El
viaje salvaría nuestro matrimonio. Con esa intención planeamos el
recorrido por la Costa Michoacana. Cada uno financió la mitad del
costo del viaje. Juntos compramos los boletos en la Central
Caminonera Poniente, una semana antes de partir de la ciudad. El día
indicado en el boleto, abordamos el autobús. Para no
marearnos y conjurar el vómito en el camión, decidimos viajar de
noche. Llegamos al puerto “Lázaro Cárdenas” al amanecer.
Todavía viajamos un par de horas más hasta llegar a “Caleta de
Campos”. Allí, alquilamos una habitación de 400 pesos. Con escasa
convicción y deseo, fornicamos en una de las camas dobles del cuarto
(el hotel carecía de habitaciones sencillas). A las tres de la
tarde, salimos a comer productos del mar. Vimos a turistas
extranjeros practicar deportes acuáticos con relativa destreza.
Estuvimos en la playa hasta el anochecer, bebiendo cerveza y mirando
el mar. Ocasionalmente, algunas parejas pasaban frente a nosotros
tomadas de la mano o dándose un beso. De vuelta en nuestra
habitación, quisimos hacer de nuevo el amor, pero ni ella consiguió
lubricarse ni yo logré una completa erección.
Cinco
días después, regresamos a la Ciudad de México. Al permanecer la
mayor parte del viaje en silencio, ella preguntó: “¿qué tanto
piensas?”. Sucedió lo que me temía desde que planeamos las
vacaciones: a pesar de haber convivido durante tanto tiempo en la Costa Michoacana, me sumergí en la más absoluta indiferencia y me
quedé callado al no saber qué carajo responderle.
Dos
días más adelante, pedí el divorcio.
Ahora fue ella la que no contestó.
Ahora fue ella la que no contestó.
por Jaime Magdaleno
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