12.2.16

Sangre, sudor y semen en el nombre de Dios


Nunca pude sostener la lectura de La puta de Babilonia, de Fernando Vallejo. Se me escurría de las manos al no saber acomodarla dentro de mi catálogo de lecturas: ¿estaba frente a una novela, una diatriba, un libelo, un ensayo monográfico exaltado? ¿Importaba acaso catalogarla? Tal vez no, pero esos pensamientos distraían mi atención de los exabruptos de Vallejo, por lo que inevitablemente el libro terminaba en la estantería, junto con otros textos pendientes.
 
Sin embargo, ante la inminente llegada del Papa Francisco a la Ciudad de México y ante la avalancha mediática-cursi-sentimentaloide en torno a Su Santidad, que convierte al Pontífice en una fuente inagotable de virtud y amor hacia el prójimo, sentí el impulso de tomar el libro. En esta ocasión, la lectura fluyó sin interrupciones. De inmediato, pensé que La puta de Babilonia es un texto que debe leerse como una AntiHagiografía; como un letanía compuesta para desafinar (desafiar) los angélicos coros mediante los cuales la Iglesia de Roma ha pretendido armonizar su pasado/presente disoluto, codicioso, criminal. 
 
Como AntiHagiografía La puta de Babilonia hace un recuento de los apetitos bestiales de Santos, Papas y Doctores de la Iglesia, que han extasiado sus deseos de sangre y semen en el nombre de Cristo y su Iglesia: “No hay Papas buenos. Ni malos. Hay Papas peores. Inocencios, Píos, Clementes, Benedictos, Juanes, Pablos… Detrás de estos nombres bonachones o inocuos se ocultan monstruos”. Así, el catálogo de los crímenes puede ser tan amplio como el deseo de documentarlos lo requiera: 
 
Según el obispo de Cremona Lituprando, el gran cronista del papado de esta época, Juan XIII solía sacarles los ojos a sus enemigos y pasó por la espada a la mitad de la población de Roma. Y según el mismo cronista, Juan XII era gran cazador y jugador de dado, tenía pacto con el Diablo, ordenó obispo a un niño de diez años en un establo, hizo castrar a un cardenal causándole la muerte, le sacó los ojos a su director espiritual y en una fuga apurada de Roma desvalijó a San Pedro y huyó con lo que pudo cargar de su tesoro.

Los crímenes no se cometen sólo contra particulares, sino contra pueblos enteros, pues en su afán de llevar la palabra de Dios a todos los confines de la tierra, la Iglesia de Roma (o “Puta de Babilonia”, según la llamaron los albigenses), busca el extermino de todo aquél que no se someta a su ortodoxia:

A mediados de 1209 y al mando de un ejército de asesinos, el legado papal Arnoldo Amalrico le puso sitio a Beziers, baluarte de los albigenses occitanos, con la exigencia de que entregaran a doscientos de los más conocidos herejes que allí se refugiaban, a cambio de perdonar la ciudad. Amalrico era un monje cisterciense al servicio de Inocencio III; su ejército era una turba de mercenarios, duques, condes, criados, burgueses, campesinos, desocupados; y los albigenses eran los más devotos continuadores de Cristo, o mejor dicho, de lo que los ingenuos creen que fue Cristo: el hombre más noble y justo que haya producido la humanidad, nuestra última esperanza. Así les fue, colgados de la cruz de esa esperanza terminaron masacrados. Los ciudadanos de Beziers decidieron resistir y no entregar a sus protegidos, pero por una imprudencia de unos jóvenes atolondrados la ciudad cayó en manos de los sitiadores y éstos, con católico celo, se entregaron a la rapiña y el exterminio. ¿Pero cómo distinguir a los ortodoxos de los albigenses? La orden de Amalrico fue: “Mátenlos a todos que ya después el Señor verá cuáles son los suyos”. Y así, sin distingos, herejes y católicos por igual iban cayendo todos degollados. En medio de la confusión y el terror muchos se refugiaron en las iglesias, cuyas puertas los invasores fueron tumbando a hachazos: pasaban al interior cantando el Veni Sancte Spiritus y emprendían el degüello. En la sola iglesia de Santa María Magdalena masacraron a siete mil sin perdonar mujeres, niños ni viejos. “Hoy, Su Santidad –le escribía esa noche Amalrico a Inocencio III-, veinte mil ciudadanos fueron pasados por la espada sin importar el sexo ni la edad”. Albigenses o no, los veinte mil eran todos cristianos. Y así ese papa criminal que lleva el nombre burlón de Inocencio lograba matar en un solo día y en una sola ciudad diez o veinte veces más correligionarios que los que mataron los emperadores romanos cuando la llamada “era de los mártires” a lo largo y ancho del Imperio.

A lo largo del texto, Fernando Vallejo hace resaltar el dogmatismo y la ortodoxia observadas por la Iglesia de Roma, que ha llevado al martirio y a la hoguera lo mismo a frailes disidentes que a laicos acusados de herejía o brujería. Con estos asesinatos, la Iglesia ha podido afianzar su poder mediante el miedo y el terror, y ha amasado fortunas descomunales, que mucho explican el excesivo ornato del Vaticano. 
 
Por lo tanto, La puta de Babilonia puede leerse, en estos días, como sonata disonante ante la cantata ramplona, repetitiva y sentimentaloide de los mass media. Fernando Vallejo pone el dedo en la llaga: la Iglesia de Roma no es una institución de amor y misericordia; antes bien, es una ramera que exprime el bolsillo y el seso de pueblos fanáticos como el mexicano, siempre en busca de riqueza, poder y placer.

Fernando Vallejo. La puta de Babilonia. México, Planeta, 2007. 317 págs. 

por: un hermano perro de Vallejo 

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