13.2.14

Estupideces de ese tipo


Cogemos desaforadamente. Y media hora después, nos mandamos a la chingada sin compasión. La busco como un niño que no puede vivir sin las tetas de mamá, para posteriormente darme la vuelta dejándola sola, a merced de una jauría de cantina que mira nuestra discusión. Ella decide no verme y sólo se está engañando porque después me besa y me dice: “te quiero”. Hace un rato sentía que ya no podía más, necesitaba estar solo, y en este momento quisiera que estuviera aquí. Estupideces de ese tipo. 

Nunca había tenido problemas con la bebida a pesar de haber tenido problemas por su culpa. Quiero decir que nunca me había arrepentido por las idioteces que hago estando ebrio pero en este momento no es así: tengo resabios de cruda moral y por ello reniego de la bebida aunque sé que no puedo hacer nada en su contra: ella termina siempre por imponerse a este pequeño bastardo desvalido, que se asume como un pobre diablo infeliz. Un naco.

Un naco que mira en el rincón de una cantina un partido de futbol que en el fondo no le interesa y, por ello, hace cualquier cosa menos prestar atención a la estrategia impotente de un piojo Herrera furibundo, al borde del infarto. Y como a pequeño bastardo y a sus amigos les vale verga el futuro de la selección, cantan. Gritan. Vociferan mil y un estupideces. Mientan madres en contra de las mujeres que no están allí, esas ingratas que los han abandonado y por las cuales levantan dos, tres y hasta seis veces diez la copa con ron, no sin antes decir, “por las perras, bohemios”.

(Sé que a muchos este comportamiento les parecerá bajo, ruin y una señal inequívoca de que se es un misógino y un perdedor y sí, quiero darles toda la razón: somos un asco).

Porque Tulio lamenta la partida de su novia, ocho años menor que él. Porque José llora el abandono de la única mujer con la que ha estado en sus veinticinco años de perdición. Porque Quique se esconde, no vaya a ser que pase frente a la cantina su novia o su suegra o su novia con su suegra y entonces sí, lo manden al diablo. Y porque yo no lloro por nada y no me escondo de nadie y creo que ése es mi principal problema, nunca hay nadie, sí, somos un asco.

No obstante, la idea de ser un paria me desagrada y por eso la busco. Tengo anotado el número de su celular en una cajetilla de cigarros y allí estoy, véanme, pidiendo un teléfono para marcarle pues ni siquiera tengo celular. Sin embargo, nadie quiere prestarme el suyo, por lo que tengo que salir, buscar a alguien que me preste una tarjeta o unas monedas y no importa que sea una adolescente la que me las dé, más por miedo o por repugnancia que por un verdadero afán de ayudar.

—¿En dónde estás?
—En Santa María, en la cantina París, debajo de una imagen de José Alfredo ¿puedes venir?
—¿José Alfredo? ¿Qué José Alfredo?
—Jiménez
—Ah, ok… Sí puedo pero vas a tener que ir por mí al metro. No sé dónde queda la cantina en la que estás.
—Lo que quieras pero ven, por favor.
—Ok… Oye, estoy con Rodrigo, ¿puede ir?
—¿Y qué haces con ese güey?... Ok, tráelo.

La calle asusta. Sobre todo si son las cinco de la tarde y tú ya estás hasta tu madre, con el cerebro aturdido y la mirada perdida en algún punto que siempre se escapa. En esos momentos no puedes más que pensar que tu vida se ha ido por el caño y por ello tratas de aferrarte a algo. Si te entra miedo o te sientes triste, mal, lo único que puedes hacer es aferrarte a algo que te sirva de contacto con ese mundo que se desenvuelve frente a ti (y contra ti) en completa sobriedad.

Para mí, ese algo se llama Judith. Mírenla: allí está.

Judith está sentada esperando, mientras platica con Rodrigo. Al verme, ríe. Me mira y no le sorprende encontrarme así, totalmente ebrio porque ella me conoce, sabe que no he encontrado nada qué hacer con mi vida y por eso gasto mi tiempo dándole a la bebida y riendo con unos amigos que han encontrado muy poco. Saludo a Rodrigo porque sé que no se ha acostado con ella pero como no ignoro que la desea mi saludo no es tan afectuoso. Ellos no saben a dónde ir y como yo ya estoy encarrerado les digo: hay que comprar unas chelas. No sé porqué propongo ir a la tiendita de un amigo que no está lejos del metro para allí continuar la borrachera. Judith ríe. No tiene ganas de contradecirme y acepta el plan. Rodrigo es un holograma cuya opinión no cuenta, así que decide callar y caminar detrás de Judith, como un perro. Cada paso que doy hasta el negocio de Gregorio es una gota de alcohol más que me sale por los poros, por lo que me urge llegar.

