Es sábado por la noche y pasan Trainspotting por televisión.
Son casi las dos de la mañana.
Yo estoy barriendo mi casa.
Levanto del piso restos de cucarachas calcinadas por
la acción de un potente insecticida.
Estoy mareado, pero aún así no me asusta la faena de
limpieza. Además, el aturdimiento tiene que ver, también, con el hecho de que
bebo cerveza. Por otro lado, estoy cansado. Llevo más de cuatro horas
batallando con unas cucarachas que ingresaron a mi departamento por vía de un
mueble usado, hasta infestar todo mi hogar. A estas horas, parece que he
logrado exterminarlas, sólo que a costa del menoscabo de mis pulmones.
Son las dos de la mañana y pasan Trainspotting por televisión. Ése es el hecho. Quiero decir: el
punto que motiva esto que estoy diciendo. Si no recuerdo mal, esa película se
estrenó en 1996; es decir, hace veintidós años. En ese entonces yo no perseguía
cucarachas los sábados por la noche; en todo caso, buscaba alguna reunión,
alguna fiesta en la cual reír con mis amigos, alguna mujer con la cual desahogar
mi deseo sexual, siempre renovado.
Hace veintidós años todavía no conocía a Karla, mi
esposa. Todavía no estábamos esperando bebé. Y no tenía departamento propio que
limpiar ni mucho menos fumigar. No pasaba las noches de los sábados removiendo
muebles ni pasando la escoba por el piso recogiendo cadáveres calcinados. En
todo caso, recogía a los amigos que caían al piso, totalmente ebrios. O cogía
con las mujeres que me acompañaban a mi cuarto de soltero: una habitación de
pocos metros cuadrados sin ventilación y sin baño. Por cierto: todavía falta
que revise que no habite ningún bicho dentro del sanitario. Iré a ello.
Es sábado por la noche y pasan Trainspotting por televisión. Antes de entrar al baño, miré la
escena en la cual Renton está a la caza de una mujer, frente a una pista de
baile. Su vestimenta me hizo recordar la mía hace veintidós años. Yo también
utilicé playeras ajustadas, aunque ahora las evite para no exhibir mi estómago
abultado. Además, era igual de torpe para abordar mujeres. Bueno, sólo sobrio,
porque ebrio me animaba incluso a besarlas sin cruzar palabra de por medio.
Sólo un par de veces tuve problemas por eso. De uno de esos besos tengo una
cicatriz en la ceja.
He matado un par de insectos en el baño. Uno de
ellos, sobre la ventana, y otro, en la cortina que aísla la regadera. He vuelto
a rociar insecticida, lo cual me ha provocado mareo. Además, estoy salivando
demasiado; tal vez sea una reacción más al químico. O tal vez no. El caso es
que he colocado más insecticida y pienso que fue una buena decisión mandar a
Karla a casa de su mamá, pues debo evitar que, en su octavo mes de embarazo (y
contando), respire este aire que puede perjudicar también a la bebé.
Será niña. La bebé. Se llamará Minerva. Estoy
emocionado por ello. Debo decirlo pues a pesar de que en este momento se me han
antojado varias cosas —salir a beber, drogarme nuevamente, acostarme con una
jovencita como la que poseyó hace un momento Renton— no saldré de casa esta
noche a pesar de ser sábado, pues estoy acondicionando el departamento para que
ella lo encuentre limpio, muy limpio cuando llegue. Por eso soporto el olor a
insecticida.
Son casi las tres de la mañana. La película ha
terminado. Mi trabajo también. Ahora el sistema de cable transmite soft porno. Se me ocurre que aprovecharé
la ducha que tomaré para masturbarme. Y es que hace semanas que no fornico,
pues mi mujer casi no tiene apetito sexual. Eso, desde luego, es un problema,
pero lo enfrento lo mejor que puedo.
Ahora se me ocurre que puedo salir, ¡estoy solo!,
puedo ir a buscar a alguien. Pero no, permaneceré encerrado, pues estoy viejo,
gordo, apesto y en estas condiciones es imposible que pueda ligarme a una
mujer, Además, he perdido el espíritu de aventura. Aunque no el apetito de
sexo, de droga, de alcohol. En fin: debo controlarlo. Debo hacerlo, sí.
Frente a la calle, me siento extraño. Son las tres y
tantos de la mañana y no sé exactamente a donde ir. Claro: vivo en el centro de
la ciudad y si me dirijo a la zona de bares, seguro encontraré algo abierto,
pero ¿para qué?
