–No me gusta como suena la palabra verga en mi boca.
–¡Cuidado! Eso se presta a albur. Cualquiera podría decirte: “sí,
se ve fea la verga en tu boca”.
–Jaja. ¡Cualquiera como tú! ¿Quieres alburearme? Pero estoy
hablando de la palabra, por eso dije: no me gusta como suena “la
palabra” verga en mi boca. En tu voz, o en tu boca –si no te
incomoda que lo diga– no me afecta.
–¿Una verga en mi boca? ¡Ahg! No me gusta. Pero, a ver, ¿por qué
no te gusta en tu boca?
–Pues me viene a la mente una historia que tiene que ver con
sentirse vulnerable. Miserable y poderoso. Jodido y ojete.
–Cuéntame.
–¿Para qué?
–No sé, quiero saber.
–Es de cuando iba en el Bacho.
–¿De la prehistoria? Olvídalo, ya no me interesa.
–Qué ojete. Pero ahora te amuelas. No te la contaré a ti, me la
contaré a mí, como en el diván...
–Dirás: “como en la cama”. Preferiría que me la contaras en
la cama.
–¿Unas historia de la verga en la cama?
–¿Acaso hay mejor lugar?
–Ni lo sueñes... El caso es que veníamos bajando del Bacho...
–¿Quiénes?
–Mi hermano, el Chémoc y yo.
–¡Ah!
–Bueno. Veníamos bajando los tres. “Bajando” es un decir,
porque en esa caminata choncha del Bacho hasta Periférico hay un
chingo de subidas, pero nosotros las veíamos como “bajar” de la
loma. Casi siempre nos íbamos por ahí porque mi hermano y yo
regularmente andábamos jodidos, y como por ese lado sólo tomábamos
un camión, nos sobraban unos varos para comprarnos un par de
cigarros. Y el Chémoc era solidario: a pesar de que él vivía a
unas cuadras del Bacho, y le convenían otras rutas, se nos pegaba.
Bueno, el chiste es que íbamos bajando por ahí, por donde está
Gayosso, cuando un par de chavitos mensos y pendejones, pero
re-pasados, nos salieron al paso con una pinche navajita y no dejaban
de decir: “¡ya se los cargó la verga!” “¡Ya se los llevó la
verga!”. Y que la verga para acá, o que la verga para allá.
Chingue y chingue con la verga, con la palabra, ¡eh!
–Sí, sí.
–Bueno, creo que aquí debería de acabar el relato, porque de ahí
viene mi resentimiento con la palabra. Tengo muy claro que me castró
la lengua. O sea, reprimió mi relación con la verga.
–¿Estás segura…?
–Con la palabra, insisto. Por eso te digo que es un trabajo de
diván, porque toca al inconsciente. El asunto es que no me molesta
oírla, pues ahora cualquier pendejo la dice, pero me turba
pronunciarla.
–¿Por qué?
–No sé... Creo que me turba convertirla en un arma que agrede...
Pero, chale, no sé por qué siento que es la primera vez que te
interesas en una anécdota mía, y luego que incluye al Chémoc; eso
sí que es chistoso. ¿O será que mi historia tiene que ver con la
verga y eso te interesa?
–Puede ser. A mí me interesa mi verga, ¿a ti no?
–¿Otra vez, güey? Pero espérate, todavía no acabo... La bronca
es que esa palabra no me gusta en mi boca, y hasta donde llevo
contado, pues me cagaría que la dijeran otros, ¿no?
–Ajá.
–Pero no me caga escucharla y creo que es por lo que sigue: esos
cabroncitos nos sacaron los diez varos que traíamos; claro, sin que
les opusiéramos resistencia porque los tres éramos re-putitos. Creo
que yo era la más rudita, pero con la finta que me cargo pues ni al
caso, y además eso de la verga: que se los carga, que se las meto,
que me la sacan, que no sé qué, pues me ciscó. Pero ahí va el
“pero”. Llegando a Peri, nos encontramos con la banda pesada del
Bacho, los Thrashers, les decían. Cada contexto tiene su
‘basura’ y ésta era una fuerza plácida, pues eran re-cuates.
Nadie me creerá que eran pesados, pero ese día nosotros tres lo
constatamos, y mi hermano y el Chémoc todavía viven para
corroborarlo: ésa es la ventaja del socioanálisis. Como los
Thrashers eran bien carrillas, ellos fueron los que nos
pusieron a mis amigas y a mí el apodo de las “Barbies” –con
muchas lecturas, ahora que lo pienso–, pero el chiste era que les
caíamos bien. Mi hermano también era su bro y
por eso nos sublimamos con quejas ante ellos. Eran como unos
quince y estaban chupando abajo del puente. No sé bien a dónde iban
pero seguro a monear un rato al Molinito, donde tenían un terreno
propio; alguna vez fuimos con ellos. Quizá no eran quince, tengo que
exagerar un poco en este afán de contarte, y luego teniéndote tan
atento, que ni me la creo. Serían unos diez a lo mejor, pero todos
en bola nos atendieron mejor que los colectivos de derechos humanos.
Incluso estaban más atentos que tú.
–Oh.
–Perdón. El asunto es que esperaron a los chavitos en el puente, y
para cuando éstos llegaron ya no parecían tan ruditos. Resultó que
eran del Bacho también; de eso nos enteramos al otro día, cuando
vimos a uno de ellos todo puteado; pero él, de nosotros, ni se
acordó. Presenciamos toda la escena desde arriba del puente,
retraídos y protegidos. Los Thrashers no nos mencionaron,
eran muy prudentes, ni palabras decían, no sé si hablaban. Cuando
recuerdo esa escena los veo como cavernícolas: bárbaros, les
metieron una madriza choncha a esos dos pobres vergueros. Entre
golpes, patadas y hasta cabezazos, vimos clara y sorprendidamente
cómo el Dorian, el que más hablaba de los Thrashers, o
quizás el traductor de la banda, con sus botas de casquillo,
clásicas en aquél entonces, le saltaba en la cabeza al de la verga
en la boca. Me cae que el casquillo de las botas, la sola suela y el
peso del Dorian le han de haber dolido al verguero aquel como duele la
miseria... No sé quién fue más miserable de todos los que
participamos en esa escena. Los Trashers ni se despidieron, se
alejaron para no mirarnos, y se subieron en el primer Ruta 100 que
cruzó hacia el sur. Los cabroncitos se quedaron arrastrándose en el
terrenal de polvo que se había formado. Y mi hermano, el Chémoc y
yo nos escabullimos como rapiña, contagiados de la mudez de nuestros
aliados, hasta llegar al camión en el que nos despedimos del Chémoc,
con la expresión ‘¡qué de la verga!’, que ninguno de los tres
pudo pronunciar. Creo que después de mucho tiempo lo pudimos
platicar, aunque nunca llegamos a la conclusión de lo que sentimos
cuando el sonido del casquillo turbaba el suelo con la cabeza del
pobre verguero.
–¿Y para qué me cuentas esto?
–Ya te lo dije: porque no me gusta como suena la palabra verga en
mi boca. Me hace pensar en cómo se contagia lo miserable.
–Y yo que pensé que ibas a soltarte con una historia de amor.
por Rebeca Mariana Velasco
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