La ciudad como texto
La ciudad es
espacio. La ciudad es tiempo. La ciudad es memoria. La ciudad es historia. La
ciudad es concreta como vieja ciudad de hierro, según la estrofa melancólica de
Rockdrigo. La ciudad es acero, sangre y apagado furor, según dictaminó Efraín
Huerta. La ciudad es último resabio de vida humana previo al Apocalipstick
profetizado por Carlos Monsiváis. La ciudad es palabra. La ciudad es escritura.
La ciudad ha dado de qué hablar en las páginas de muchos e incluso ha hablado
en las páginas de otros. La ciudad es telón de fondo en Ojerosa y pintada, de Agustín Yáñez, y narrador omnisciente en José Trigo, de Fernando del Paso. La
ciudad es lamento y rabia contenida en Memorias
de mis tiempos, de Guillermo Prieto, y pachangón permanente de la
primera-generación-de-gringos-nacidos-en-México en Pasto Verde, de Parménides García Saldaña. La ciudad es arrabal
arribando a la literatura en Chin Chin el
teporocho, de Armando Ramírez, y juventud en éxtasis (clasista) en Cuervos, de Daniel Krauze. La ciudad es
barrio de prosapia venido a menos en La
casa de las mil vírgenes, de Arturo Azuela, o íntima unidad habitacional
que resguarda infiernos personales en El
cuerpo en que nací, de Guadalupe Nettel. En fin: el listado puede
extenderse según sea el ánimo y el furor lector de quien refiere. Empero, en
este texto me interesa resaltar un par de novelas que, sin duda, figuran dentro
del canon narrativo sobre la Ciudad de México: La región más transparente, de Carlos Fuentes, y Los detectives salvajes, de Roberto
Bolaño.
Avenida Bucareli, cicatriz
La avenida
Bucareli como cicatriz sobre un cuerpo destinado a la prostitución, en La región más transparente, y sobre el
alma de un poeta obligado por sus tíos a estudiar Derecho, en Los detectives salvajes. Ambas novelas
inician en el mismo punto de referencia: la avenida Bucareli, que es recorrida
por la prostituta Gladys García en su camino de la colonia Guerrero a la
Doctores, después de una noche de juerga, y es frecuentada por el aprendiz de
poeta Juan García Madero en busca de sus amigos real visceralistas,
parroquianos del “Encrucijada Veracruzana”, situado precisamente en Bucareli
¿Es casual que ambas novelas inicien en el mismo punto? ¿Por qué, siendo la
ciudad de México como es —es decir, inmensa— Roberto Bolaño decidió situar el
comienzo de su novela en el mismo sitio en el que inicia la de Carlos Fuentes? Descartando
cualquier azar, en alguna ocasión me respondí que Roberto Bolaño, quizá, jugó a
tomar la estafeta dejada por Carlos Fuentes en el afán de utilizar
narrativamente a la ciudad. Sólo
que aquí “estafeta” no es sinónimo de continuidad, pues mientras en Fuentes la
ciudad es historia, y todo lo que ella contiene es pasado mítico, en Bolaño la
ciudad es memoria y lo que en ella habita es la educación sentimental de un
grupo de poetas. Si esto es
cierto, para Carlos Fuentes la ciudad es una experiencia histórica que vive un
tiempo mítico, por lo que sus personajes son arquetipos y sus vivencias son
reminiscencias o anticipaciones de “lo dado”, lo determinado por el “aquí nos
tocó, qué le vamos a hacer, en la región más transparente del aire”; mientras
que en Roberto Bolaño el Distrito Federal es el espacio de aprendizaje de los
románticos postreros: los viscerrealistas: poetas malditos que encuentran en la
institucionalización de la poesía a su enemigo y osan aventurarse en una obra
poética (marginal) que es, nada más y nada menos, su propia vida.
El lugar sobre el ombligo de la
luna
Sobre la idea de
que en México hay un pasado enterrado, pero vivo, Carlos Fuentes construyó una
narrativa empeñada en identificar y reconfigurar ese pasado mítico. La región más transparente puede verse,
así, como una novela en donde las diferentes “edades del tiempo mexicano” se
superponen, aunque no como realidades en devenir (ésa será tarea de La muerte de Artemio Cruz), sino como
subjetividades arquetípicas del mexicano. Es decir: me parece que los personajes
de La región más transparente no son
hombres y mujeres autónomos, dado que sus existencias están habitadas y
determinadas por la historia de la clase a la que pertenecen. De esta manera,
el cuadro de nombres que Fuentes ofrece al inicio de su novela no sólo informa
al lector de los personajes que desfilarán ante sus ojos, sino también
relaciona esos nombres con el destino y el papel que les tocó desempeñar de
acuerdo con su circunstancia histórico-vital.
