12.6.14

He llegado a pensar que el reloj y las horas y la vida en su conjunto sólo sirven para masturbarme; pero, quién sabe, no creo que el Subcomandante Marcos esté de acuerdo

En Santa María la Ribera:

Una pareja discute y otra más camina como si la vida no pidiera otra cosa que andar juntos, agarrados de la mano. Algunos autos pasan a muy baja velocidad. Pienso: todo está en paz. El orden aún es posible.

Veo pájaros revolotear alrededor de un edificio de años como alfileres. En la pared: propaganda política bajo el cartel de un circo. Un elefante parado sobre tres patas. Un cartel más anuncia que las colegiaturas en el instituto isabelino-shakespereano son las más bajas de la zona. Una señora que pasa con una bolsa grande color violeta observa el cartel y se va.

El cielo color acero medio oxidado dice que la noche asesina a la tarde y por ello el cielo escurre. Derrama sangre y pienso en la toalla sanitaria que hace un momento dejé en el baño. La noche. Pienso: quiero que el reloj gire más, más rápido. Mucho más.

Sentada y sin otra cosa qué hacer salvo espiar a los demás desde el balcón del departamento de mamá, me dedico a presionar teclas en busca de algún sentido. Nada en especial: tan sólo un motivo por el que no deba dormir la tarde de hoy. Pienso que quizá esto no tenga sentido, pero: ¿quién lo sabe? Tal vez lo mejor sería dedicar el resto de la tarde apoyando la lucha del Subcomandante Marcos, desde el YouTube. Vaya escena: allí está el mestizo con pipa, cachucha y discurso inspirador que, justo ahora, vencido por el tiempo, se está rindiendo. Recuerdo algo: pero ya se me olvidó.

Veo que en la esquina un pendejo cualquiera (amigo mío) está sentado bajo los rayos del sol. Viste pantalón negro y camisa blanca. Pienso: siempre ha sido lo mismo con él: las combinaciones fáciles le agradan. Pienso en su novia. Pienso en su trabajo. Pienso: la vida es sólo una palabra, frase más. Y sin embargo, hay que gastarla.

Ahora estoy sentada y estiro las piernas. Escucho música porque detesto el silencio. Aunque algunas veces pienso que el silencio quizá sea lo mejor. Silencio. Y aún así el teclado hace mucho ruido: silencio. Pero no tengo otra cosa qué hacer: silencio. Un señor que vende globos anuncia su paso con un sonido agudo que atrapa la atención de algunos niños. Escucho. Pienso: como escritora, me gustaría acaparar la atención de esa manera. ¿Qué demonios?

Son las siete de la noche en una ciudad que se sabe hostil y se vomita a sí misma. Sólo falta una hora y entonces habré ganado o perdido un día más.

Espero.

Espero.

Mientras tanto observo y tecleo sin ningún sentido. Pienso en esto:

Alejandro trabaja en la sastrería “Monterrey”. Su horario de trabajo es de siete de la mañana a siete de la noche. Su patrón es regiomontano y tiene algo así como setenta años. Su apodo: el “Miyagui”. El sueldo de Alejandro es de cuatrocientos pesos a la semana. Su trabajo consiste en:

Ir a la tienda.

Comprar el pan que “Miyagui” come.

Comprar la coca de dieta (recomendación médica) que “Miyagui” bebe.

Traer el café con leche que la esposa de “Miyagui” hace para su esposo, hijo de la chingada raboverde, como ella le dice.

Doña “Miyaguí” es testigo de Jehová y quiere llevar a Alejandro al rebaño. Dice: “el demonio está en todos lados. Alguno de tus amigos podría ser el diablo”. Alejandro, mientras tanto, espera pacientemente el café con leche. Después de escuchar algunos pasajes bíblicos, recibe el café. Entonces, se va. Doña “Miyagui” grita: “dile a ese viejo tacaño, hijo de la chingada raboverde, que me mande lo del gasto”. Alejandro dice que sí. 

Alejandro: dice su esposa que le mande el gasto. 

“Miyagui”: pinche vieja, nada más sirve para pedirme dinero. Ya ni siquiera sirve para coger. Hija de la chingada.

Algunas amigas visitan a Alejandro de vez en cuando. Desfilan Selma, Miriam, Laura y Rocío ante los ojos ávidos de “Miyagui”. Éste las invita a pasar a la sastrería, pero Alejandro no quiere. “Miyagui” le dice a Alejandro: “aprovecha ahora que estás chavo. Cógete a todas tus amigas. Tú ahora que puedes, no que, mírame a mí, el pito ya no se me levanta”. Alejandro sonríe.

La historia termina en que Alejandro renuncia a su empleo. No por otra razón sino porque la sangre ha dejado de escurrir y en su lugar se ha instalado un oscuro cielo de muerte. Noche en la ciudad abandonada a su suerte. Los autos siguen pasando. La gente sigue allí, caminando ordenadamente, llevando su vida y sus miserias hacia ninguna parte. Voy al baño.


En el bolsillo, doscientos varos  Mis amigas de la esquina me esperan para salir a beber cerveza. Es probable que quieran ir a "La Malquerida", las muy nacas. En fin. Pienso: un día más ha pasado. Una vez más lo he logrado. He llegado a pensar que el reloj y las horas y la vida en su conjunto sólo sirven para masturbarme. Pero, quién sabe. No creo que el Subcomandante Marcos esté de acuerdo.

por Lala Bermúdez e Ivonne Valdemar

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