25.6.13

Ana María

Un hombre tiene pesadillas durante la noche. Despierta, concilia el sueño, vuelve a despertar. Las botellas de vino se apilan en un rincón. La habitación está iluminada por la luz neón desprendida de la marquesina del Hotel Conde. El hombre que tiene pesadillas no duerme solo. Comparte la cama con una mujer, quien duerme. Ronca. El hombre siente calor. Se desprende de las cobijas. Abandona la cama. Camina. Llega al lugar en donde están las botellas de vino. Toma una, la agita, la deja en el suelo. Toma otra, la pone contra la luz, mira. Tras comprobar que aún hay líquido en su interior, empina la botella. Bebe. Termina. El hombre emite un sonido de satisfacción: ahhh.

Por la ventana la ciudad existe. El hombre se acerca al cuadro. Mira el paisaje que se despliega bajo sus pies: todo allí le parece ajeno. El aire del cuarto, en cambio, retiene una atmósfera que después de varios días de encierro forma ya parte de él. Las luces se extienden en todas direcciones, ante sus ojos. La avenida le parece un surco trazado por gusanos: pequeñas larvas que se arrastran con pesadez. El hombre ríe. Se lleva una mano a la quijada. Rasca una barba incipiente. Bosteza. Camina hacia la cama, dispuesto a conciliar el sueño. Despliega una de las cobijas. Se acuesta. Cierra los ojos. Pero no puede dormir. 
 
Cuando era niño utilizaba el conteo de las ovejas. Una, dos, tres, cuatro, hasta que los párpados pesaban y el conteo desaparecía en el aire. La táctica se la enseñó su madre cuando tenía seis años, con el fin de enfrentar las noches sin sueño. Con el paso del tiempo el consejo resultó ser efectivo. Cuando el insomnio se apoderaba de él, por la razón que fuera, bastaba con recurrir al truco de las ovejas para que el sueño se instalara en su cerebro, bajo los párpados, por todo el cuerpo. 
 
El hombre cuenta: una, dos, tres, cuatro... pero algo anda mal. Lo que salta la cerca imaginaria no son ovejas sino rostros que él conoce muy bien; rostros que detesta, que le causan asco, repulsión. 
 
Evoca a su esposa Ana María. Visualiza su cara blanca, sus manos suaves y delgadas, su sonrisa fácil y despreocupada y el cuerpo ligero, fresco. Recuerda su noviazgo, su boda, su luna de miel en Acapulco. Mira las paredes del departamento que compartieron durante seis años. Observa los muebles que compró, la mayoría a crédito: sillón, sofá, televisión. Una recámara. Y dentro de ésta, ve dos cuerpos enredados haciendo el amor. Ana María hace ruidos, suspira, gime. Ernesto la penetra. Embiste una, otra y otra vez hasta que ya no puede más: eyacula. 
 
El hombre abre violentamente los ojos. Mira el techo. Traga saliva y oprime los dientes. Voltea al lado izquierdo. La mujer que lo acompaña está dormida. El hombre estira el brazo. Toca el hombro de la mujer. La agita. Ella abre lentamente los párpados. Mira al hombre con los ojos entrecerrados. Bosteza. Pregunta: “¿qué pasa, Mario?”.

El hombre no contesta. Hace a un lado las cobijas. Se levanta de la cama. Camina alrededor de ella para colocarse a un costado de la mujer. El hombre da una orden: “empínate”, dice. La mujer obedece sin ganas, con fastidio. El hombre le separa las piernas, buscando la vagina que rentó por unos días. Intentando hacer daño, el pene del hombre se incrusta allí de una embestida. “Ana María”, llama el hombre. “¿Qué pasa, papito?”, responde, con sueño, la mujer. “Chinga tu madre, maldita puta”, escupe el hombre. “Lo que tú digas, mi rey”, atina a decir la mujer.

por Jaime Magdaleno

 

No hay comentarios:

Publicar un comentario