Nunca
pude sostener la lectura de La
puta de Babilonia, de Fernando
Vallejo. Se me escurría de las manos al no saber acomodarla dentro
de mi catálogo de lecturas: ¿estaba frente a una novela, una
diatriba, un libelo, un ensayo monográfico exaltado? ¿Importaba
acaso catalogarla? Tal vez no, pero esos pensamientos distraían mi
atención de los exabruptos de Vallejo, por lo que inevitablemente el
libro terminaba en la estantería, junto con otros textos pendientes.
Sin
embargo, ante la inminente llegada del Papa Francisco a la Ciudad de
México y ante la avalancha mediática-cursi-sentimentaloide en torno
a Su Santidad, que convierte al Pontífice en una fuente inagotable
de virtud y amor hacia el prójimo, sentí el impulso de tomar el
libro. En esta ocasión, la lectura fluyó sin interrupciones. De
inmediato, pensé que La puta de
Babilonia es un texto que debe
leerse como una AntiHagiografía; como un letanía compuesta para
desafinar (desafiar) los angélicos coros mediante los cuales la
Iglesia de Roma ha pretendido armonizar su pasado/presente disoluto,
codicioso, criminal.
Como
AntiHagiografía La puta de
Babilonia hace un recuento de
los apetitos bestiales de Santos, Papas y Doctores de la Iglesia, que
han extasiado sus deseos de sangre y semen en el nombre de Cristo y
su Iglesia: “No hay Papas buenos. Ni malos. Hay Papas peores.
Inocencios, Píos, Clementes, Benedictos, Juanes, Pablos… Detrás
de estos nombres bonachones o inocuos se ocultan monstruos”. Así,
el catálogo de los crímenes puede ser tan amplio como el deseo de
documentarlos lo requiera:
Según
el obispo de Cremona Lituprando, el gran cronista del papado de esta
época, Juan XIII solía sacarles los ojos a sus enemigos y pasó por
la espada a la mitad de la población de Roma. Y según el mismo
cronista, Juan XII era gran cazador y jugador de dado, tenía pacto
con el Diablo, ordenó obispo a un niño de diez años en un establo,
hizo castrar a un cardenal causándole la muerte, le sacó los ojos a
su director espiritual y en una fuga apurada de Roma desvalijó a San
Pedro y huyó con lo que pudo cargar de su tesoro.
Los
crímenes no se cometen sólo contra particulares, sino contra
pueblos enteros, pues en su afán de llevar la palabra de Dios a
todos los confines de la tierra, la Iglesia de Roma (o “Puta de
Babilonia”, según la llamaron los albigenses), busca el extermino
de todo aquél que no se someta a su ortodoxia:
A
mediados de 1209 y al mando de un ejército de asesinos, el legado
papal Arnoldo Amalrico le puso sitio a Beziers, baluarte de los
albigenses occitanos, con la exigencia de que entregaran a doscientos
de los más conocidos herejes que allí se refugiaban, a cambio de
perdonar la ciudad. Amalrico era un monje cisterciense al servicio de
Inocencio III; su ejército era una turba de mercenarios, duques,
condes, criados, burgueses, campesinos, desocupados; y los albigenses
eran los más devotos continuadores de Cristo, o mejor dicho, de lo
que los ingenuos creen que fue Cristo: el hombre más noble y justo
que haya producido la humanidad, nuestra última esperanza. Así les
fue, colgados de la cruz de esa esperanza terminaron masacrados. Los
ciudadanos de Beziers decidieron resistir y no entregar a sus
protegidos, pero por una imprudencia de unos jóvenes atolondrados la
ciudad cayó en manos de los sitiadores y éstos, con católico celo,
se entregaron a la rapiña y el exterminio. ¿Pero cómo distinguir a
los ortodoxos de los albigenses? La orden de Amalrico fue: “Mátenlos
a todos que ya después el Señor verá cuáles son los suyos”. Y
así, sin distingos, herejes y católicos por igual iban cayendo
todos degollados. En medio de la confusión y el terror muchos se
refugiaron en las iglesias, cuyas puertas los invasores fueron
tumbando a hachazos: pasaban al interior cantando el Veni
Sancte Spiritus
y emprendían el degüello. En la sola iglesia de Santa María
Magdalena masacraron a siete mil sin perdonar mujeres, niños ni
viejos. “Hoy, Su Santidad –le escribía esa noche Amalrico a
Inocencio III-, veinte mil ciudadanos fueron pasados por la espada
sin importar el sexo ni la edad”. Albigenses o no, los veinte mil
eran todos cristianos. Y así ese papa criminal que lleva el nombre
burlón de Inocencio lograba matar en un solo día y en una sola
ciudad diez o veinte veces más correligionarios que los que mataron
los emperadores romanos cuando la llamada “era de los mártires”
a lo largo y ancho del Imperio.
A
lo largo del texto, Fernando Vallejo hace resaltar el dogmatismo y la
ortodoxia observadas por la Iglesia de Roma, que ha llevado al
martirio y a la hoguera lo mismo a frailes disidentes que a laicos
acusados de herejía o brujería. Con estos asesinatos, la Iglesia ha
podido afianzar su poder mediante el miedo y el terror, y ha amasado
fortunas descomunales, que mucho explican el excesivo ornato del
Vaticano.
Por
lo tanto, La puta de Babilonia
puede leerse, en estos días,
como sonata disonante ante la cantata ramplona, repetitiva y
sentimentaloide de los mass
media. Fernando Vallejo pone el
dedo en la llaga: la Iglesia de Roma no es una institución de amor y
misericordia; antes bien, es una ramera que exprime el bolsillo y el
seso de pueblos fanáticos como el mexicano, siempre en busca de
riqueza, poder y placer.
Fernando
Vallejo. La puta de Babilonia.
México, Planeta, 2007. 317 págs.
por: un hermano perro de Vallejo
por: un hermano perro de Vallejo
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