Cuando
llegué estabas sobre la pista, intentando bailar con una nalgona. Después te
encontré enfurecido en la barra, exigiendo otro trago. Más tarde pasaste a un
lado de mí, trastabillando hacia el baño para desalojar la vejiga. Pinche meón.
Y farol: porque allí estabas con tus cuates, contando chistes o anécdotas y
riéndote, seguramente de puras pendejadas. Pero me gustaste, cabrón. Pensé
inmediatamente: se ve que ese güey es un caliente. Que arde y te hace arder con
su cuerpo, con su aliento sobre tu piel. Me prende, sin duda ese perro me
enciende.
Por
eso caminé hacia ti. Recargué mis pechos sobre tu espalda al pedir otro vaso
con ron. Inmediatamente volteaste: ay, ustedes los hombres son tan predecibles.
Preguntaste mi nombre y como respuesta te arrastré hacia la pista. Aproveché
que Jennifer López y Pitbull invitaban al escarceo para restregar mis nalgas
sobre tus güevos, sobre tu pene que demostró su precocidad, pues en un dos por
tres estuvo firme. Bailamos. Tratabas de hablar, de preguntar asuntos que a mí
no me interesaban pues yo fui al antro para encontrar a un cabrón como tú, que
ofreciera su cuerpo para arder sobre mi piel. Así que, ¿para qué retrasar más
lo inevitable? Te invité a mi casa y tú dijiste: “primero tengo que avisarle a
mis amigos”, pues querías presumir, pinche farol. No te lo permití: te jalé del
brazo para sacarte del antro. Alcancé a ver que, de lejos, hacías señas a tus
amigos para jactarte de que esa noche habías ligado, mientras ellos (pobres
diablos) debían conformarse con llegar a su casa a masturbarse pensando en
nalgas, tetas, vientres y espaldas como la mía. Espalda, nalgas y piernas como
las que mirabas al caminar al lado y atrás de mí, con rumbo a mi departamento.
Vivir
en el Centro facilita la pesca: no tienes que caminar sino unas cuadras para
llegar al lugar en donde pescar y cocinar inocentes como tú. Así que en pocos
minutos entraste a mi departamento. Cándido, te deshiciste en halagos sobre la
elegancia de los cojines, sobre lo cómodo de los sillones, sobre lo confortable
de las luces. Caminé hacia la cocina y preparé bebidas. Para mí serví Vodka Tonic.
Para ti saqué la reserva especial que te haría volar: o mejor dicho: arder. Con
las copas llenas, llegué hasta ti. Antes de beber, nos enfrascamos en un beso
en medio del cual me metiste la lengua hasta la garganta y una de tus manos
bajo la tanga. Fuiste un atrevido (grosero) y para castigarte, vertí tu copa
sobre tu espalda. Reíste. Me diste una nalgada y dijiste: “Uuuy, ni aguantas
nada. Y además tiraste mi trago, pinche zorra. Sírveme otro antes de que de verdad
me enoje y entonces sí, te levante a patadas y putazos ese culo tan rico que
tienes, cabrona”. Dócil, obedecí. Ahora vertí brandy sobre mi vaso y a ti te
serví lo mismo, total, ni habías probado tu copa.
Nuevamente
nos besamos. Y antes de tomar las bebidas, comenzamos a fajar. Nos desnudamos
rápidamente. Tú sorbías de mis pechos y estrujabas mis nalgas cuando yo derramé
tu copa sobre tu pelo. Reíste. Te encabronaste. Y me pegaste, perro, ante lo
cual no pude hacer otra cosa que morderte. Arañarte. Besarte por donde no lo
habían hecho. ¿Tengo que ser tan procaz para confesar que te volteé para
lamerte el rosetón del culo? Aunque
no…. Eso fue lo que pensaste tú. Porque yo te volteé para que no vieras cómo
buscaba desesperada el encendedor sobre el sillón o el buró, y cómo lo encendí
para acercarlo a tus cabellos y espalda.
La
gasolina es preciosa por efectiva: en un santiamén, prendiste. Sí, sí: gritaste
y soltaste golpes y pataleaste pero estoy acostumbrada a tratar con pendejos
como tú: de un rincón, tomé un banco de metal y te reventé la cabeza con cuatro
golpes (con dos tuviste, pero me gusta mirar cómo brota la sangre y mancha y se
desparrama sobre los muebles, la pared y el piso, así que te metí dos putazos
más para disfrutar el espectáculo: puta, casi ME MEO). Con
tus piernas y los brazos temblando y ardiendo, sumergidos en un síncope mortal,
abrí tu bragueta. Saqué tu miembro escurriendo pipí pero eso sí, más duro y
férreo que el tubo con el que te golpeé.
Y
lo monté. Allí fue cuando te sentí, mi amor: ardiendo todavía sobre mí. Con tu último
aliento, quemaste toda mi piel. Encendiste todo mi ser, cabrón. Eso me prendió.
Después de venirme dos veces, y al sentir que ya te habías consumido, todavía
canté sobre ti: “Inténtalo: sé que lo quieres tú. Inténtalo: no me dejes sin tu
amor”. Pero
ya te habías ido.
Y me dejaste.
Prendida.
Encendida.
Pinche
perro.
por Jaime Magdaleno
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