Por lo anterior,
en La región más transparente la
historia de los personajes es, de alguna manera, la historia del propio país:
Los de Ovando hablan por la decadencia del pasado porfiriano y Los Pola son la
voz de lo que pudo ser y no fue. Los Burgueses representan el triunfo de la
Revolución (traicionada) y Los Satélites son su comparsa. El Pueblo es el
derrotado-lumpen-proletariado que se resigna a llevar a cuestas el peso de la
nueva burguesía y a costear su oropel, en tanto que Los Intelectuales discuten
la viabilidad de la Revolución entre uno y otro “jaibol”. Mención aparte
merecen Los Guardianes, Teódula Moctezuma e Ixca Cienfuegos, quienes introducen
su voz para darle el sustento mítico a la historia: “México es algo fijado para
siempre, incapaz de evolución. Una roca inconmovible que todo lo tolera. Todos
los limos pueden crecer sobre esa roca. Pero la roca en sí no cambia, es la
misma, para siempre”, sentencia el ubicuo Ixca Cienfuegos para, de esa manera,
sugerir que la realidad mexicana está enclavada en un tiempo mítico que se
actualiza cíclicamente y, por ello, en México las cosas cambian para no cambiar
jamás.
Así las cosas, la
Ciudad de México cambia y no: es una metrópoli cosmopolita que recibe a la
pequeña aristocracia europea y a aventureros de diferentes partes del orbe,
pero es tan provinciana como los indios y los campesinos que llegan a habitar
sus arrabales. Por lo mismo, la ciudad no pierde su esencia mítica de ser el
“ombligo de la luna”: el centro cósmico que contiene en su interior a México
entero y su historia.
Mexicanos perdidos en México
Con ese título
Roberto Bolaño anticipa la aparición de un cuadro de personajes que no
representa nada, salvo a sí mismos. José García Madero, Arturo Belano y Ulises
Lima son los “Detectives Salvajes”: poetas vagos y en permanente aprendizaje
que se lanzan a la búsqueda del ícono del realvisceralismo, Cesárea Tinajero,
desaparecida en algún momento en el norte de México. Desde la incorporación de
García Madero al grupo, y la posterior confirmación de su militancia entre
noches llenas de alcohol y discusiones poéticas, Madero, Belano y Lima
deambularán —teniendo como kilómetro cero la Avenida Bucareli— por distintos
puntos de la ciudad, que se despliega como espacio de formación vital antes que
literaria.
De esta manera,
en Los detectives salvajes, la
colonia Guerrero, zona de trabajo de Gladys García, es idealizada por María
Font, quien la toma como un lugar agradable para vivir, con sus putas
adolescentes, la música guapachosa de sus bares y sus fachadas oscuras, que
prometen experiencias rufianescas. La Roma no es el refugio snob de hoy día, con restaurantes de
tendencia vintage y menú
internacional, sino el lugar en donde artistas muertos de hambre sobreviven en minúsculos
cuartos de azotea, con pletóricas vistas del amanecer; sitios en donde García
Madero departe con poetas catulianos-sindicalistas y fuma mariguana con Piel
Divina. E incluso el Parque
Hundido es convertido por Bolaño en un micro universo, en donde los planetas
Octavio Paz y Ulises Lima giran en forma obsesiva sobre órbitas imaginarias,
remarcando de esa manera la cercanía de su actividad poética que, no obstante,
jamás se toca, dado que Paz representa la institucionalización del oficio
poético, mientras que Lima y los realvisceralistas son los escritores que buscan
y se sitúan en la marginalidad, precisamente como un grupo de poetas (detectives)
salvajes.
En ese orden, la
ciudad de México es un territorio de exploración vital, que ofrece historias de
personajes al borde del colapso nervioso o existencial, rescatados por la
memoria de un narrador al que la Historia le importa un bledo. En otras
palabras: la calle Fuentes es frecuentada por Bolaño a quien, sin embargo, no
le interesa seguir la misma ruta; antes bien, tuerce el rumbo para sumergirse en
su propia esquina y calle: espacio en donde la marginalidad no es símbolo ni
estandarte de la despojada patria, sino el recuento íntimo y personal de una
formación literaria no canónica sino deliberadamente periférica.
por Jaime Magdaleno.
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