Cogemos
desaforadamente. Y media hora después, nos mandamos a la chingada sin
compasión. La busco como un niño que no puede vivir sin las tetas de mamá, para
posteriormente darme la vuelta dejándola sola, a merced de una jauría de
cantina que mira nuestra discusión. Ella decide no verme y sólo se está
engañando porque después me besa y me dice: “te quiero”. Hace un rato sentía
que ya no podía más, necesitaba estar solo, y en este momento quisiera que
estuviera aquí. Estupideces de ese tipo.
Nunca
había tenido problemas con la bebida a pesar de haber tenido problemas por su
culpa. Quiero decir que nunca me había arrepentido por las idioteces que hago
estando ebrio pero en este momento no es así: tengo resabios de cruda moral y
por ello reniego de la bebida aunque sé que no puedo hacer nada en su contra:
ella termina siempre por imponerse a este pequeño bastardo desvalido, que se
asume como un pobre diablo infeliz. Un naco.
Un
naco que mira en el rincón de una cantina un partido de futbol que en el fondo no
le interesa y, por ello, hace cualquier cosa menos prestar atención a la
estrategia impotente de un piojo Herrera furibundo, al borde del infarto. Y
como a pequeño bastardo y a sus amigos les vale verga el futuro de la
selección, cantan. Gritan. Vociferan mil y un estupideces. Mientan madres en
contra de las mujeres que no están allí, esas ingratas que los han abandonado y
por las cuales levantan dos, tres y hasta seis veces diez la copa con ron, no
sin antes decir, “por las perras, bohemios”.
(Sé que a muchos este comportamiento les
parecerá bajo, ruin y una señal inequívoca de que se es un misógino y un
perdedor y sí, quiero darles toda la razón: somos un asco).
Porque
Tulio lamenta la partida de su novia, ocho años menor que él. Porque José llora
el abandono de la única mujer con la que ha estado en sus veinticinco años de
perdición. Porque Quique se esconde, no vaya a ser que pase frente a la cantina
su novia o su suegra o su novia con su suegra y entonces sí, lo manden al
diablo. Y porque yo no lloro por nada y no me escondo de nadie y creo que ése
es mi principal problema, nunca hay nadie, sí, somos un asco.
No obstante, la idea de ser un paria me
desagrada y por eso la busco. Tengo anotado el número de su celular en una
cajetilla de cigarros y allí estoy, véanme, pidiendo un teléfono para marcarle
pues ni siquiera tengo celular. Sin embargo, nadie quiere prestarme el suyo,
por lo que tengo que salir, buscar a alguien que me preste una tarjeta o unas
monedas y no importa que sea una adolescente la que me las dé, más por miedo o
por repugnancia que por un verdadero afán de ayudar.
—¿En dónde estás?
—En
Santa María, en la cantina París, debajo de una imagen de José Alfredo ¿puedes
venir?
—¿José
Alfredo? ¿Qué José Alfredo?
—Jiménez
—Ah,
ok… Sí puedo pero vas a tener que ir por mí al metro. No sé dónde queda la
cantina en la que estás.
—Lo
que quieras pero ven, por favor.
—Ok…
Oye, estoy con Rodrigo, ¿puede ir?
—¿Y
qué haces con ese güey?... Ok, tráelo.
La
calle asusta. Sobre todo si son las cinco de la tarde y tú ya estás hasta tu
madre, con el cerebro aturdido y la mirada perdida en algún punto que siempre
se escapa. En esos momentos no puedes más que pensar que tu vida se ha ido por
el caño y por ello tratas de aferrarte a algo. Si te entra miedo o te sientes
triste, mal, lo único que puedes hacer es aferrarte a algo que te sirva de
contacto con ese mundo que se desenvuelve frente a ti (y contra ti) en completa
sobriedad.
Para mí, ese algo se llama Judith. Mírenla:
allí está.
Judith está sentada esperando, mientras
platica con Rodrigo. Al verme, ríe. Me mira y no le sorprende encontrarme así,
totalmente ebrio porque ella me conoce, sabe que no he encontrado nada qué
hacer con mi vida y por eso gasto mi tiempo dándole a la bebida y riendo con
unos amigos que han encontrado muy poco. Saludo a Rodrigo porque sé que no se
ha acostado con ella pero como no ignoro que la desea mi saludo no es tan
afectuoso. Ellos no saben a dónde ir y como yo ya estoy encarrerado les digo:
hay que comprar unas chelas. No sé porqué propongo ir a la tiendita de un amigo
que no está lejos del metro para allí continuar la borrachera. Judith ríe. No
tiene ganas de contradecirme y acepta el plan. Rodrigo es un holograma cuya
opinión no cuenta, así que decide callar y caminar detrás de Judith, como un
perro. Cada paso que doy hasta el negocio de Gregorio es una gota de alcohol
más que me sale por los poros, por lo que me urge llegar.
