25.10.13

Peleas


Un cuarto en donde ha transcurrido una historia de amor es difícil de soportar cuando el romance ha acabado: las paredes, las sábanas, la cama en donde hiciste el amor, en fin, todo predispone tu ánimo al recuerdo, a la nostalgia, por lo que el escape se presenta como única vía posible. La evasión puede venir de diferentes formas: por medio de un par de piernas, a través de una sesión de coca, o gracias a la bebida. Yo preferí esta última opción. Pero antes de salir del cuarto quise enfrentar el sentimiento de vacío alojado dentro de mí: la voz de Juan Gabriel cumplió hábilmente su cometido de herir mi corazón: las lágrimas se asomaron por mis ojos y entonces supe que era el momento de salir, de buscar compañía para ya no estar mal. 
 

Los amigos sirven para muchas cosas; entre otras, para hablar estupideces mientras se saborea una cerveza. No tenía ganas de comunicar mi rompimiento sentimental, no quería consuelo ni compasión, lo único que buscaba era evasión: platicar de cualquier cosa para ya no pensar, mirar a la gente pasar por la calle para ya no observar su rostro, admirar los cuerpos de otras mujeres para ya no desear el suyo. La bebida siempre me ha transportado a un estado en el que todo se vuelve más amable, más ligero, más soportable. Mi cabeza se sumerge en una alberca que la agita, la marea, la saca a flote. Y naufraga.
 

Desde la rocola, José José me recordaba que los perdedores somos legión. Los gritos de los borrachos corroboraron mis pensamientos. La cantina estaba colmada de personajes que lo mismo querían sufrir que recordar o reír en compañía de unos amigos, de una bebida y su indispensable botana. Frente a mí, las fichas de dominó se extendían, incomprensibles. Mi juego no era bueno, mis compañeros de mesa y juerga sonreían ante mi evidente mala suerte, y esto me exasperó. Uno, en especial, se mostraba irónico, mordaz conmigo. Yo no estaba para burlas, para comentarios hirientes: bastante tenía con el sentimiento de fracaso ante mi incapacidad de retener a una mujer, como para soportar, todavía, a un pendejo interesado en burlarse de mí. Decidí enfrentarlo. 
 

Sí, yo provoqué la pelea. Yo tiré los primeros golpes. Yo hice que sus párpados se hincharan. A cambio de esto, terminé el combate debajo de mi oponente. El tiró golpes y golpes cuando estuvo encima de mí, pero no conectó ninguno. Al menos mi rostro, al final de la pelea, sólo sugería un rasguño. Algunos borrachos que habían salido de la cantina para presenciar la madriza, volvieron a entrar cuando ésta terminó, comentando los pormenores de la contienda. No sé por qué, me pregunté: ¿quién protagonizaría la siguiente trifulca?


Mis amigos me trajeron hasta mi casa. Me despedí de ellos no sin antes preguntarles si tenía los párpados hinchados o morados. Contestaron que no. Dije, mañana los veo, y ellos respondieron, está bien. Sentí miedo,  
                          tristeza,   
                               soledad,  
                                       vacío  
al entrar al cuarto, por lo que encendí inmediatamente la televisión. La embriaguez y el cansancio producto de la pelea hicieron efecto rápido en mí: me tiré en la cama, recordé que aquí había cogido muchas veces con Judith, y me dormí.





por pequeño bastardo

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