Desde
que nací he tenido la impresión de que me engañan. Mis padres me
han dicho que no existe Santa Claus, ni los Reyes Magos, ni Dios.
También me dijeron que era más grande de lo que siempre he sentido
ser.
Los
engaños se incrementaron conforme fui creciendo. Me dijeron que
pertenecía a un género, que debía dedicarme a una profesión, que
automáticamente tendría gustos específicos y éstos responderían
al tipo de vida que prometía tener, desde antes de decidirlo y mucho
después de imaginarlo. Pero con esos engaños pude vivir, me
acostumbré a creerlos, no cuestionarlos y hasta a añadirles algunas
veces pautas de mi lenguaje para sentirme mejor, por eso llegué a
afirmar lo agnóstico, a pesar de que en lo que nunca creí, fue en
creer en algo; particularmente en lo que decían los demás, sabía
que yo tenía cierta verdad que inventar. Siempre que me preguntaban
cómo estás, decía que bien, cuando indagaban más, por costumbre o
por amabilidad, e inquirían sobre lo que hago o lo que hacía, era
fácil falsear mi realidad diciendo: soy feliz. Comúnmente me
ocurrían situaciones extrañas que me hacían pensar que habían
otras posibilidades y, poco a poco, reconocí los dolores de la
ausencia, me di cuenta de que era cierto, nada existía, todo era un
engaño.
En
alguna ocasión descubrí que la gente a mi alrededor se mentía con
más vehemencia, excitaban sus conciencias con una gama de
estrategias y dinámicas que todos parecían creer: tomaban notas y
memorizaban, preguntaban y opinaban, todo giraba en torno a una
verdad, la vida acababa, y su posible dilatación era inasible; eso
decían, y para ellos no había ninguna duda: yo moriría, tú
morirías, todos moriríamos. Ese día abandoné la escuela y me
interné en un ministerio que nadie nunca me había nombrado, era un
espacio de retiro fingido con un miembro: yo. En realidad no era un
espacio, era un lugar dentro de mi pensamiento, ahí me alojé
colonizando mi propia verdad, dándole vueltas, permitiéndole ser y
apoderarse de mi vida, de mi razón. Salía de tanto en tanto a
conocer a uno que otro curioso que me veía con preguntas en los
ojos, trataba de comportarme como una persona normal, y de vez en
cuando engañé a algunos inocentes haciéndolos mis amigos, la
mayoría de ellos nunca pudieron aceptar mi rareza, decían que
fingía para hacerme interesante. Pero en toda mi osadía encontré a
un par de personas interesantes en sí.
Cuando
tuve cerca a un amigo incondicional y honestamente desinteresado, le
pregunté qué opinaba sobre mi falta de creencia, la duda
permanente, la sospecha en torno a todas las mentiras con las que
teníamos que vivir. A pesar de su lealtad mi amigo me ignoró,
parecía que algo ocultaba, y que tenía miedo de decírmelo; no
quise enfrentarlo, era un buen amigo y era mayor que yo, quizá mucho
mayor de lo asumido, por eso mantuve la calma y me encerré otro rato
en mi espacio seguro, ahí nadie entraba aunque los invitara a pasar;
alguna vez me dijeron que ese “apartamento” mío era tan pequeño
que algún día no cabrían todas mis dudas, pero no lo creí, parte
de mi verdad era que ese cobijo podía hacerse más grande en cuanto
descubriera una, tan sólo una verdad. Sospeché que era mi amigo el
que podía darme pistas, podía brindarme alguna huella por dónde
abrir caminos, por eso lo dejé solo, quizá fue grosería de mi
parte, pero necesitaba también acudir a mi espacio, anotar
mentalmente mis pesquisas. Cuando estuve un poquito lejos de mí, de
él y de ese mundo que a ratos visitaba, en la abstracción que
parecía conmover a mi familia, a mis padres y a mis amigos, la que a
veces los asustaba pero otras veces, lo sé, disfrutaban;
especialmente cuando los invadía con preguntas que difícilmente
entendían, bueno, pues fue entonces cuando a lo lejos escuché
susurrante el rumor de una frase, era la voz de mi amigo, mi hermano,
mi cuate incondicional, que decía con tono sumamente bajito: si
crees, existe; nunca había considerado esa posibilidad. Parpadeé y
volví a cerrar los ojos para concentrarme profundamente y
convencerme de que podía creer. Ahora, después de un par de años,
creo en el engaño, como siempre sospeché: todo existe, hasta lo que
no.
por
Mariana Velasco
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