21.2.14

¡Qué de la verga!



–No me gusta como suena la palabra verga en mi boca.
–¡Cuidado! Eso se presta a albur. Cualquiera podría decirte: “sí, se ve fea la verga en tu boca”.
–Jaja. ¡Cualquiera como tú! ¿Quieres alburearme? Pero estoy hablando de la palabra, por eso dije: no me gusta como suena “la palabra” verga en mi boca. En tu voz, o en tu boca –si no te incomoda que lo diga– no me afecta.
–¿Una verga en mi boca? ¡Ahg! No me gusta. Pero, a ver, ¿por qué no te gusta en tu boca?
–Pues me viene a la mente una historia que tiene que ver con sentirse vulnerable. Miserable y poderoso. Jodido y ojete.
–Cuéntame.
–¿Para qué?
–No sé, quiero saber.
–Es de cuando iba en el Bacho.
–¿De la prehistoria? Olvídalo, ya no me interesa.
–Qué ojete. Pero ahora te amuelas. No te la contaré a ti, me la contaré a mí, como en el diván...
–Dirás: “como en la cama”. Preferiría que me la contaras en la cama.
–¿Unas historia de la verga en la cama?
–¿Acaso hay mejor lugar?
–Ni lo sueñes... El caso es que veníamos bajando del Bacho...
–¿Quiénes?
–Mi hermano, el Chémoc y yo.
–¡Ah!
–Bueno. Veníamos bajando los tres. “Bajando” es un decir, porque en esa caminata choncha del Bacho hasta Periférico hay un chingo de subidas, pero nosotros las veíamos como “bajar” de la loma. Casi siempre nos íbamos por ahí porque mi hermano y yo regularmente andábamos jodidos, y como por ese lado sólo tomábamos un camión, nos sobraban unos varos para comprarnos un par de cigarros. Y el Chémoc era solidario: a pesar de que él vivía a unas cuadras del Bacho, y le convenían otras rutas, se nos pegaba. Bueno, el chiste es que íbamos bajando por ahí, por donde está Gayosso, cuando un par de chavitos mensos y pendejones, pero re-pasados, nos salieron al paso con una pinche navajita y no dejaban de decir: “¡ya se los cargó la verga!” “¡Ya se los llevó la verga!”. Y que la verga para acá, o que la verga para allá. Chingue y chingue con la verga, con la palabra, ¡eh!
–Sí, sí.
–Bueno, creo que aquí debería de acabar el relato, porque de ahí viene mi resentimiento con la palabra. Tengo muy claro que me castró la lengua. O sea, reprimió mi relación con la verga.
–¿Estás segura…?
–Con la palabra, insisto. Por eso te digo que es un trabajo de diván, porque toca al inconsciente. El asunto es que no me molesta oírla, pues ahora cualquier pendejo la dice, pero me turba pronunciarla.
–¿Por qué?
–No sé... Creo que me turba convertirla en un arma que agrede... Pero, chale, no sé por qué siento que es la primera vez que te interesas en una anécdota mía, y luego que incluye al Chémoc; eso sí que es chistoso. ¿O será que mi historia tiene que ver con la verga y eso te interesa?
–Puede ser. A mí me interesa mi verga, ¿a ti no?
–¿Otra vez, güey? Pero espérate, todavía no acabo... La bronca es que esa palabra no me gusta en mi boca, y hasta donde llevo contado, pues me cagaría que la dijeran otros, ¿no?
–Ajá.
–Pero no me caga escucharla y creo que es por lo que sigue: esos cabroncitos nos sacaron los diez varos que traíamos; claro, sin que les opusiéramos resistencia porque los tres éramos re-putitos. Creo que yo era la más rudita, pero con la finta que me cargo pues ni al caso, y además eso de la verga: que se los carga, que se las meto, que me la sacan, que no sé qué, pues me ciscó. Pero ahí va el “pero”. Llegando a Peri, nos encontramos con la banda pesada del Bacho, los Thrashers, les decían. Cada contexto tiene su ‘basura’ y ésta era una fuerza plácida, pues eran re-cuates. Nadie me creerá que eran pesados, pero ese día nosotros tres lo constatamos, y mi hermano y el Chémoc todavía viven para corroborarlo: ésa es la ventaja del socioanálisis. Como los Thrashers eran bien carrillas, ellos fueron los que nos pusieron a mis amigas y a mí el apodo de las “Barbies” –con muchas lecturas, ahora que lo pienso–, pero el chiste era que les caíamos bien. Mi hermano también era su bro y por eso nos sublimamos con quejas ante ellos. Eran como unos quince y estaban chupando abajo del puente. No sé bien a dónde iban pero seguro a monear un rato al Molinito, donde tenían un terreno propio; alguna vez fuimos con ellos. Quizá no eran quince, tengo que exagerar un poco en este afán de contarte, y luego teniéndote tan atento, que ni me la creo. Serían unos diez a lo mejor, pero todos en bola nos atendieron mejor que los colectivos de derechos humanos. Incluso estaban más atentos que tú.
–Oh.
–Perdón. El asunto es que esperaron a los chavitos en el puente, y para cuando éstos llegaron ya no parecían tan ruditos. Resultó que eran del Bacho también; de eso nos enteramos al otro día, cuando vimos a uno de ellos todo puteado; pero él, de nosotros, ni se acordó. Presenciamos toda la escena desde arriba del puente, retraídos y protegidos. Los Thrashers no nos mencionaron, eran muy prudentes, ni palabras decían, no sé si hablaban. Cuando recuerdo esa escena los veo como cavernícolas: bárbaros, les metieron una madriza choncha a esos dos pobres vergueros. Entre golpes, patadas y hasta cabezazos, vimos clara y sorprendidamente cómo el Dorian, el que más hablaba de los Thrashers, o quizás el traductor de la banda, con sus botas de casquillo, clásicas en aquél entonces, le saltaba en la cabeza al de la verga en la boca. Me cae que el casquillo de las botas, la sola suela y el peso del Dorian le han de haber dolido al verguero aquel como duele la miseria... No sé quién fue más miserable de todos los que participamos en esa escena. Los Trashers ni se despidieron, se alejaron para no mirarnos, y se subieron en el primer Ruta 100 que cruzó hacia el sur. Los cabroncitos se quedaron arrastrándose en el terrenal de polvo que se había formado. Y mi hermano, el Chémoc y yo nos escabullimos como rapiña, contagiados de la mudez de nuestros aliados, hasta llegar al camión en el que nos despedimos del Chémoc, con la expresión ‘¡qué de la verga!’, que ninguno de los tres pudo pronunciar. Creo que después de mucho tiempo lo pudimos platicar, aunque nunca llegamos a la conclusión de lo que sentimos cuando el sonido del casquillo turbaba el suelo con la cabeza del pobre verguero.
–¿Y para qué me cuentas esto?
–Ya te lo dije: porque no me gusta como suena la palabra verga en mi boca. Me hace pensar en cómo se contagia lo miserable.
–Y yo que pensé que ibas a soltarte con una historia de amor.
–Jaja. Ni que fuera Sherezada.

por Rebeca Mariana Velasco

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