Jon Fosse. El otro nombre.
Mi imagen se llama Susana.
Acabo de decidir que así se llama esa imagen.
De antemano desconocía que tal era su nombre, pero al momento de comenzar a escribir, supe que el título del texto, de la imagen, era: Susana.
Tal vez se deba a que la imagen la domina ella. Una tarde con ella. Pero al urdir la trama de este texto, de la imagen que evoca, recordé que ese nombre, Susana, ya resonaba tiempo atrás, desde el momento en que lo leí en las páginas de Pedro Páramo.
Ahí hay un nudo.
Escribir este texto tiene, entre otros fines, desenredarlo.
Porque no tengo claro si me acerqué a Susana por Susana misma, o si decidí llamarla después de haber leído su nombre en Pedro Páramo.
Aunque ahora que escribo lo anterior, me parece que sí.
Así fue.
Veamos:
Estoy sentado sobre el piso del balcón de mi casa. Son aproximadamente las siete de la noche. No puedo corroborarlo en el reloj porque no tengo uno de pulso, y el reloj de péndulo del departamento está descompuesto, pero pienso que son las siete de la noche pues el crepúsculo así lo sugiere. Abajo de mí hay mucha actividad vehicular. Tráfico atorado. Y demasiada gente. Ahora considero que tal vez sean las ocho de la noche, pues me parece que entre las personas que pasan, hay estudiantes de secundaria con sus mamás. Así, puede que sean las ocho de la noche. La oscuridad ya es plena, aunque atenuada por la luz del alumbrado público, dado que uno de los postes está casi enfrente del balcón. Leo. Tengo sobre las manos un ejemplar nuevo de Pedro Páramo.
[Leo a Juan Rulfo como parte de una tarea escolar, pero también estimulado por mi recién estrenado hábito lector, que surgió por la influencia de mi amiga Erika Ulloa, quien coligió que valía la pena sumergirme en las páginas de José Agustín y para ello me ha prestado, en menos de un mes, toda su colección de libros: Luz externa, Luz interna, La tumba, Inventando que sueño, De perfil. Por lo tanto, aunque a mis padres o a mis hermanos, o a los amigos del barrio que pasan por abajo de mi casa, puede parecerles raro que esté sentado en el balcón con un libro entre las manos, esto para nada es ya extraño gracias a Erika Ulloa y a la iniciación de José Agustín].
Desde las primeras líneas de Pedro Páramo, una conmoción me sacude. Tal vez suena pedante, pero me parece que la conmoción se debe a que se me ha revelado una forma poética de practicar la lengua, y nunca antes había escuchado ese registro tan peculiar:
Este pueblo está lleno de ecos. Tal parece que estuvieran encerrados en el hueco de las paredes o debajo de las piedras. Cuando caminas, sientes que te van pisando los pasos. Oyes crujidos. Risas. Unas risas ya muy viejas, como cansadas de reír. Y voces ya desgastadas por el uso. Todo eso oyes. Pienso que llegará el día en que estos sonidos se apaguen.
¿Había escuchado a alguien hablar así? ¿Escribir así? Jamás. Entonces, resulta que como Juan Rulfo me habla con una voz desconocida, eso es lo que me sacude: estar en presencia de una voz que nunca antes me había hablado y ahora está ahí, para mí, me sacude.
Sigo. Paso las páginas y aunque ya me asumo como nuevo lector, no deja de asombrarme el acto de recorrer las páginas con gozo y emoción. De pronto, llego a la parte en la que encuentro su nombre: Susana. Y de inmediato su imagen llega a mi mente. Sigo leyendo y desde el primer momento la Susana de Rulfo adquiere las características de la Susana que yo conozco y que veo todos los días en la preparatoria. No quiero distraerme. Trato de evitar mirar a Susana V. en Susana San Juan pero no puedo evitarlo. Y cuando me enfrento a,
Esperé treinta años a que regresaras, Susana. Esperé a tenerlo todo. No solamente algo, sino todo lo que se pudiera conseguir de modo que no nos quedara ningún deseo, sólo el tuyo, el deseo de ti,
una urgencia por hablar con Susana V. se apodera de mí, así que cierro el libro y camino al teléfono de la casa. No obstante, regreso mis pasos y voy hacia mi mochila, esperando tener su número anotado en el cuaderno. Afortunadamente, así es. Marco. Espero poco tiempo. Ella contesta:
-¿Sí?
-¿Susana?
-¿Ajá?
-Hola, soy Jaime.
-¿Jaime? ¡Hola, Jaime! ¡Qué tal! ¡A qué debo el gusto!
-Nada, Susana. Solo llamé para saludarte.
-…
-Bueno, en realidad estaba leyendo Pedro Páramo, y como llegué a la parte en la que aparece Susana San Juan, me acordé de ti.
-¡Ah!…
-¿Ya llegaste a esa parte?
-No, apenas voy a comenzar a leer. Es que acompañé a mi mamá por unas cosas y se me fue la tarde en eso. Pero ahorita comienzo.
-Va. Y si quieres mañana comentamos la novela.
-¡Ok! Me parece bien.
