Lo
imagino, mejor dicho la imagino, pues es en las mujeres en donde busco un
paralelo, la imagino, pues, podando un rosal con unas tijeras grandes,
ajustando sus anteojos, moviéndose entre tazas de té, tarareando, limpiando
ceniceros y bebés, absorbiendo un haz de luz, una ráfaga de viento, infiltrándose, con una suerte de modesta y
hermosa visión de rayos x, al psique interior de sus vecinos; sus vecinos en el
tren, en la sala de espera del dentista, en el salón de té de la esquina. Para
ella, esta afortunada, ¿qué no es
relevante? Puede usar unos zapatos viejos, las manijas, el correo aéreo, guías
para rosas y periquitos australianos; pequeños gestos, chuparse un diente,
tirar del dobladillo, cualquier cosa extraña o imperfecta, buena o despreciable.
Sin mencionar las emociones y motivaciones, aquellas resonantes y estruendosas
formas. Su oficio es el Tiempo, la forma en la que se dispara hacia adelante,
retrocede, florece, se marchita y se expone a sí mismo dos veces. Su oficio son
las personas en el Tiempo. Y ella, me parece, tiene todo el tiempo del mundo.
Si quiere puede tomarse un siglo, una generación, un verano completo.
Yo puedo
tomarme como un minuto.
No me
refiero a los poemas épicos. Todos sabemos cuánto tiempo necesitan ellos. Me refiero a los poemas pequeños y comunes, no
oficiales. ¿Cómo podría describirlo?... una puerta se abre, otra se cierra. Entre
tanto, has echado un vistazo: un jardín, una persona, una tormenta, una
libélula, un corazón, una ciudad. Pienso en esos pisapapeles redondos de cristal
victorianos que recuerdo pero nunca puedo encontrar, tan diferentes a esos de plástico
hechos en masa que atiborran los estantes de juguetes de Woolworth. Este tipo
de pisapapeles es una esfera nítida, de una pieza, muy pura, con un bosque, una
villa o una familia en su interior. Lo volteas, lo enderezas y nieva. En un
minuto todo cambia. Nunca será lo mismo ahí dentro: ni los abetos, ni las
tejas, ni las caras.
Así
ocurre un poema.
¡Y en
verdad hay tan poco espacio! ¡Tan poco tiempo! El poeta se vuelve un experto en
hacer maletas:
Surgen estos rostros entre la multitud;
Pétalos en una rama oscura y
húmeda.[1]
Ahí está:
el principio y el fin en un solo respiro. ¿Cómo conseguiría esto la novelista?
¿En un párrafo? ¿En una página? Mezclándolos, tal vez, como pintura, con un
poco de agua, diluyéndola, esparciéndola.
Ahora estoy siendo presumida, encuentro ventajas.
Si un
poema es algo concentrado, un puño cerrado, entonces una novela es relajada y
expansiva, una mano abierta: tiene caminos, desvíos, destinos; una línea del
corazón, una línea de la mente; la moral y el dinero entran ahí. Donde el puño
excluye y aturde, una mano abierta puede tocar y abarcar mucho en el camino.
Nunca he
puesto un cepillo de dientes en un poema. No me gusta pensar en todas las cosas,
familiares, útiles y valiosas que nunca he puesto en un poema. Una vez puse un tejo,
y el tejo empezó, con sorprendente egoísmo, a manejar y ordenar todo el asunto.
No era un tejo cerca de una iglesia en un camino pasando una casa donde vivía
una mujer… y así, como podría haber sucedido en una novela. Ah no. Se irguió
firme en el centro de mi poema, manipulando sus oscuras sombras, las voces en
el atrio, las nubes, los pájaros, la tierna melancolía con la que lo
contemplaba: ¡todo! No lo pude doblegar. Al final, mi poema era un poema acerca
de un tejo. Este tejo era demasiado orgulloso como para ser una marca pasajera
en una novela.
Tal vez
haga enojar a algunos poetas al implicar que el poema es orgulloso. Me dirían
que el poema también puede incluir todo, y con mucha mayor precisión y fuerza
que aquellas creaturas verbosas, desordenadas y sin discernimiento que llamamos
novelas. Bueno, les admito a estos poetas sus excavadoras y sus viejos
pantalones. En realidad no pienso que los poemas deberían ser tan castos.
Podría, creo, incluso concederles un cepillo de dientes, si el poema fuera
verdadero. Pero estas apariciones, estos cepillos poéticos, son inusuales.
Cuando éstas llegan, tienden, como mi insubordinado tejo, a creerse únicas y
particularmente especiales.
No así en
las novelas.
Ahí el
cepillo de dientes regresa a su lugar con hermosa prontitud y es olvidado. El
tiempo fluye, se arremolina, serpentea, y la gente tiene tiempo de sobra para
crecer y cambiar ante nuestros ojos. Los ricos desechos de la vida flotan a
nuestro alrededor: burós, dedales, gatos, el muy amado y muy hojeado catálogo
de misceláneos que la novelista quiere compartir con nosotros. No estoy
insinuando que aquí no exista ningún patrón o que no haya discernimiento ni un
orden riguroso.
Sólo
estoy sugiriendo que el patrón no se enfatiza tanto.
La puerta
de la novela, como la del poema, también se cierra.
Pero no
tan rápido, ni con un fin tan frenético e irrefutable.
por
Sylvia Plath
Traducción de Gabriela Domínguez
No hay comentarios:
Publicar un comentario