18.10.13

La práctica literaria: un quehacer instituido


Asumimos que el quehacer literario ha llevado la práctica a profesionalizarse, a partir del reconocimiento e instalación de la institución literaria como un sistema de disposiciones y esquemas culturales: cuerpo amorfo de prácticas regidas por los cánones establecidos. Con ello, los poderes hegemónicos, que en su esencia desvanecen al sujeto, han salidos fortalecidos. Aunque habrá que reconocer que no existe una institución literaria acabada: la literatura como campo cultural es un espacio que no puede restringirse a la inmediatez material de la obra ni tampoco al orden institucional. Entramos en un terreno inestable y en constante transformación: la literatura ha sido considerada lo mismo un conjunto de habilidades o saberes en torno al acto de escribir, como una especialización particular de lo que había sido observado como actividad o práctica, hasta la producción de obras creativas escritas por autores y avaladas por la crítica literaria. Habilidad, especialización y producción intervienen en la Institucionalización de la Práctica Literaria.

La Institucionalización de la Práctica Literaria trasciende lo dialéctico para consolidar una dialógica y, en este sentido, incluye al discurso, al intercambio: una interacción e interrelación; un diálogo en el que se reconoce al otro como fuerza que me instituye como escritor canónico, marginal, comercial, fantasma, aprendiz o demás.

La formulación de un modelo de análisis de la práctica literaria que considera al escritor de manera situada, es decir, como un escritor contextualizado, “con apellido”, implica reconocer cómo el sujeto escritor-literato entra en contraposición y con ello en conflicto-tensión, tanto con la institución que cobija la práctica como con él mismo. En este contexto, la figura del aprendiz de escritor nace de un discurso imaginado, interpelado, contextualizado y situado por él mismo y por los otros. Dicho aprendiz se caracteriza por ser el recién interesado e iniciado en la práctica literaria a partir de su incorporación y contacto con las instituciones que forman escritores; y en él debemos reconocer también un intercambio dialéctico y dialógico que permite la transformación de la propia práctica.

Ahora bien, a partir de infinidad de pensadores y grupos de oposición, la literatura se piensa como una herramienta de la lucha política y la lucha intelectual profundas, que sostiene que “el escritor tiene un compromiso con el pueblo” y, por lo tanto, se concibe como un quehacer colectivo que concierne a toda sociedad. Inserto en esta lógica, el discurso del escritor adquiere un compromiso político, social, cultural; no obstante, algunos autores consideran que la literatura no tiene otro compromiso sino consigo misma. Independientemente de que exista o no un compromiso político explícito entre los autores, pensamos que debemos atender la práctica semiótico-discursiva del escritor para escudriñar el grado de su compromiso. Ya no es suficiente desmenuzar el discurso en términos de sus enunciaciones (de reivindicación política, por ejemplo) para con ello crear un análisis más; es necesario trasminar el discurso para reconocerlo como una práctica. Una práctica semiótico-discursiva que pone en juego no sólo la palabra o la enunciación, sino las coherencias e incoherencias de toda articulación, de todo compromiso, de toda coyuntura y juego dialéctico, de todo nuestro cuerpo (gestos, movimientos, pausas, silencios, en fin); todo ello reflexionado como discurso, como práctica que incluye decisiones, voluntades y deseos enunciados e incluso omitidos. La práctica compromete porque nos sitúa. Luego entonces, el aprendiz de escritor se compromete porque se sitúa en un espectro de la práctica literaria: institucional o no, política o apolítica, canónica o marginal.  

 por Rebeca Mariana Velasco 

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