Listo: ya tengo una mesa y una cerveza frente a mí.
Lo de siempre: a esta hora los borrachos ya están cantando. O peleando. Bueno, pelando
no: vociferando cualquier tontería. Busco por el lugar: hay varias mujeres a la
vista, pero todas están ebrias, como sus hombres. Todas, excepto un par.
Platican, se besan. Sonríen. A mí, claro. Digo “claro”, porque si no me sonríen
se acaba el relato y no quiero terminarlo pues es sábado por la noche y estoy
muy aburrido. Así que me sonríen. ¿Se acercan o me acerco? Me acerco. Pido tres
cervezas. Hablan. Dicen que son filósofas. Estudian en la UACM. Están por
titularse. Les comento que tengo entendido que en esa institución nadie se
titula. Ha sido un despilfarro esa universidad, increpo. Se molestan. Dicen que
pienso como un hombre de derecha. Seguro eres un estúpido panista. Digo que no
soy un hombre de derecha, pero tampoco formo parte de la izquierda que piensa
que hay que malgastar el dinero en gente parásita que dizque estudia. Eres un
pendejo, insultan. Reviro: no soy un pendejo; sólo lamento que el dinero del
gobierno, que es mi dinero, se despilfarre. Ríen a carcajadas. Gritan: ¡Oi al
pendejo. Cree que el dinero del gobierno es su dinero! Respondo: De entrada, no
se dice “oi”, sino oye. ¿En serio ni eso les enseñan en esa “universidad”? Y en
segunda afirmo que el dinero que malgasta el gobierno en ustedes es mío pues yo
sí tengo un empleo y pago mis impuestos. Así que no soy un pendejo. Soy un
alienado, si quieren, pero no soy un pendejo. Y como además cuento con
credencial de elector, la próxima vez que vote lo haré por un candidato seguro,
o sea, que no ponga en riesgo el statu
quo tirando el dinero en la falsa educación de gente como ustedes. Riendo aunque visiblemente furiosas,
responden: no sólo eres un pendejo, también eres patético; das lástima, carnal;
y chocan las botellas que les invité, sin brindar conmigo. Digo sonriendo, ¿si,
verdad? Pero, ¿saben? Yo no solía ser así: yo fui un drugstore cowboy de los noventa, un raver como Renton en Trainspotting.
Ambas hacen un gesto de extrañeza, pues no saben a qué o a quién me refiero.
¿¿¿Cómo??? ¿No saben a qué me refiero? ¡¡Quiero decir que me metía un chingo de
droga, perras!! ¿¿En qué puto mundo viven si no saben lo que es un drugstore cowboy ni conocen a Renton de Trainspotting?? ¿Ni siquiera les dan un
poco de cultura en esa universidad? ¡Vaya mierda! Estallan. Adoptan una actitud
beligerante que reconozco de inmediato. Una de ellas me quiere golpear pero la
esquivo. La otra me escupe y la primera quiere volver a abalanzarse sobre mí
pero le pido que no me golpee pues tengo una mujer y pronto una hija, así que
no puedo pelearme. Al instante llegan dos o tres hombres a sacudirme. No sé de
dónde salieron ni si vienen con las mujeres, pero entre los dos me dan una
paliza que sólo termina gracias a que repito, sin cesar, mi cantaleta: ¡¡¡soy
un hombre casado que pronto se convertirá en padre, por favor no me peguen!!! Al
principio les vale madre mi súplica, pero después se compadecen y me dejan en
paz. Me dejan tirado sobre el piso húmedo del bar. Todos los que me rodean se
ríen de mí.
Sangro. Me duele el cuerpo. Salgo del bar. Decido
caminar a casa. En el camino, me encuentro con muchos borrachos sobre Avenida
Juárez. Unos me encaran. Otros se ríen. Algunos más me miran con asco, tal vez con
odio. Decido echarme a correr.
En casa, el olor a insecticida permanece. Con ese
hedor saturando mi olfato, me quito la ropa, me meto al baño, abro la regadera
del agua caliente y cierro los ojos. Pienso en muchas mujeres. Primero en todas
aquellas con las que me acosté alguna vez. Después, en aquéllas con las que me
hubiera gustado acostarme. Comienzo a masturbarme. Pienso en Uma Thurman, en
Cameron Diaz, en Scarlett Johansson, en Fey, en Belinda.
Pero luego pienso en mi hija y al instante dejo de
estimularme.
Decido terminar el relato e irme en el acto a dormir.
por Jaime Magdaleno
por Jaime Magdaleno
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