Aquella
llamada puso fin a los sueños de Ernesto.
Despabilándose, sacudiéndose los restos de la noche, las lagañas secas que manchaban sus ojos -sobre la cama aún imperaba el aroma tibio de las bragas negras, que se encontraban esparcidas sobre las sábanas-, Ernesto se vestía, hasta que ella salió del baño desnuda. Se sentó en la orilla de la cama, y lentamente con la toalla secó sus piernas bien formadas, mientras Ernesto miraba cómo el agua escurría por su cuerpo, y la mañana que brillaba en sus ojos.
“Es
hora de irme, Citlali. Pero el viernes seguro nos vemos.”
Citlali
se acercó
a Ernesto, lo abrazó, lo acarició y besó su cuello con su lengua
ávida y húmeda.
“¿Quién
te llamó, Ernesto?”
Le dice al oído, mientras se alista para marcharse. Eventualmente, Ernesto mentiría: pues nadie puede sentirse mejor, que quien se ve engañado completamente. Esa voz de mujer ansiaba por verlo. El tiempo se ponía en su contra.
Le dice al oído, mientras se alista para marcharse. Eventualmente, Ernesto mentiría: pues nadie puede sentirse mejor, que quien se ve engañado completamente. Esa voz de mujer ansiaba por verlo. El tiempo se ponía en su contra.
“Número
equivocado.”
Responde a Citlali, que no dejaba de lamer su oreja, empalagándolo con sus manos que se acercaban inquietas a su bragueta.
Responde a Citlali, que no dejaba de lamer su oreja, empalagándolo con sus manos que se acercaban inquietas a su bragueta.
“No
te vayas aún, déjame besarte por donde haces pipí.”
Citlali la caliente y libidinosa, de manos y labios ansiosos. Su cabello largo mojaba a Ernesto, que postrado en la puerta se rendía a Citlali.
Citlali la caliente y libidinosa, de manos y labios ansiosos. Su cabello largo mojaba a Ernesto, que postrado en la puerta se rendía a Citlali.
“¡Hey! Espera… me tengo que ir ya.”
Ernesto
corrió hacia el punto de encuentro, sintiendo que algo pegajoso y
pesado le colgaba por en medio de las piernas. Bajo un sol hirviente,
encendió el último cigarrillo, fijó su mirada
en aquellas piernas que se aproximaban parsimoniosas, y en sus ojos extraños,
cubiertos por unas gafas Ray-Ban, que combinaban con su labial rojo, y
finalmente:
“¿Por
qué lo haces, Ernesto? ¿Crees que eres únicamente lo que yo veo de
ti? No…, Ernesto, no digas nada, escúchame. Ya no quiero
comprenderte, ni escuchar tus mentiras. ¿Qué sientes, cuando sabes
que una chica más probará de tus labios, acaso la tentación de
transgredir, ésa
es tu codicia? El placer te manipula, te hace sentir superior por
cada mujer que coleccionas, ¿Acaso sin el placer te hallarías fuera
de tu vida? Me haces dudar de ti, Ernesto, al prometerme amor, cuando
lo único que quieres es no sentir la soledad. Sin duda cometí el
mismo error: querer buscar un sentido donde quizás no hubiera
ninguno.”
Porque
aún, a Ernesto, no le ha ocurrido todo lo que ha de ocurrirle. Todo aquél
que no conozca la tentación es un idiota, por ella vivimos. Algo se
había roto en Ernesto. Los labios de Citlali lo esperaban, y, cierta
gloria siniestra, se dibujaba en su sonrisa cuando le pidió a Karen
el beso final.
por Francisco Limas, "Frank"
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