuela del Resentimiento” en, por ejemplo, los narradores? Es posible. Aunque el sustantivo “Escuela del Resentimiento” fue acuñado por Bloom para otro tipo de canonizadores, aquéllos que pugnan por contrarrestar (o a ampliar) el canon Europeo-Heterosexual-Masculino-De Autores Muertos, con otro No Europeo-Sin Distinción de Género-De Autores Vivos. 
Partiendo de ideas surgidas dentro de la crítica a la modernidad, tales como las múltiples subjetividades, la imposibilidad de afirmar un sujeto único o la crisis de la episteme como única forma de conocimiento, los críticos que combaten la idea del canon proponen el descentramiento de la práctica y los juicios literarios. No existen prácticas únicas dentro de la literatura, como tampoco criterios válidos en todo tiempo y espacio para afirmar lo que ella es. Lo que existen son prácticas contextualizadas que responden a criterios dados en y por una cultura concreta. Según estos críticos del canon, la mayor parte de los autores y de las obras erigidas en modelos, lo son porque reproducen y perpetúan valores hegemónicos de culturas ídem. De tal manera, los críticos del canon pugnan por desaparecer tal categoría o, por lo menos, ampliarla para que incluya a todas aquellas obras que, sin reproducir los valores hegemónicos de las culturas dominantes, contienen una parte importante de la experiencia humana. De allí que autores identificados con movimientos como el poscolonial sean revalorados e, incluso, condecorados en los propios centros de cultura, como J. M. Coetzee, galardonado con el Premio Nobel. 
Como puede verse, las “tentaciones” para canonizar parten de consideraciones y razones múltiples. Desde mi punto de vista, es inútil combatirlas, pues siempre existirá alguien que, aun desde su interior, realice un sistema de selección y clasificación de lo que considera valioso y lo que no. Por ello, en este trabajo he postulado que es preciso habituarse a la existencia del canon. En todo caso, lo que interesa desentrañar son los criterios a partir de los cuales los críticos literarios canonizan obras y autores. Estoy consciente de que estos criterios pueden enriquecerse con muchos más, o que pueden prestarse al debate. Aunque, independientemente de ello, pienso que lo escrito anteriormente efectivamente nos lleva a considerar que todo canon es parcial y responde a los intereses de los “arquitectos del canon”.


por Jaime Magdaleno


FUENTES
Bauman, Zygmunt. La cultura en el mundo de la modernidad líquida. Trad. de Lilia Mosconi. México, FCE, 2013. 101 págs.

Bloom, Harold. El canon occidental. La escuela y los libros de todas las épocas. Trad. de Damián Alou. Barcelona, Editorial Anagrama, 2011. 585 págs.

Brodsky, Joseph. “Para elegir un libro”, en Biblioteca de México. Dir. Jaime García Terrés. S/A, Número nueve, Mayo-Junio de 1992. p.p. 12-14.

Landa, Josu. Canon City. Puebla, Afinita Editorial, 2010. 345 págs.

Markiewicz, Henryk. “Sobre los cánones de la literatura”, en Los estudios literarios: conceptos, problemas, dilemas. Selección y traducción de Desiderio Navarro. La Habana, Centro Teórico-Cultural Criterios, 2010. p.p. 281-318.

Sánchez Vázquez, Adolfo. De la Estética de la Recepción a una Estética de la Participación. México, F. F. Y L-UNAM, 2005. 130 págs.

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