Asumimos
que el quehacer literario ha llevado la práctica a
profesionalizarse, a partir del reconocimiento e instalación de la
institución literaria como un sistema de disposiciones y esquemas
culturales: cuerpo amorfo de prácticas regidas por los cánones
establecidos. Con ello, los poderes hegemónicos, que en su esencia
desvanecen al sujeto, han salidos fortalecidos. Aunque habrá que
reconocer que no existe una institución literaria acabada: la
literatura como campo cultural es un espacio que no puede
restringirse a la inmediatez material de la obra ni tampoco al orden
institucional. Entramos en un terreno inestable y en constante
transformación: la literatura ha sido considerada lo mismo un
conjunto de habilidades o saberes en torno al acto de escribir, como
una especialización particular de lo que había sido observado como
actividad o práctica, hasta la producción de obras creativas
escritas por autores y avaladas por la crítica literaria. Habilidad,
especialización y producción intervienen en la Institucionalización
de la Práctica Literaria.
La
Institucionalización de la Práctica Literaria trasciende lo
dialéctico para consolidar una dialógica y, en este sentido, incluye
al discurso, al intercambio: una interacción e interrelación; un
diálogo en el que se reconoce al otro como fuerza que me
instituye como escritor canónico, marginal, comercial,
fantasma, aprendiz o demás.
La
formulación de un modelo de análisis de la práctica literaria que
considera al escritor de manera situada, es decir, como un escritor
contextualizado, “con apellido”, implica reconocer cómo el
sujeto escritor-literato entra en contraposición y con ello en
conflicto-tensión, tanto con la institución que cobija la práctica
como con él mismo. En este contexto, la figura del aprendiz de
escritor nace de un discurso imaginado, interpelado, contextualizado
y situado por él mismo y por los otros. Dicho aprendiz se
caracteriza por ser el recién interesado e iniciado en la práctica
literaria a partir de su incorporación y contacto con las
instituciones que forman escritores; y en él debemos reconocer
también un intercambio dialéctico y dialógico que permite la
transformación de la propia práctica.
Ahora
bien, a partir de infinidad de pensadores y grupos de oposición, la
literatura se piensa como una herramienta de la lucha política y la
lucha intelectual profundas, que sostiene que “el escritor tiene un
compromiso con el pueblo” y, por lo tanto, se concibe como un
quehacer colectivo que concierne a toda sociedad. Inserto en esta
lógica, el discurso del escritor adquiere un compromiso político,
social, cultural; no obstante, algunos autores consideran que la
literatura no tiene otro compromiso sino consigo misma.
Independientemente de que exista o no un compromiso político
explícito entre los autores, pensamos que debemos atender la
práctica semiótico-discursiva del escritor para escudriñar el
grado de su compromiso. Ya no es suficiente desmenuzar el discurso en
términos de sus enunciaciones (de reivindicación política, por
ejemplo) para con ello crear un análisis más; es necesario
trasminar el discurso para reconocerlo como una práctica. Una
práctica semiótico-discursiva que pone en juego no sólo la palabra
o la enunciación, sino las coherencias e incoherencias de toda
articulación, de todo compromiso, de toda coyuntura y juego
dialéctico, de todo nuestro cuerpo (gestos, movimientos, pausas,
silencios, en fin); todo ello reflexionado como discurso, como
práctica que incluye decisiones, voluntades y deseos enunciados e
incluso omitidos. La práctica compromete porque nos sitúa. Luego
entonces, el aprendiz de escritor se compromete porque se sitúa en
un espectro de la práctica literaria: institucional o no, política
o apolítica, canónica o marginal.
por Rebeca Mariana Velasco
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