La palabra “canon” ha circulado con profusión desde
mediados de los años noventa del siglo pasado, animada por la publicación de El canon occidental, controversial texto
de Harold Bloom, polémico-académico de la Universidad de Yale, quien realizó el
inventario de “La escuela y los libros de todas las épocas”. Es decir, en El canon occidental, Bloom diseñó el
catálogo de lo que, a su parecer, son los autores y las obras que rezuman el
espíritu de Occidente. Como sabemos, sólo 26 nombres tuvieron la fortuna de ser
tocados por la gracia de Bloom quien, para recompensar la excelsitud de cada
uno de ellos, les dedicó panegíricos ensayísticos aglutinados en esa obra. Así
pues, a instancias de Bloom, la palabra canon ha devenido en término con el que
se denomina a un conjunto de obras sobresalientes para un individuo, para una
sociedad, para una cultura o para una civilización. De ahí que, hoy en día, cuando
se dice que una obra es canónica, lo que se suele decir es que esa obra
pertenece a un conjunto de textos significativos, prestigiosos y de gran valía
para una comunidad cultural. Sin embargo, la palabra canon, antes de referirse
a una lista de obras –esto es: al top-ten
de un individuo o de una cultura—, refirió una práctica reguladora, normativa. Precisamente,
Rafael Rojas, historiador y filósofo cubano, nos recuerda en Un banquete canónico (FCE, 2000) que la
palabra canon fue utilizada tradicionalmente en contextos religiosos para
referirse a “Las normas que establece algún concilio de la Iglesia sobre el
dogma o la disciplina”; a su vez, en ámbitos musicales, la palabra nombra: “Las
voces que en una composición musical se superponen, reiterando el mismo canto”.
De esta manera, la voz canon, más allá de ser un compendio de obras, señalaría:
a)
una normativa de
comportamiento en el contexto religioso; y/o
b)
una regulatoria
de composición en el campo musical.
Por lo que toca a los textos literarios, el canon así
entendido denotaría:
a)
una actitud ante
la práctica literaria; y/o
b)
un referente
estructural en la composición de la obra.
Como actitud,
el canon imprimiría sobre el escritor una manera de ser y de relacionarse con
lo literario.
Como referente
estructural, supondría formas discursivas o modelos textuales privilegiados.
Tenemos, pues, dos posibilidades y ámbitos sobre los
cuales reflexionar el canon: una de ellas enfoca al sujeto, y otra, a la obra.
Canon (des)
sujetado.
Contemplemos esta fatídica recursividad: el canon
sujeta al sujeto y éste, mediante la práctica, refuerza las amarras del canon.
Quiero decir: si el canon es un conjunto de normas que guía —y no pocas veces—
rige la práctica del sujeto, éste se encuentra sujetado por el canon y, a su
vez, ese sometimiento refuerza la normativa del canon. No obstante, lo anterior
reduce la práctica literaria a un acontecer pusilánime, a un re-hacer timorato
y medroso en donde sólo los cobardes tienen cabida. Y aunque estoy dispuesto a
aceptar que la mayor parte de la fauna denominada “autores consagrados” son
amilanados borregos que balan la tonada que les dicta el canon —piensen, por
ejemplo, en las novelas de Haruki Murakami—, en este momento quiero referirme a
los escritores que hacen caso omiso de la regulatoria del canon para imponer
una voz, para explorar posibilidades de ser —piensen, por ejemplo, en las
introspecciones textuales de Clarice Lispector—. Para estos escritores, la
práctica literaria no está sujeta a normativas, regulatorias o recetarios: la
escritura se ejerce desde las posibilidades varias (me gustaría decir:
infinitas) de la escritura y se lleva a los confines que alcance a explorar la
voz de ese yo llamado escritor, por
quien también habla la voz de eso (s) otro (s) que somos TODO (S). ¿Algunos
ejemplos? Por supuesto: ahí están los cantos tarareantes de Vicente Huidobro en
“Altazor”, las marejadas narrativas-discursivas de Juan Vicente Melo en La obediencia nocturna, las panorámicas
des-contextualizadas de Samuel Beckett en Fin
de partida. Esto es: la experiencia textual se despliega en escrituras (im)posibles,
por lo que los sujetos, supuestamente sujetados por la regulatoria que es el
canon, se des-sujetan, posibilitando así la contradicción, la negación, el quiebre,
en fin: la ruptura del canon: ese
aburrido recetario de abuela.
Obra que no
es obra sino textualidad: haciendo añicos los géneros literarios.
Saber cierto: uno escribe novela porque no escribe
poema. Otro escribe cuento porque no hace teatro. Quien recurre al mito no
fabula ni mucho menos ensaya. Un fantasma recorre el imaginario de los
escritores timoratos: es la impronta de los géneros literarios, que dicta los
límites, las fronteras de los textos: sus posibilidades estructurales, sus
mecanismos y sus formas. De nueva cuenta, pensemos en el autor dócil con el
canon. Para dicho sujeto —sujetado ahora por los géneros—, impensable es reunir
las formas discursivas: lo poético se queda en lo versificado, lo narrativo en
la prosa de ficción y el diálogo acotado en la dramática. Medroso como sólo
puede serlo un canónico, la experiencia textual de lo poli-discursivo es para
él desvarío, desmesura. No obstante, la hibridación, la confluencia discursiva,
la combinación de los géneros es materia corriente desde Cervantes y para
escritores como Sergio Pitol, Enrique Vila-Matas e incluso Roberto Bolaño, sólo
por mencionar algunos recientes y en nuestra lengua. Lo que cabría preguntarnos
ahora es: ¿qué puede llevar a un autor a romper los géneros? Entre muchos otros
asuntos, las necesidades expresivas. Los límites que separan los géneros de
pronto se miran demasiado estrechos para expresar realidades vitales (en el
sentido de existenciales, pero también importantes) para el que escribe. En otras palabras —y valga como ejemplo—:
cuando Sergio Pitol intenta dar cuenta de su formación como escritor, lo mismo
recurre al diario de autor que a la bitácora del viajero que encuentra en el
viaje un contexto de formación; lo mismo echa mano de la crónica de sociales
satírica, bufonesca, que del ensayo como recurso de disertación literaria. De
esta manera, los géneros confluyen, se hibridan, se transitan o de plano se
transgreden; por lo que en este texto quiero comunicar que hoy en día ejercer
la literatura implica la práctica de escrituras dinámicas, (im)posibles, que arrojen
al cesto de la basura ese aburrido recetario de abuela denominado “canon”.
por Jaime Magdaleno
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