Un
departamento envuelto
entre humo de cigarro nubla la vista y sofoca desde el primer
momento. El tapiz de flores se torna amarillento por la nicotina; y
las alfombras verdosas, aunadas a una decoración de muebles con
tintes dorados, simulan una falsa elegancia de nuevo rico patética.
En aquel lugar, dos niñas, una de seis años y la otra de ocho,
habitan el departamento junto con su madre.
La
familia
Es
domingo, día “familiar,” el cual está a punto de culminar sin
haberlo sido, ya que el padre jamás llegó a recogerlas por la
mañana para llevarlas a desayunar, a comprar fruslerías —para
compensar su abandono— y a pasear al cine, al parque o al
zoológico. A cualquiera de esos lugares que las familias “felices”
suelen frecuentar los domingos.
Al
contrario, ese padre prefirió quedarse con la amante en turno a
embrutecerse de sexo y alcohol hasta hartarse. Por lo que a la madre
no le queda más que cumplir mecánicamente con la función de ser
precisamente eso: “madre”, y realizar la rutina diaria de llevar a
las niñas a dormir después de un encierro de más de 12 horas.
La
hija mayor obedece las indicaciones de la madre y ahora duerme
profunda e inocentemente; ésta la mira añorando un poco de su paz,
mientras que la otra niña, la pequeña, siempre vigilante, la
observa.
La
madre
La
madre es una silueta deforme que mira pasar las noches, los días y
las risas de unas hijas que no le provocan satisfacción o
realización alguna. Según la percepción de la hija menor, a veces esa
madre forma parte ya del papel tapiz y del humo de aquella casa,
debido a las horas que transcurren sobre ella, siempre mirando hacia la
ventana, fumando cigarrillo tras cigarrillo o ingiriendo pastillas
para el dolor de cabeza.
De
repente, la madre atisba la presencia de la pequeña quien jamás ha
logrado conseguir el sueño inmediato a diferencia de su hermana y le
pregunta si esas pastillas que observa en la mano son otra vez para
el dolor de cabeza. La madre asiente, toma a la niña entre sus
brazos, la recuesta en su cama, le acaricia los rizos y la duerme.
La
mujer
“Duerme,
duerme, duerme, duerme. Durmamos hoy, profundamente, tranquilamente.
Ya no quiero estar sola, ni triste, ya no quiero estar”.
Después de un
rato, la niña por fin ha conciliado el sueño. Para la mujer es
inusual tal hecho como el de la sensación de que el tiempo avanza
deprisa.
La
mujer quiere escribir, pero está vacía.
Los
pensamientos se disuelven entre los efectos de las pastillas que
consumió.
Se
ha arrepentido.
Nadie
la escucha, ni siquiera ella misma puede escuchar su voz.
Tiene
náuseas, no puede vomitar. Es demasiado hastío para vomitarlo todo
en una noche.
Intenta
nuevamente escribir, pero ya nada tiene sentido.
Se
hace legible un adiós, lo demás son líneas… líneas tan débiles
como su alma, vacías y huecas como su mirada, como su vida misma.
La
niña despierta por un momento. Siente a su madre a un lado. Acomoda
su oído en el brazo de ésta con la finalidad de escuchar su
palpitar mientras reconcilia ese sueño profundo que la madre
finalmente ha obtenido.
Por
fin, las dos duermen.
por Claudia Montes de Oca Iglesias
No hay comentarios:
Publicar un comentario