–Y
de repente que se suelta a gemir y a llorar. Me dijo: “espérate,
para”. Pero nel, ni madres, yo no le hice caso y le seguí dando
tupido, más pinche duro para que llorara con ganas.
–A
lo mejor le estaba doliendo.
–Lo
mismo pensé yo al principio y la neta eso me hizo sentir bien; no
por nada siempre he sido bien cabrón pa'las viejas. Pero cuando
volteó a verme y me fijé que no estaba llorando porque le doliera
sino porque se había acordado de algo, me encabroné. Sentí como si
le diera asco estar conmigo. O como si me estuviera deteniendo porque
no le gustaba cómo me la estaba cogiendo y eso me hizo
requetemputar, así que la amachiné bien cabrón de las caderas y
comencé a meterle más duro la verga. Nomás se escuchaban los
chasquidos de sus nalgas cuando chocaban con mis güevos. Dijo: “por
favor detente, me siento mal”, y pensé: ni madres, pinche golfa,
ahora aguantas la recia. Se me ocurrió agarrar la chela que había
dejado sobre el buró y se la eché sobre las nalgas. Con el culo
empapado, comencé a pegarle hasta que se le pusieron rojas las
nalgas a la desgraciada. Empezó a gritar. Me encabroné más y
entonces la agarré de la nuca y le metí la jeta en la almohada para
que la cabrona se callara o se ahogara.
–Te
pasas de verga.
–Pérate,
todavía no acabo: como intentaba zafarse, le apliqué la
“Guillotina”, la especialidad de mi compadre el Cerdo.
–¿Y
ésa cuál es?
–¿Cómo
que “y ésa cuál es”? Mmmta, no te digo: estás tierno, mi'jo.
Pero para eso me tienes: para enseñarte. Ahí te va: primero pones
en pinole a la vieja y ya cuando la tengas bien empinada, pum: le
metes de un chingadazo la verga por el ano y luego le pegas en las
costillas para que se le frunza el culo y te la ahorque bien rico.
–No
mames. Eso está enfermo.
–Oh,
chingá. Usted aplíquela para que salga chingón como su mero padre.
Bueno, pues le apliqué la Guillotina y no me vine: a pesar de que
sentí bien rico cuando me ahorcaba, no me vine. Y es que tenía una
cruda de días. Ya sabes que cuando uno anda crudo de días pues
aguantas bien cabrón; hasta ocho sin sacate, como decía mi compadre
el Jaime. Total: ella seguía llorando. Soltaba tamaños lagrimones:
pinches lágrimas de Magdalena que le cruzaban los cachetes hasta
dejárselos empapados. O a lo mejor era que llevábamos bastante
tiempo dándole al asunto y nomás no acabábamos.
–¿Y
luego?
–La
volteé para tenerla de frente y mirarla a la cara, pero la muy puta
cerraba los ojos para no verme. Entonces le metí unas pinches
bofetadas para que los abriera y sí: medio que los abría, pero los
cerraba luego luego. Eso me dio más coraje, así que empecé a
escupirla. Toda la cara le quedó embarrada con mis gargajos y mi
saliva y eso me prendió bien cabrón, tanto como para venirme. Le
saqué la verga del coño, me masturbé en putiza y le aventé todos
mis mecos sobre las chichis y sobre la cara. Ahhh, nomás de
acordarme de lo rico que me vine, hasta me dan ganas de ensartártela
a ti, mi tierno, jajajaja.
–Estás
igual de enfermo que tu compadre el Cerdo. Bueno, ¿y ella qué hizo?
–Pues
nada. Cuando acabé me dio la espalda y así se quedó un ratote
hasta que de pronto empezó a hablar. Me preguntó: “¿por qué me
tratas así, César? ¿Yo qué te hice?” Le respondí que me había
cagado que se pusiera a llorar a medio palo, como si le diera asco
estar conmigo o no me la estuviera cogiendo rico. Le dije: “si a mí
las viejas hasta me ruegan para que me las tire, mi'ja, como para que
me vengas con tus mamadas” Sin voltear a verme, me contó que su
mamá le puso el cuerno a su papá durante un chingo de tiempo, hasta
que el ruco se enteró y la corrió de la casa. Dijo: “lo peor de
todo es que mi mamá ni siquiera le pidió que la perdonara y no hizo
el menor esfuerzo por quedarse o por llevarnos con ella a mí y a mi
hermana. Nada más agarró sus cosas y se fue, la muy perra”.
–No
mames, eso está bien culero ¿y luego?
–Ella
se quedó a vivir con su hermana y su papá, pero fue una chinga pues
el ruco agarró la jarra. A pesar de que siguió trabajando en su
taller, y más o menos atendió a sus hijas, cada que tenía tiempo
libre se ponía hasta atrás en su casa. Ella y su hermana lo tenían
que soportar bien pedo, llorando, poniendo rolas en el tocadiscos,
sobre todo una de los Pasteles Verdes, la de “Esclavo y amo”, ¿la
ubicas?
–No.
–No
te digo: estás morro, todavía mojas el pañal. Ahí te va, es una que dice: “No sé/ qué tienen
tus ojos. No sé/ qué tiene tu boca. Que dominan mis antojos. Y a mi
sangre vuelve loca”.
–Nel,
no la topo.
–Mmmta,
mi tierno. El caso es que desde entonces ella juró, con su hermana,
que nunca le pondrían el cuerno a un cabrón. Dijo: “y mira lo que estoy
haciendo, César: poniéndole el cuerno a mi güey contigo. Por eso
lloro, no porque no quiera estar contigo, sino por eso. Y tú te
portas como un hijo de puta. Chingada madre, soy una pendeja. No
debería estar aquí”.
–Puta,
qué mal pedo, ¿y luego?
–Como
que “¿y luego?”. Pues me encabroné y ni siquiera la volteé:
allí mismo, de espaldas como estaba, volví a penetrarla para que
supiera la cabrona que a mí esas cursilerías me valen verga. Le
metí un par de palos más y cuando terminé, me levanté, me puse la
ropa y me vestí para largarme de allí. Para no tener que soportar
más sus lagrimitas piteras.
–Eres
un hijo de tu puta madre, César.
–Lo
sé, mi tierno. Pero más te vale aprender para que las viejas no te
agarren de pendejo. No quiero verte después chillando,
escuchando rolas de los Pasteles Verdes. ¿Sí me entiendes, verdad?
por
Jaime Magdaleno
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