“Grandes
hits 2” es un nombre ridículo para una tienda pero así se llama el negocio de
Gregorio. No le extraña que esté borracho pero sí le extraña que le caiga al
local, aunque no puede hacer nada pues vamos en calidad de clientes. Busco y
destapo varias cervezas. Subo el volumen del radio. Corro a los chavitos que
juegan con las máquinas y aun se la hago de a pedo a un chavo que no me mira ni
me hace nada pero allí estoy yo, como todo ebrio que se siente un cabrón cuando
anda pedo; o sea, estoy cagándola.
Soy
Jaime el duende.
Judith
trata de sobrellevar las cosas. Supongo que es difícil tratar con un ebrio que
la está cagando pero ella lo hace no sé porqué. En un momento determinado, ya
no quiero estar allí. Rodrigo me mira con estupor y me caga que Gregorio no me
mande a la mierda porque yo quiero estar contigo, Judith. Lo único que quiero
es estar a solas contigo, por eso te llamé, por eso te pedí que vinieras,
vámonos ya, deja a ese par de pobres pendejos y larguémonos a mi casa,
¿quieres?
Mis
ojos quieren cerrarse. La gente me mira en forma extraña: parece que nadie lo
quiere creer, todos se niegan a admitir que a las ocho de la noche alguien
pueda estar así, tan ebrio. Las calles no cambian, ellas continúan con su
rutina normal aunque quizá se sientan un poco incómodas al tener que soportar a
alguien como yo, que vomita sobre ellas, mea en uno de sus rincones y tropieza
a la menor oportunidad. Por eso me siento infinitamente feliz cuando la
cerradura de la puerta del edificio de Santa María la Ribera # 216 da vuelta y
me permite pasar.
Pero ¡oh, no!
No
puede ser que mi mamá me vea así, aunque no lo puedo evitar porque allí está,
sentada sobre un sillón viendo a pendejos brincotear en "Bailando por un
sueño". Finjo normalidad pero se da cuenta de que llego hasta la madre,
así que grita, iracunda: ¡detente allí, pequeño bastardo!, y yo no le hago
caso. Entro rápidamente a mi cuarto con Judith. Enciendo el radio y subo mucho
el volumen, así que no sé si mamá sigue gritando.
Me
robé una cerveza de “Grandes hits 2”, pero no la destapo. La dejo en el suelo y
beso ávidamente a Judith. Ella contesta y, a decir verdad, realiza todo el
trabajo: se desviste y hace lo mismo comigo. Me monta, trata de que el pito
permanezca duro, me muerde y, en fin, hace todo lo posible por hacerme sentir
bien. No sé porqué, eso me saca de quicio, me exaspera y ya no quiero estar
entre sus piernas. La hago a un lado y me pongo a llorar en un rincón, como un
imbécil.
Supongo que los gemidos y los lloriqueos
atraen a mi madre, quien abre la puerta con su llave de repuesto y emergencia.
Nos mira a Judith y a mí encuerados y entonces grita. Me asusta. Me deprime. Y
me encabrona, razón por la cual la saco a empeñones del cuarto y le suelto una
patada en el culo antes de cerrar la puerta otra vez. Ella se queja y mienta
madres a todo pulmón, pero ya no hace el intento por abrir de nuevo. Judith va
hasta donde estoy y trata de calmarme, aunque yo estoy fuera de mí y comienzo a
darle bofetadas. Intenta responder pero soy más hábil y vaya que comienzo a
madreármela, así que mejor agarra su ropa como puede y sale de la habitación.
En la sala de mi casa, algo se gritonea con mi madre, pero ya no presto
atención y mejor me arrojo sobre la cama para seguir llorando cómodamente.
El
radio aún está encendido cuando son las diez y media de la mañana. El dolor de
cabeza no es tal pero la garganta se ha convertido en un desierto al que lo
surcan miles de grietas. Siento el cuerpo entumecido, me duelen los huesos y el
temblor se ha apoderado de mí. Miro el teléfono. Ráfagas en el cerebro me
recuerdan a Gregorio, a Rodrigo, a mis amigos, pero sobre todo mi pelea con
mamá y con Judith. Sonrío. Me carcajeo pues me parece estúpida la personalidad
que adopté, aunque no hay vuelta de hoja. Lo que hice me ha dejado mal parado
con todos pero así son las cosas, son gajes del oficio.
Señoras
y señores, heme aquí instalado en la cruda moral.
—¿Puedes entenderlo?
—No,
la verdad es que no. Estás loco, no sé qué voy a hacer contigo.
—Pero
te quiero.
—Bueno.
por pequeño bastardo
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