Di
un gran despeje. El balón salió disparado hacia la azotea de la vecindad. Fui
por él entre zapes y mentadas de madre de mis compañeros de equipo. El balón estaba
incrustado entre los tanques de la señora Nicolasa, mamá de Luisito; un niño
bajo y delgado, al que siempre le pegábamos por ser el que tenía los mejores
juguetes de la vecindad (también por ser el más educado). Doña Nicolasa vivía
en la única casa de la azotea. Cuando me acerqué por el balón vi entre las
cortinas de su ventana, cómo se besaba con un señor. Un hombre que nunca había
visto por la vecindad.
Eran
largos besos. Después de un rato, se separaron. El hombre comenzó a besar unos pechos
grandes. Pechos expuestos con los que jugueteaba el hombre. Los lamía y después
los apretaba contra su cara. Su bigote espeso los iluminaba. Con un movimiento
torpe y brusco, Doña Nicolasa le quitó unos pantalones azul claro con el
logotipo naranja de la “Orange Crush”. Al mismo tiempo, el repartidor de refrescos la
despojaba de sus calzones. Calzones grandes, que le quitaban belleza a sus
firmes y redondas nalgas, sensualidad bienvenida al momento de la estocada. Como
si cargara tres rejas llenas de
refresco “Orange Crush”, la cargó de las nalgas. Parado, la cargaba y la
embestía abriéndole las nalgas. Doña Nicolasa,
quedando de frente a una imagen de la Virgencita de Guadalupe, la miraba. Era
como si se mofara de la imagen. Como sí se burlara de ella misma. La
introspección fue interrumpida sorpresivamente. Ahora el bigote del repartidor
de refrescos estaba en las nalgas de Doña Nicolasa, recorriéndolas hasta llegar al clítoris. Pude
sentir como los bellos de su pubis se le erizaban. El repartidor la puso en una
nueva posición, encontrando sus nalgas de frente. Cuando más rápido la penetraba
le dijo: “me voy a venir”.
—No
te vengas puto, no mames, métemela más -—le contestó Doña Nicolasa. Y después
el orgasmo.
Pinche
orgasmo, eres contradicción, sólo eres un vínculo. Orgasmo que tienes la dádiva
de volver sensible el egoísmo, ¡eres
perdición!
Mi
pensamiento fue interrumpido con una patada en el culo, que durmió toda mi columna
vertebral.
—¿Por
qué no contestas, pendejo? ¡Te estamos gritando! ¡Ahora ya no juegas, por
pendejo!
Las
lágrimas me brotaban, causadas por el dolor de la patada en el culo, mientras se retiraban con el balón.
Cuando volteé a hacía la ventana de Doña Nicolasa, las cortinas estaban
cerradas. Nunca más se abrieron.
por Jaime Martínez
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