Así
que allí estaba, esperando a su cuadrilla a las cinco y media de la mañana.
En
la Asamblea de Condóminos de la semana anterior se había acordado que un grupo
de diez vecinos por torre conformarían equipos de trabajo cada fin de semana
durante el mes de junio y a él, Juan Hernández, le había tocado laborar el
domingo 16, día en que se llevarían a cabo dos eventos importantes: jugaría la Selección Mexicana de Futbol y se celebraría el Día del Padre. Y aunque Juan
todavía no se estrenaba como papá (¿hasta cuándo, Nohemí?), sí consideraba
pasar la tarde frente al televisor, apoyando al Tri del “Chepo”.
Cobijado
por la oscuridad, Juan Hernández se hacía una pregunta: si la misión de la cuadrilla
era relativamente sencilla —sólo debían amontonar un número determinado de
costales con tierra sobre los márgenes del Río de los Remedios, para evitar que
un posible desborde pudiera afectar la Galaxia Vallejo—, ¿quién había decidido
que debían trabajar tan temprano? En fin, ya no podía hacer nada. Él había
cumplido con levantarse temprano y con estar allí, esperando a su cuadrilla.
Poco
a poco fueron llegando sus vecinos: Edgar Mora, Arturo González, Fernando
Gutiérrez y Othón Barrios conformaron el núcleo de sus allegados, aquellos hombres
con los cuales Juan Hernández se llevaba mejor y con los que, estaba seguro, se
divertiría cargando costales. Sólo que, al poner manos a la obra, se percataron
de un inconveniente: si bien el Municipio había cumplido con su palabra al
contribuir con tierra y costales, había dejado el material a un kilómetro de
distancia de donde la Asamblea de Condóminos consideraba que se necesitaba el
refuerzo. La cuadrilla le dio vueltas a una posible solución. Lo único que
sacaron en claro fue esto: lo mejor era rellenar los costales en el sitio donde
se encontraba el material, para después traerlos en alguna camioneta hasta
donde los necesitaban, pero ¿quién tenía una? A regañadientes, Miguel Bárcenas
accedió a prestar la suya, a cambio de que, después, varios le ayudaran a
limpiarla. A Juan Hernández le pareció excesiva la petición de Miguel, pero la
comprendió pues, después de todo, no estaba obligado a prestar su vehículo para
ese trabajo pesado y sucio que le tocaba realizar al Municipio.
Terminaron
la jornada hacia el mediodía, justo antes de que una lluvia pertinaz hiciera
más difícil el trabajo, mismo que a Juan Hernández le pareció inútil, absurdo,
ridículo, pues si bien habían formado un muro compacto sobre una franja del Río
de los Remedios, la verdad es que todavía quedaba un trecho larguísimo por
cubrir. Así las cosas, si la lluvia intensa continuaba durante los
siguientes días, era probable que todo su esfuerzo no sirviera para nada, dado
que el río se desbordaría, sin remedio.
Apresurados
por el agua que les escurría por el cuerpo y que hacía que el polvo
impregnado en sus ropas se convirtiera en lodo, los miembros de la cuadrilla
llegaron a la Galaxia. Ya en las escaleras de la Torre Plutón, se fueron dispersando
entre los diferentes pisos. Antes de despedirse, Miguel Bárcenas le preguntó si
contaba con él para limpiar la camioneta al siguiente día. Poco convencido con
su respuesta, Juan dijo que sí, y continuó escalando peldaños, pues su
departamento estaba ubicado justo en el último piso de la torre.
Hecho
una sopa, entró en su hogar. Nohemí lo apresuró a quitarse la ropa y a tomar un
baño, mientras ella preparaba la comida. Juan obedeció. Al tiempo que se enjabonaba
el cuerpo, miraba preocupado hacia el techo, esperando que la capa de
impermeabilizante colocada el año pasado todavía resultara efectiva para sellar
su departamento contra cualquier gotera.
Salió
de bañarse, aliviado porque, al parecer, la lluvia había amainado. Olvidando el
contratiempo del clima, pensó en qué ropa le convenía ponerse ese domingo. En
el acto, recordó: ese día jugaría la Selección Mexicana de Futbol; por ello,
buscó sus calzoncillos con el escudo de la Federación Mexicana y el pants
Adidas negro, al cual le hizo coser el número 10 que portara su gran ídolo: Cuauhtémoc Blanco.
Ya
en la estancia (o sala-comedor), se alegró al ver que Nohemí le había preparado
su platillo favorito (huevos con chorizo), que acompañó con frijoles negros y
una cerveza Corona. Además, su mujer ya había sintonizado el canal 7 en la pantalla LG, pues tenía presente que a Juan le gustaba mirar los partidos de
México escuchando las payasadas de los locutores de Televisión Azteca… Por esos
detalles era por los que amaba a Nohemí, al grado de gastar todos sus ahorros
en la compra del departamento en la Galaxia Vallejo. Incluso había hipotecado
parte de su futuro con un crédito en Banorte... ¿Habría valido la pena?
El
primer presagio de que las cosas se saldrían de su cauce fue el descomunal
trueno que se escuchó por toda la Galaxia. Acto seguido, la lluvia arreció con
más fuerza que cuando se soltó por primera vez. Por curiosidad, Juan se asomó a
la ventana para ver el resultado de su trabajo matutino: definitivamente, ese
muro de costales no serviría para nada si la lluvia continuaba cayendo de
manera descomunal. Y luego, el grito desbordado, grotesco, de Christian Martinoli
(“Goooooooooooooooooooooooooooooool. ¿Qué decimos gol? ¡¡¡GOLAZO de Andrea
Pirlo, camiseta número 21 de la escuadra azzurra!!!”) terminó por hundir a Juan
Hernández en un sentimiento de frustración que ni sus huevos con chorizo ni
sus frijoles negros ni su Cerveza Corona y ni siquiera el amor de Nohemí
podrían conjurar de nuevo.
por Jaime Magdaleno
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