27.2.13

El engaño


Desde que nací he tenido la impresión de que me engañan. Mis padres me han dicho que no existe Santa Claus, ni los Reyes Magos, ni Dios. También me dijeron que era más grande de lo que siempre he sentido ser.

Los engaños se incrementaron conforme fui creciendo. Me dijeron que pertenecía a un género, que debía dedicarme a una profesión, que automáticamente tendría gustos específicos y éstos responderían al tipo de vida que prometía tener, desde antes de decidirlo y mucho después de imaginarlo. Pero con esos engaños pude vivir, me acostumbré a creerlos, no cuestionarlos y hasta a añadirles algunas veces pautas de mi lenguaje para sentirme mejor, por eso llegué a afirmar lo agnóstico, a pesar de que en lo que nunca creí, fue en creer en algo; particularmente en lo que decían los demás, sabía que yo tenía cierta verdad que inventar. Siempre que me preguntaban cómo estás, decía que bien, cuando indagaban más, por costumbre o por amabilidad, e inquirían sobre lo que hago o lo que hacía, era fácil falsear mi realidad diciendo: soy feliz. Comúnmente me ocurrían situaciones extrañas que me hacían pensar que habían otras posibilidades y, poco a poco, reconocí los dolores de la ausencia, me di cuenta de que era cierto, nada existía, todo era un engaño.

En alguna ocasión descubrí que la gente a mi alrededor se mentía con más vehemencia, excitaban sus conciencias con una gama de estrategias y dinámicas que todos parecían creer: tomaban notas y memorizaban, preguntaban y opinaban, todo giraba en torno a una verdad, la vida acababa, y su posible dilatación era inasible; eso decían, y para ellos no había ninguna duda: yo moriría, tú morirías, todos moriríamos. Ese día abandoné la escuela y me interné en un ministerio que nadie nunca me había nombrado, era un espacio de retiro fingido con un miembro: yo. En realidad no era un espacio, era un lugar dentro de mi pensamiento, ahí me alojé colonizando mi propia verdad, dándole vueltas, permitiéndole ser y apoderarse de mi vida, de mi razón. Salía de tanto en tanto a conocer a uno que otro curioso que me veía con preguntas en los ojos, trataba de comportarme como una persona normal, y de vez en cuando engañé a algunos inocentes haciéndolos mis amigos, la mayoría de ellos nunca pudieron aceptar mi rareza, decían que fingía para hacerme interesante. Pero en toda mi osadía encontré a un par de personas interesantes en sí.

Cuando tuve cerca a un amigo incondicional y honestamente desinteresado, le pregunté qué opinaba sobre mi falta de creencia, la duda permanente, la sospecha en torno a todas las mentiras con las que teníamos que vivir. A pesar de su lealtad mi amigo me ignoró, parecía que algo ocultaba, y que tenía miedo de decírmelo; no quise enfrentarlo, era un buen amigo y era mayor que yo, quizá mucho mayor de lo asumido, por eso mantuve la calma y me encerré otro rato en mi espacio seguro, ahí nadie entraba aunque los invitara a pasar; alguna vez me dijeron que ese “apartamento” mío era tan pequeño que algún día no cabrían todas mis dudas, pero no lo creí, parte de mi verdad era que ese cobijo podía hacerse más grande en cuanto descubriera una, tan sólo una verdad. Sospeché que era mi amigo el que podía darme pistas, podía brindarme alguna huella por dónde abrir caminos, por eso lo dejé solo, quizá fue grosería de mi parte, pero necesitaba también acudir a mi espacio, anotar mentalmente mis pesquisas. Cuando estuve un poquito lejos de mí, de él y de ese mundo que a ratos visitaba, en la abstracción que parecía conmover a mi familia, a mis padres y a mis amigos, la que a veces los asustaba pero otras veces, lo sé, disfrutaban; especialmente cuando los invadía con preguntas que difícilmente entendían, bueno, pues fue entonces cuando a lo lejos escuché susurrante el rumor de una frase, era la voz de mi amigo, mi hermano, mi cuate incondicional, que decía con tono sumamente bajito: si crees, existe; nunca había considerado esa posibilidad. Parpadeé y volví a cerrar los ojos para concentrarme profundamente y convencerme de que podía creer. Ahora, después de un par de años, creo en el engaño, como siempre sospeché: todo existe, hasta lo que no.


por Mariana Velasco

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