-Bueno, Susana, perdona la interrupción. Sólo me dieron muchas ganas de hablar contigo, pues ya no puedo dejar de ver tu cara cuando leo tu nombre en la novela.
-No te preocupes, Jaime. No interrumpiste nada. Voy a comenzar a leer para saber con quién me estás comparando. ¡Y si es alguien horrible, mañana vas a ver, ¿eh?!
-No. Para nada es horrible, Al contrario: Pedro Páramo está perdidamente enamorado de ella. Todo el tiempo la sueña y la desea. Y no puede dejar de hablarle, aunque no esté con él.
-¡Órale! ¡Se oye muy bien! Definitivamente voy a leer ahora mismo.
-Pues ya no te distraigo. Nos vemos mañana en la prepa, ¿va?.
-Sale. Nos vemos.
-Hasta mañana.
Lo que sigue se me escapa. Probablemente hayamos hablado del libro. Tal vez afuera del salón. O sentados en el jardín, en el horario de una de las clases que nos aburrían y que «matábamos» para hacer otras cosas. Como sea, esa no es la imagen que se llama «Susana». Esa imagen tiene que ver con otro momento. Y con otra lectura. Sólo que ahora me doy cuenta de que la imagen «Susana» comenzó a gestarse con la lectura de Rulfo y con aquella llamada.
Resulta que por alguna razón me encontré con Gastón Bachelard. Tal vez la profesora de Estética habló de él. Aunque me parece que mas bien encontré la referencia en alguna lectura. Es posible que en Paz, a quien leía bastante en esa época. El caso es que creo que la imagen «Susana» tiene que ver también con Gastón Bachelard. Con lo que creí entender de La intuición del instante, y que compartí con Susana V. una tarde de otoño en que decidimos vernos fuera de la prepa.
Nos citamos en Periférico.
Hago un viaje largo que incluye el metro y un microbús, en el que me dedico a mirar a las personas y el paisaje. Como llego diez minutos antes de la cita, tengo que esperar.
Ella desciende de un RTP. Su largo cabello negro le cubre la cara mientras desciende. Alcanzo a ver que calza huaraches de cintas angostas, que combina con un pantalón de mezclilla ajustado en color café, y una camisa a cuadros con manga corta.
Nos saludamos con efusividad, dado que el ciclo escolar terminó hace unas semanas y no nos vemos desde entonces.
-¿A dónde vamos? -pregunto, pues fue ella quien propuso vernos en este sitio.
-Vamos a Cuemanco.
-¿A Cuemanco?
-¿Nunca has ido? Ahí hay una zona arbolada y con vista al lago que está muy linda. Seguro te gustará.
-Vale, vamos.
Subimos a un microbús. Como no nos tocan asientos, vamos parados y apretados entre los pasajeros de las cuatro de la tarde. Susana flexiona un poco las rodillas para que su cabeza no choque con el techo del microbús. Yo no necesito flexionarme. Miro hacia el frente y ocasionalmente hacia mi lado para ver a Susana. De su cabello me llega un olor fresco y dulce. Hablamos de los exámenes, del extraordinario de Matemáticas que debemos pasar para egresar de la prepa e ir a la Universidad, de chismes sobre truenes amorosos, típicos de fin de curso, hasta que llegamos a la zona que quiere que conozca.
Subimos una pendiente que separa Periférico de Cuemanco. Al traspasarla, veo el espejo que forma el lago y un llano con el césped recortado y árboles desperdigados. Hay pinos recién plantados, pero también fresnos y ahuehuetes de troncos gruesos y frondosos. El lugar está semi desierto. Hay personas haciendo ejercicio o parejas paseando por el lugar, pero son escasas. Algunas aves planean sobre el lago. El cielo está despejado y el sol, aunque cae pleno, no quema ni deslumbra demasiado.
-Vente, vamos a sentarnos bajo este árbol -propone Susana y accedo, sacando de mis bolsillos una cajetilla de cigarros, unos cerillos y las llaves de mi casa. Ella se recarga sobre un ahuehuete. Flexiona las piernas, colocando las rodillas a la altura de su pecho. Su mirada y sus manos buscan algo con lo cual distraerse. Al final, arranca el tallo de un Diente de León. Sopla y esparce las hojas que van a parar a mi camiseta negra. Reímos. Pasamos unos segundos quitando las esporas y cuando lo logramos, tomo mi cajetilla de cigarros y trato de encender uno. Me pide que no lo haga.
-Te traje aquí para respirar aire fresco. Para quitarnos de encima el humo de la ciudad. La peste de la ciudad. Su ruido. Así que no lo arruines encendiendo un cigarro, por favor.
-Está bien, Susana. Tienes razón. Disculpa.
Hablamos. Desde luego de Rulfo y de Susana San Juan, pero también de Nellie Campobello (ella leyó Cartucho e hizo su trabajo final de Literatura Mexicana sobre esa obra) y de Paz (yo hace días terminé Libertad bajo Palabra y ahora estoy con Pasado en claro). Ella habla de meterse a practicar ballet o danza contemporánea (todavía está indecisa), y yo confieso que estoy comenzando a escribir, aunque todo me sale muy confuso y entrecortado.
