18.9.12

Día Diana Dinorah

Desperté. Estuve acostado más de media hora sin decidir a levantarme. Lo hice a las once y media. Estiré el cuerpo. Busqué mi ropa y me vestí. Puse rolas de Prodigy y Fat Boy Slim. Bailé. Reí al pensar que seguramente me veía ridículo al bailar solo. Hice mi cama. Salí de la habitación. Oriné. Desayuné. Diana habló por teléfono. Contesté al segundo timbrazo. Me contó que por fin lo hizo: ya cogió. Y fue una cogida fea. Un pésimo encuentro sexual según sus palabras. Quedamos en vernos. Colgué. No me bañé. Me lavé la cara. Los dientes. Leí. Puse más rolas. Ya no bailé. Leí. Ya no recuerdo qué. Traté de que el tiempo se fuera lo más rápido posible pero no lo conseguí. Los minutos se arrastraron como lombrices bajo la tierra. Salí de casa. Mi madre jugaba con su nieto en el patio frontal. No hice caso. Caminé. Llegué a la esquina de la calle. Abordé un microbús: dirección Balderas-Merced. Viajé incómodo. Después conseguí un asiento. Miré la calle. No había mucho sol. Tampoco se sentía el viento. El día me pareció mediocre. Llegué. Me pasé una calle. Regresé. La Biblioteca México tenía su cuota habitual de adolescentes con analfabetismo funcional. Entré. Busqué el baño. Lo encontré. Oriné. Me lavé las manos. Las sequé utilizando mi pantalón. Salí. Esperé. Esperé. Esperé. Diana llegó acompañada de dos vampiros y una vampiresa. Diana no se puso su uniforme dark. Suspiré con alivio por eso. Los vampiros demostraron que no eran tales y preguntaron por el baño. Se los señalé con un dedo. Diana habló. Dijo que estaba decepcionada. Al parecer a Víctor el amor sólo le alcanzó para pagar un hotel que tenía chinches. Diana me mostró algunas ronchas. Dijo que el hotel estaba en República de Cuba, por si algún día quería castigar a Dinorah. O decepcionarla. Dije que no. No hablamos más del asunto porque los vampiros regresaron sin manchas de sangre en la boca (menos mal). Buscamos la sala de cine. La encontramos. Diana compró los boletos. Nos formamos en la fila para entrar. Los vampiros hablaban de hacer poemas a la luna y yo preferí bailar rap. Después hice pasos disco. Y también bailé break-dance. Diana rió. Siguió riendo durante un buen rato. Su cara se puso roja. Entramos. Me senté a un lado de Diana. Alguien apagó las luces. En la pantalla, una mujer se abría el vientre. La sangre corría por sus piernas. Llegaba al suelo. Y hacía un río. No se veía la cara de la mujer: tenía una máscara. Y no dejaba de clavarse el cuchillo. La película no tenía color. Carecía de sonido. Sólo estaba la mujer que seguía con vida y no hacía más que rasgarse el vientre. Miré a un lado. Muy atenta, Diana veía la película. Bajé la vista. Vi sus piernas. Las medias negras. La minifalda que apenas le cubría la región púbica. Volví a la cinta. Ahora un hombre se arrastraba por el suelo. Un puñado de monjes –parecían serlo- cortaban su cuerpo con hachas y machetes. Apareció una mujer. Besó al hombre en los labios. La cabeza había quedado desprendida del tronco. Me dio sueño. Apoyé la cabeza en el hombro de Diana. Y dormí.

Desperté. Diana me despertó. Me levanté de mi asiento. Los vampiros reían. Reían como idiotas. Dijeron que la película les había gustado. Y más porque durante la proyección habían estado tomando Sangría Viña-Real. Me pareció estúpida su actitud: estaban borrachos. ¡Y con una botella de Sangría Viña-Real! Eso fue lo que me pareció estúpido. Comentaban la película. Yo no tenía mucho que comentar así que preferí descalificarla. Es un asco, dije. Nadie reparó en mi comentario. Decidí irme de allí. Me despedí de Diana. Ella dijo que me llamaría para contarme con detalle su noche de amor con Víctor. Dije que estaba bien. Y me fui.

Tomé un microbús. El conductor escuchaba música en inglés. Me gustó una señorita. Vestía falda y saco y blusa y medias. Llegué a Insurgentes. Abandoné el micro. Caminé. El tráfico me pareció un elefante dormido. Un niño indígena se acercó a pedirme dinero. Le dije que no tenía. Y era verdad. El niño se fue mascullando algo. Llegué a la esquina de Insurgentes con Ribera de San Cosme. Esperé mi turno para cruzar. Luz verde. Crucé. Y caminé.

Llegué a casa. Mi madre ya no jugaba con su nieto. Ahora calentaba la comida para mi padre. Él me saludó. No le hice caso. Fui a mi habitación. Encendí el radio. Encontré un cigarro. Lo prendí. Mi madre gritó. Mi padre gritó. La casa se llenó de ruido. El teléfono sonaba. Era para mí.

Dinorah preguntó dónde había estado toda la tarde. En el cine, dije. ¿Con quién?, inquirió. Con Diana, contesté. Ah, exclamó. Dijo que su madre había salido con Roberto. La casa estaba sola. Quizá me gustaría ir. Dije que sí. En media hora estaría en su casa. Y lo cumplí.

Cogimos. Dinorah sacó comida (y  las cervezas de Roberto) del refrigerador. Comimos y bebimos sobre la cama. Encendí la televisión. Encontré un programa: la biografía de Tatú. (Sí: el enano de la Isla de la Fantasía). Lo vi. Dinorah se quedó dormida. Sonó el teléfono. Contesté. Preguntaron por Dinorah Alcázar. Dije: un momento. Desperté a Dinorah. ¿Qué quieres?, preguntó cuando la sacudí. Es para ti. Llamada telefónica, contesté. ¿Quién es?, preguntó. No sé, preguntaron por Dinorah Alcázar, respondí. A ver, exclamó. Empezó una conversación a la que no presté atención por ver mi programa. Pensé que Tatú había sido víctima de la injusticia: una mujer lo desplumó. La bebida lo embruteció. Y los malos negocios lo reventaron. Dinorah colgó el teléfono. Dijo: ¡vístete!, y ella se dispuso a hacerlo. Pregunté por qué tenía que vestirme. Contestó: pusieron al pendejo de Roberto. Lo agarraron en la caseta cuando ya iban a salir de la ciudad. Mi mamá quiere que le lleve su varo y algunas cosas. ¡Puta madre, Roberto es un pendejo!, gritó. Yo ya no supe qué hacer. Tomé mi pantalón. Mi camisa. Mi reloj. Y me vestí. Salimos de la casa a las dos y media de la madrugada. Ya no regresamos sino hasta el amanecer, con la mamá de Dinorah llorando porque a Roberto lo tenían bien agarrado de los cojones. Me despedí de Dinorah. Me despedí de mi suegra. Regresé a casa. Llegué. Y me dormí.  

por Jaime Magdaleno

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