“Grandes hits 2” es un nombre ridículo para una tienda pero así se llama el negocio de Gregorio. No le extraña que esté borracho pero sí le extraña que le caiga al local, aunque no puede hacer nada pues vamos en calidad de clientes. Busco y destapo varias cervezas. Subo el volumen del radio. Corro a los chavitos que juegan con las máquinas y aun se la hago de a pedo a un chavo que no me mira ni me hace nada pero allí estoy yo, como todo ebrio que se siente un cabrón cuando anda pedo; o sea, estoy cagándola.

Soy Jaime el duende.

Judith trata de sobrellevar las cosas. Supongo que es difícil tratar con un ebrio que la está cagando pero ella lo hace no sé porqué. En un momento determinado, ya no quiero estar allí. Rodrigo me mira con estupor y me caga que Gregorio no me mande a la mierda porque yo quiero estar contigo, Judith. Lo único que quiero es estar a solas contigo, por eso te llamé, por eso te pedí que vinieras, vámonos ya, deja a ese par de pobres pendejos y larguémonos a mi casa, ¿quieres?

Mis ojos quieren cerrarse. La gente me mira en forma extraña: parece que nadie lo quiere creer, todos se niegan a admitir que a las ocho de la noche alguien pueda estar así, tan ebrio. Las calles no cambian, ellas continúan con su rutina normal aunque quizá se sientan un poco incómodas al tener que soportar a alguien como yo, que vomita sobre ellas, mea en uno de sus rincones y tropieza a la menor oportunidad. Por eso me siento infinitamente feliz cuando la cerradura de la puerta del edificio de Santa María la Ribera # 216 da vuelta y me permite pasar.

Pero ¡oh, no!

No puede ser que mi mamá me vea así, aunque no lo puedo evitar porque allí está, sentada sobre un sillón viendo a pendejos brincotear en "Bailando por un sueño". Finjo normalidad pero se da cuenta de que llego hasta la madre, así que grita, iracunda: ¡detente allí, pequeño bastardo!, y yo no le hago caso. Entro rápidamente a mi cuarto con Judith. Enciendo el radio y subo mucho el volumen, así que no sé si mamá sigue gritando.

Me robé una cerveza de “Grandes hits 2”, pero no la destapo. La dejo en el suelo y beso ávidamente a Judith. Ella contesta y, a decir verdad, realiza todo el trabajo: se desviste y hace lo mismo comigo. Me monta, trata de que el pito permanezca duro, me muerde y, en fin, hace todo lo posible por hacerme sentir bien. No sé porqué, eso me saca de quicio, me exaspera y ya no quiero estar entre sus piernas. La hago a un lado y me pongo a llorar en un rincón, como un imbécil.

Supongo que los gemidos y los lloriqueos atraen a mi madre, quien abre la puerta con su llave de repuesto y emergencia. Nos mira a Judith y a mí encuerados y entonces grita. Me asusta. Me deprime. Y me encabrona, razón por la cual la saco a empeñones del cuarto y le suelto una patada en el culo antes de cerrar la puerta otra vez. Ella se queja y mienta madres a todo pulmón, pero ya no hace el intento por abrir de nuevo. Judith va hasta donde estoy y trata de calmarme, aunque yo estoy fuera de mí y comienzo a darle bofetadas. Intenta responder pero soy más hábil y vaya que comienzo a madreármela, así que mejor agarra su ropa como puede y sale de la habitación. En la sala de mi casa, algo se gritonea con mi madre, pero ya no presto atención y mejor me arrojo sobre la cama para seguir llorando cómodamente.

El radio aún está encendido cuando son las diez y media de la mañana. El dolor de cabeza no es tal pero la garganta se ha convertido en un desierto al que lo surcan miles de grietas. Siento el cuerpo entumecido, me duelen los huesos y el temblor se ha apoderado de mí. Miro el teléfono. Ráfagas en el cerebro me recuerdan a Gregorio, a Rodrigo, a mis amigos, pero sobre todo mi pelea con mamá y con Judith. Sonrío. Me carcajeo pues me parece estúpida la personalidad que adopté, aunque no hay vuelta de hoja. Lo que hice me ha dejado mal parado con todos pero así son las cosas, son gajes del oficio.

Señoras y señores, heme aquí instalado en la cruda moral.

—¿Puedes entenderlo?
—No, la verdad es que no. Estás loco, no sé qué voy a hacer contigo.
—Pero te quiero.
—Bueno.

por pequeño bastardo

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