Estira las piernas. Veo sus muslos, apenas contenidos por la mezclilla, muy cerca de mí. Subo la vista y se me pierde en la espesura de su cabello grueso y negro, como el mío. Desvío la mirada para reparar en la corteza reseca y resquebrajada del ahuehuete. Luego, sigo a una pareja que pasea a un San Bernardo.
-Ese perro debe estar asándose -digo, sólo por mencionar cualquier cosa.
-No creo. Ya debe estar acostumbrado. A todo terminamos por acostumbrarnos. Es la ley de la vida: maldita monotonía y costumbre.
Es ahí cuando entra Bachelard. Sólo que no recuerdo si leí algún ensayo de La intuición del instante, si la maestra de Estética habló de él o si leí alguna mención en alguna parte (tal vez en Paz). De cualquier forma, le digo a Susana que la monotonía y la costumbre no son malas en sí mismas, dado que nos proporcionan hábitos de acción.
-Los hábitos son nefastos. Convierten en autómatas a las personas, pues actúan sólo en función de ellos y no a partir de su libertad.
-Bachelard dice que los hábitos dan sentido a los actos humanos. Son su fundamento.
-¿Quién?
-Gastón Bachelard, un filósofo francés.
-Pues no me importa lo que diga Bachelard. Yo entiendo que los hábitos nos condenan a una vida repetitiva, sin autonomía y sin sorpresa. Y a mí esa vida me asusta. No me gusta. Por eso trato de hacer cosas distintas. Por ejemplo, hoy. Traerte aquí, conmigo, para platicar y mirar el atardecer. Respirar el olor del pasto y la tierra húmeda. Sentir la brisa que llega del lago. Eso rompe mi monotonía. Dejo de ser la autómata que acompaña a todos lados a su mamá. Prefiero mil veces estar aquí, contigo, que acompañando a mi mamá. ¿Me entiendes?
-Claro. Y estoy de acuerdo. A mí también me molesta lo que Bachelard llama el «tiempo horizontal», aquel en el que se instala una dialéctica que separa sujeto y objetos, ser y mundo, yo contra lo otro. Frente a eso, Bachelard propone un tiempo «vertical», en el que no existe dialéctica ni separación, sino simultaneidad y unidad.
-Mmm. Interesante. Pero, ¿y eso cómo se consigue?
-Francamente, no lo sé. O no lo entendí. Y no tengo la menor idea.
-Jajaja. No te preocupes. Ven, vamos a acostarnos sobre el pasto.
Obedezco. Tendidos en la hierba, cierro los ojos para sentir mejor el viento que roza mi cara. El sol que pega en mis costados. Lo mullido del césped bajo mi espalda. El olor del cabello y el cuerpo de Susana, cuyo rostro, al abrir los ojos, está frente a mí, sonriente. Su cabello roza mi cara, por lo que me dan ganas de estornudar. Lo evito llevándome dos dedos a la nariz. Ella los quita y se acerca para darme un beso. Sus labios humedecen los míos en un instante, mientras mi olfato se llena de su perfume. De pronto, se separa y se pone en pie. Hago lo mismo.
-Vamos a dar un paseo -invita, al tiempo que me toma la mano.
Caminamos así por el parque, platicando de asuntos que ya no recuerdo. Tal vez los temas se me escapan pues voy pensando en que quiero besarla, pero por alguna razón me reprimo. En cuanto damos dos vueltas por el lugar y el sol se pone, dice que debe irse. Andamos con dirección al montículo por el cual entramos. Después, debemos cruzar un puente para tomar un microbús que nos lleve al sitio donde nos encontramos. Ya en el micro, de nueva cuenta vamos de pie, aunque no nos molesta. Todo el trayecto lo hacemos sonriendo. Al llegar, y antes de que cada quien tome su transporte, nos damos, por fin, otro beso, aunque poco afectivo. Apresurado. ¿Monótono?
Llega primero su camión. Sube diciendo que por la noche me llamará. Asiento con la cabeza.
En efecto, esa noche me llama. Dice que llegó bien. Que le tocó lluvia pero que no quiso correr y por lo mismo está empapada.
-Me gustaría que estuvieras aquí para secarme -dice, y yo contesto que me encantaría hacerlo.
Quedamos en vernos pronto.
Las llamadas se suceden varias noches, pero nunca encontramos una fecha para reunirnos. Después, pasan días sin que hablemos. A veces marca, pero no estoy en casa. Cuando le habló, acaba de salir con su mamá. Al final deja de llamarme. Por alguna razón que no comprendo -ahí hay otra vuelta del nudo con el que empezó este escrito- tampoco le marco. Pasa el tiempo, los años, y me enamoro y desenamoro tres veces. Supongo que a Susana, a quien la costumbre le aterraba, le sucede algo similar
Y de pronto, cuando mi vida se encuentra instalada en la monotonía que Susana V., tanto temía, me enfrento al fragmento con el que inició este escrito, y la «imagen Susana» me interpela sin ninguna razón aparente, aunque sospecho que para recordarme el «tiempo vertical» que no he sabido explicar ni vivir desde aquella tarde soleada en Cuemanco.