Él murió a la una y tantos de la tarde pero
recogieron el cuerpo del asfalto hasta las tres cuarenta y cinco. Sus hermanos y
yo estuvimos sentados sobre la banqueta ardiente esperando a que llegara la
ambulancia, y cuando llegó, todavía esperamos a los peritos. Hacía mucho calor
y todos estábamos sudando.
Estábamos tristes y sudando.
Vinieron fotógrafos de “La Prensa” y le tomaron fotos
al cuerpo y a nosotros. No sé por qué querían fotos de nosotros, pero nos las
tomaron.
Nadie salió llorando.
Cuando los peritos terminaron su trabajo se llevaron
el cuerpo a la Quinta Delegación y hasta allá nos fuimos todos. Tomamos un taxi
que no nos quiso cobrar pues dijimos que íbamos a recoger el cadáver de mi hijo.
Cuando llegamos, el taxista nos dio el pésame.
Ese taxista fue el primero en darnos el pésame.
Yo no supe qué hacer o cómo contestarle. Sólo le dije:
“Dios lo bendiga”, y con eso pareció satisfecho. Arrancó de ahí y nosotros nos
metimos a la Quinta Delegación a reclamar el cadáver de mi hijo.
En la Quinta Delegación estuvimos desde las cuatro y
media de la tarde hasta las seis de la mañana. Nos traían a vuelta y vuelta con
que debían esperar el peritaje antes de mandar el cadáver al Semefo. A mí me
dolió el estómago mientras esperábamos y vomité saliva. Pero no lloré. No sé
por qué, no me salieron las lágrimas. A mis hijos sí; ellos lloraron y mentaron
madres por la muerte de su hermano. También porque no nos querían entregar el
cuerpo. Entonces varias mujeres, que en bola esperaban a sus muertos, nos recomendaron contratar a una funeraria para que ellos aceleraran los trámites. Primero no
quisimos hacerlo pues no tenemos mucho dinero. Pero luego mis hijos platicaron
y dijeron que sí, que echándole ganas sí les alcanzaba. Contratamos a la
funeraria como a la una de la mañana. Y al amanecer nos entregaron el cuerpo
que ya no tuvo que irse al Semefo.
Lo llevamos a la casa para velarlo. La funeraria puso
el ataúd, los candelabros, las flores y se encargó de los trámites. Nosotros
pusimos el patio, preparamos café, compramos y dimos bolillos a la gente que ya
estaba esperando a que veláramos a mi hijo. Cuando empezaron los rezos, comencé
a llorar. Me acerqué al ataúd, vi a mi hijo y le entregué mis lágrimas. Mis
muchachos y unos vecinos llegaron a abrazarme. Seguí llorando mucho tiempo, no
sé cuánto, pero luego tuve que calmarme pues había que preparar la partida al
cementerio.
Al panteón llegamos como a las seis de la tarde.
Caminamos bastante, entre el polvo que olía a salitre y muchos perros que salían
de entre las tumbas. Cuando llegamos al foso que nos dio la funeraria, ya me
dolían los pies. Un cura, al que nunca había visto, rezó cinco Aves Marías y
luego le echó la bendición al ataúd. Bajaron la caja con el cadáver de mi hijo
y yo sentí que se me rompía en dos el cuerpo. También me temblaron las piernas
y tuve ganas de vomitar otra vez, pero no lo hice; a lo mejor porque no había
comido nada desde el día anterior. El mayor de mis hijos habló y se despidió de
su hermano. Yo lloré porque no podía creer tanta desgracia. Luego no sé qué me
pasó, no sé si me desmayé o me dormí o no sé qué, pues ya no supe nada hasta
que ya veníamos de regreso a casa.
Nos fuimos a descansar. O al menos esa era la
intención, pero estoy segura de que nadie descansó ni durmió en toda la noche,
pues entre el recuerdo de mi hijo y las cuentas que teníamos que hacer, la
cabeza se nos hizo un nudo.
Al día siguiente preparamos el inicio del novenario.
Mi hijo menor… bueno, el que ahora es el menor después de la muerte de su hermano,
fue al Wal Mart a comprar más café, bolillos y pan dulce con el dinero que
juntamos entre todos. Gracias a Dios las vecinas me ayudaron y trajeron a la
casa hojaldras con mole, conchas partidas en cuatro y sándwiches que repartimos
entre los que vinieron a rezarle a mi hijo.
Fuimos muchos en el primer novenario. Vinieron todos
los que conocían a mi hijo, los que jugaron con él en su equipo de futbol y los
otros, sus amigos de la calle. Algunos lloraron, otros estaban muy borrachos y
dos hasta se pelearon. Pero luego se calmaron, chillaron y se abrazaron por su
amigo. Ese día también lloré, pero no mucho pues debía atender a los invitados.
Además, debía guardar el dinero que me iban dando algunos de los que vinieron y
dijeron lamentar la pérdida de mi hijo.
En el segundo novenario se fue la luz y estuvimos
alumbrados sólo por unas velas. Hizo mucho frío, no sé por qué si estamos en
marzo. Pero sobrellevamos el mal clima con el café bien caliente y con varias
botellas de ron que compramos entre todos. Ese día dimos tamales de mole que un
amigo de mi hijo trajo, además de tortas de frijoles que hice con los bolillos
del Wal Mart y unos frijoles que me trajo mi comadre Carmen.
Al tercer novenario vino gente que yo nunca había
visto pero que dijeron ser amigos de mi hijo. No los contradije y los atendí
como si los conociera. Algunos de los otros invitados vieron a esa gente con
mala cara. Mis hijos quisieron correrlos a patadas pero yo les dije que por
favor no hicieran escándalo, que respetaran la memoria de su hermano. Gracias a
eso se calmaron. Ese día tampoco puede llorar pues estaba más nerviosa que
triste.
Hoy no sé por qué no lloro.
Y no sólo no lloro, sino que me gustaría decirles a
todos que estoy harta. Estoy fastidiada de rezar, de recibir condolencias, de
explicar cómo murió mi hijo y por qué. Quisiera ser transparente, dejar de ser
la mamá del muerto para que ya no me pregunten, para que ya no me den el
pésame, para que no me arrimen su lástima ni sus pesos. Quiero dejar de ser yo
por un momento para que me dejen en paz.
Quiero descansar en paz, como mi hijo.
La verdad es que ahora sólo se me antoja eso, decir eso.
Perdón.
Espero puedan entenderlo.
Perdón.
Espero puedan entenderlo.
por Jaime Magdaleno
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