Leo en “El País” un artículo en el que se expone la tesis de la coautoría de algunas de las obras de William Shakespeare...
Si hasta hace algunos años los críticos e historiadores de la literatura con afán polémico adjudicaron obras como El rey Lear lo mismo al conde de Oxford que a Sir Francis Bacon, o atribuyeron la autoría de las obras firmadas por Shakespeare a Christopher Marlowe, falsamente asesinado en una taberna según esta versión, resulta que hoy en día la mira está puesta sobre los nombres que debieron figurar en Macbeth o en Medida por Medida, por ejemplo. Pues bien: para los curiosos que quieran enterarse del asunto de la presunta coautoría, les dejo el enlace aquí: http://cultura.elpais.com/cultura/2016/04/11/actualidad/1460388427_850730.html ; y mientras leen y extraen conclusiones, me permitiré desarrollar algunos asuntos evocados (provocados) por la lectura de ese texto de “El País” que ahora mismo ustedes husmean…
¿Recuerdan la fervorosa
canonización-elevación-entronización de William Shakespeare realizada por
Harold Bloom en El canon occidental?
En ese texto, el militante Bloom ubica a Shakespeare como “El Centro del Canon
Occidental” merced a su “capacidad de representación del carácter y
personalidad humanas y sus mudanzas”. Siguiendo un juicio de Hegel, quien
afirmó:
Cuanto más Shakespeare, en el
infinito abrazo de su mundo escénico, procede a desarrollar los límites
extremos del mal y la locura… más concentra esos personajes en sus
limitaciones. Al hacerlo así, sin embargo, les confiere inteligencia e
imaginación; y por medio de la imagen en
que ellos, en virtud de esa inteligencia, se contemplan a sí mismos
objetivamente, como obra de arte, él les hace libres artistas de sí mismos,
y es completamente capaz, mediante la absoluta virilidad y verdad de su
caracterización, de despertar nuestro interés por unos criminales, al igual que
por los más vulgares y mendaces palurdos y necios (La cursiva es de Bloom).
De acuerdo con Bloom, tal sería la mayor virtud de
Shakespeare y el elemento fundamental que lo vuelve el centro del canon
occidental, pues inaugura un nuevo tipo de héroe: aquél que medita libremente
sobre su condición y se arriesga a modificar su yo mediante la acción, lo cual
convierte a los personajes y a su autor en absolutamente modernos. Mientras que
en Dante no hay meditación propia de los personajes, sino que éstos repiten
esquemas de pensamiento que se corresponden con el estamento al que pertenecen
o, en el mejor de los casos, a la manera en como han sido pensados en la
tradición, en Shakespeare los personajes se liberan de todo tipo de discurso
estamental o cultural para meditar y hablar por ellos mismos. En esto, los
personajes de Shakespeare participan de la intención de Montaigne, de no
reflexionar a partir de la tradición sino del propio pensamiento, del propio
Yo.
Ahora bien, deconstruir la noción de un pensar el
pensamiento como “propio” y de un “yo” que piensa por sí y para sí, ha sido la
tarea de un grupo de teóricos a los que Bloom abomina y a los que acorrala en
algo que llama “Escuela del Resentimiento”. Según Bloom, estos teóricos
“resentidos” intentan quitar mérito a “genios” como Shakespeare, Cervantes o
Dante, impulsados por la inquina que les despierta su “angustia por la
influencia”; por lo que aducen que las obras de los escritores canónicos no son
“creaciones propias”, sino productos textuales derivados de “energías
sociales”. Se lamenta Bloom: “Sigo
dándole vueltas al misterio del genio de Shakespeare, perfectamente consciente
de que las mismas palabras “el genio de Shakespeare”, significan quedar
completamente excluido de la Escuela del Resentimiento”. En efecto, los asuntos,
tanto del “genio” como de la “autoría”, pueden ser cuestionados desde una
perspectiva que critica la existencia de un sujeto-fundante de conocimiento
(Foucault) y desde la noción “muerte del autor”, que afirma la existencia
previa-permanente de discursos sobre los cuales re-escribe eso que llamamos,
erróneamente, el autor (Barthes). En consecuencia, para la “Escuela del
Resentimiento”, el “genio” y la “autoría”, sean de Shakespeare, Cervantes o
Dante, son un asunto romántico y absurdo. Sin embargo, Bloom pregunta: “Si las
energías sociales escribieron El rey Lear
y Hamlet, ¿por qué las energías
sociales fueron más productivas en el hijo de un artesano de Stratford que en el
fornido albañil Ben Jonson?” Desconozco si Foucault, Barthes o alguno de sus
acólitos propusieron alguna respuesta a la interrogante de Bloom; no obstante, deduzco
(aventuro) que para ellos la cuestión es irrelevante, dado que esa pregunta
permanece atrapada en una episteme
que Foucault y Barthes han sobrepasado al anunciar la “muerte del hombre”, o del
sujeto moderno, y al decretar la “muerte del autor”, o
escritor-original-creador-de-obra-propia.
A pesar de entender a Bloom y de compartir algunas de sus posturas sobre la "extrañeza" provocada por la "originalidad" y la "virtud estética" de ciertas obras y autores, a mí me acomoda pensar y retomar las
ideas de Foucault y Barthes al momento de enfrentarme a notas en donde algún
erudito pone en duda la “autoría” de “genios” como Shakespeare, dado que si asumimos tanto la “muerte del sujeto” como la “muerte del autor”, ¿por qué
habría de incomodarnos que Macbeth o Medida por medida aparezcan con uno o
dos nombres si en última instancia podría aparecer el nombre de toda una
tradición literaria encabezando esos escritos? Podemos también poner el
asunto al revés: ¿por qué empeñarse en anotar el nombre de dos o tres o cuatro
personas o el de toda una tradición literaria si ésta puede quedar resumida en
un nombre, sea éste Homero, Dante, Cervantes o William Shakespeare?
Se pensará que mi postura es comodinamente posmoderna
y posiblemente lo sea. No obstante, ella me salva de tomar en
serio notas como la consignada al principio de este texto, o ésta otra, más
ridícula aún: “”¿Es cierto que Shakespeare odiaba a su esposa? Cuatro mitos
sobre el Bardo”, a su disposición aquí:
Ante tales (TV) notas, es mejor concentrarse en el texto titulado Macbeth que prestar atención a su "autor" William Shakespeare.
por Jaime Magdaleno
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